— Bueno — dijo Tókarev después de un corto silencio — esta versión tiene todos los síntomas de verosimilitud, y guarda completa concordancia con las circunstancias de la aparición de Guianeya y su conducta ulterior. Pero se puede pensar también otras versiones.
– ¡Sin duda alguna! Sólo la misma Guianeya puede descubrirnos la verdad. Una cosa está clara: los satélites y la base son peligrosos. Y es necesario destruirlos, aunque tengamos toda la seguridad de que podemos liquidar cualquier peligro. No debemos tardar en ello.
– ¿Entonces usted considera que no es necesario comprobar previamente si existe o no este peligro?
– ¿Por qué no? lo comprobaremos. Todo puede suceder.
9
Murátov comprendió muy pronto que «había caído en desgracia». Guianeya no se volvió a dirigir más a él, no sólo evitaba su presencia, sino que sencillamente hacía que no le veía. Si necesitaba algo lo preguntaba al ingeniero de la expedición, Raúl García, y cuando Murátov le hacía alguna pregunta le volvía la espalda.
Se rompía la cabeza para averiguar cuál era la causa de este cambio brusco e inesperado. Creía que nada había dicho que pudiera molestar u ofender a Guianeya.
¿Era posible que le disgustara su perspicacia para averiguar lo que ella no quería decir? Pero ella misma había dicho mucho, y su hipótesis, si era cierta, había sido provocada por sus propias palabras.
Guianeya no conversó con nadie, se mantuvo aparte y salió de su habitación sólo para comer y después para cenar. Su conducta produjo una impresión desagradable entre el personal de la estación.
– ¿Piensan ustedes estar mucho tiempo aquí? — preguntó ante todos, durante la cena, a García.
— Hasta que encontremos la base — contestó el ingeniero.
— Entonces hay que hallarla lo antes posible — manifestó sin ceremonias Guianeya —. Quiero volver a la Tierra.
— En parte esto depende de usted.
No hizo más que sonreírse despectivamente y no dijo nada más.
A la mañana siguiente, sabiendo que Stone tenía prisa, Guianeya retrasó la salida, nadando más de una hora en la piscina. No tenía traje de baño y aunque ella no concedía a esto ninguna importancia, nadie se atrevió a entrar en la piscina para darle prisa. En la estación no había ni una sola mujer.
Sólo a las ocho (los relojes de la estación marchaban según el meridiano de París), cuatro vehículos bien protegidos contra los meteoritos, salieron del garaje excavado en la roca. Comenzaba la primera expedición de búsqueda.
Los enormes todoterreno metálicos se calentaron rápidamente por los rayos solares y fue necesario conectar la instalación refrigeradora. Ese día fue decidido explorar el pie de la cordillera montañosa del cráter Tycho de la parte occidental de la estación.
Guianeya se encontraba en la máquina de Stone. Allí estaban también Tókarev, García, Veresov y Murátov.
Víktor pidió que le dejaran ir con Sinitsin, en el segundo todoterreno, pero Stone no accedió a ello.
— No preste atención a los caprichos de Guianeya — le dijo —. Usted me hace falta.
Murátov comprendió que el jefe de la expedición, de una forma sencilla y muy delicadamente, le manifestó que no consideraba necesario instalarlo en otras máquinas, debido a que había poco sitio y sería inútil la presencia de una persona ajena. La máquina de Stone era como el estado mayor de la expedición. Las tres restantes llevaban todas las instalaciones y, si hallaban la base, éstas eran las que tendrían que entrar en funciones. A Murátov se le consideraba como un huésped.
En caso de necesidad se podría avisar por radio a cuatro máquinas más, que habían quedado en la estación completamente preparadas.
Nadie esperaba encontrar la base precisamente hoy, en el primer día. Estaban todavía muy recientes en la memoria los años de búsquedas infructuosas.
Guianeya no prestaba la menor atención a Murátov y de vez en cuando se dirigía a García. Estaba pensativa y parecía distraída.
En las pantallas circulares panorámicas (en los todoterreno no había ventanas), que daban la impresión de aberturas transparentes, se podía ver de una forma completamente real todos los pormenores de los lugares circundantes.
Ante el sillón de Stone se encontraba la gran pantalla infrarroja. La luz corriente, visible, no se reflejaba en ella, y los paisajes lunares parecían una combinación fantástica de manchas blanquinegras, que sólo las podía descifrar un ojo experimentado.
Stone no tenía excesiva confianza en esta pantalla. Eran mayores sus esperanzas en la visión infrarroja, «viva», de Guianeya. Momentos antes de la salida le preguntó por intermedio de García ¿si estaba segura de que podría ver la base?
— Por lo que yo sé — fue la respuesta — está situada a cielo abierto. ¿Por qué no podré verla? No podría solamente que se encuentre a una distancia considerable.
Hablaba en un tono de indiferencia, pero Stone tenía fe en sus palabras. Además, recordaba que Guianeya ve bien a una distancia a la que sólo el hombre de la Tierra puede ver con prismáticos.
Estaba sentada al lado de Stone y con aire aburrido examinaba las rocas. Los dos miraban hacia adelante. Un lugar más adelante ocupaba García que examinaba la parte septentrional. La oriental fue encargada a Véresov y la meridional a Tókarev y Murátov.
Solamente Guianeya podía ver a simple vista la base, pero nadie se esforzaba por verla inmediatamente. Buscaron los lugares favorables para la base, aquellos en que ellos mismos la hubieran instalado si estuvieran en lugar de los compatriotas de Guianeya.
Consideraron lo más probable que si la base se encontraba aquí, estaría ubicada al pie de las rocas, en la parte norte.
Las máquinas marchaban lentamente a una velocidad de quince a veinte kilómetros por hora.
El interior de los todoterreno era espacioso, estaba fresco e incluso había comodidad.
La fuerza de gravedad, seis veces menor que la de la Tierra, creaba la impresión de ligereza de movimientos, de que una fuerza extraordinaria llenara todos los músculos del cuerpo.
A Murátov le gustaba esta sensación. El sillón en que estaba sentado, no muy blando al tacto, parecía como si fuera de pluma. Ningún almohadón de la Tierra podía ser tan blando, ya que su cuerpo pasaba aquí seis veces menos que en su planeta.
Miraba atentamente la llanura inundada por la luz solar, lo que no le quitaba el aspecto tenebroso. La llanura parecía cavada por un arado gigantesco. Comprendía que a él y a Tókarev les habían encargado precisamente esta parte porque aquí había menos probabilidades de encontrar la base. Los dos eran los observadores menos experimentados, y por esto era poco probable que vieran un lugar conveniente.
Era una pena que no se viera la Tierra en el cielo negro, sembrado espesamente de estrellas. Stone iba muy pegado a las montañas. Murátov tenía grandes deseos de contemplar el aspecto del planeta natal. Lo había visto desde la astronave, pero durante poco tiempo, y no se había saciado de esta visión insólita.
Después de hora y media de tensa atención, ésta se debilitó un poco y Murátov empezó a pensar en otras cosas. Sus pensamientos volvieron otra vez hacia Guianeya y las causas de su cólera.
Para él estaba claro que no había ninguna causa.
«Puede ser, pensó, que me equivoque, y que Guianeya no se haya enfadado conmigo, sino que tema que le haga más preguntas, y huya de mí sólo porque no quiere contestarme».