Esta idea era agradable para él, ya que la hostilidad inesperada de Guianeya apenaba a Murátov.
¿Con qué y cómo corregir la situación?…
Transcurrió una hora más. Los todoterreno se encontraban ya a más de cincuenta kilómetros de la estación. Poco a poco empezó a dominar el aburrimiento a todos los miembros de la expedición.
Stone se percató de esto.
Mandó detener a su todoterreno y tras él las otras máquinas.
— Propongo que desayunemos — dijo alegremente Stone —. Descansemos y después iremos más adelante.
– ¿A qué distancia piensa usted alejarse hoy? — preguntó Tókarev.
— No más de setenta kilómetros. Si creemos en lo que ha dicho Guianeya, es inútil buscar más adelante, ya que entonces se verá perfectamente la Tierra. Guianeya ha dicho que la base está ubicada en un lugar desde el que no se ve la Tierra. Es posible que podamos hoy mirar también la parte oriental.
— Esto será agotador.
— No es gran cosa. No podemos demorarnos Veo, que ustedes, habitantes de la Luna, se han apoltronado aquí — dijo en broma Stone —. Les obligaremos a trabajar a lo terrestre.
— Como si en la Tierra se trabajaran los días enteros — replicó Tókarev.
— Si es necesario, sí — contestó serio Stone.
Todos se negaron a desayunar, y después de unos diez minutos de parada las máquinas marcharon otra vez hacia adelante.
— Camaradas — dijo Stone dirigiendo sus palabras no sólo al equipo de su máquina sino también a todos los restantes —. Miren atentamente. Aquí no volveremos por segunda vez.
– ¡Miramos!.. ¡Miramos!.. — se oyó como respuestas —. Miramos, pero no vemos nada —. Murátov reconoció la voz de Sinitsin.
— La veremos, pueden estar seguros — contestó Stone —. Si no hoy, mañana.
Lo más difícil de todo era luchar contra la somnífera uniformidad del paisaje lunar.
Parecía que los todoterreno se encontraban todavía cerca de la estación. No se podía observar ningún cambio en el paisaje, sobre todo en aquella parte adonde miraban Murátov y Tókarev. Todo era exactamente lo mismo que antes.
— Planeta asombrosamente aburrido — dijo Tókarev.
– ¿Hace mucho tiempo que está aquí? — preguntó Murátov.
— Casi un año.
– ¿Y ni una vez ha vuelto a la Tierra?
— No tuve tiempo — contestó Tókarev —. Hoy por segunda vez he salido de la estación.
Tenemos un trabajo muy interesante y necesario — añadió queriendo aclarar.
«Por todas partes lo mismo — pensó Murátov —. Todos se dedican a su causa y se olvidan de sí mismo. ¡A pesar de todo es interesante vivir en el mundo!»
Y de repente oyó como Guianeya preguntó a García:
— Dígame: ¿cómo consideran ustedes en la Tierra a la muerte?
— Creo que lo mismo que en cualquier otro mundo poblado — contestó el ingeniero, asombrado de una pregunta tan inesperada.
— Esta no es una contestación. — Murátov oyó que la voz de Guianeya resonaba irritada —. ¿No me podría usted contestar más exactamente?
García calló durante un rato pensando en qué decir. Murátov decidió que se había presentado un momento oportuno para hablar de nuevo con Guianeya.
— La muerte — dijo sin volverse — es un hecho triste. Pero por desgracia inevitable y obligatorio. Las personas son mortales y no hay nada que hacer. Cuando muere una persona allegada, es una gran pena para todos aquellos que la conocían. Pero es una pena para todos cuando muere una persona que es necesaria a la humanidad. Y cuando uno mismo muere, siente lo poco que ha podido hacer. Consideramos la muerte como un mal inevitable, y esperamos vencerla en el futuro.
No sabía si Guianeya le quería escuchar o no. Pero le escuchó y no le interrumpió, y esto era suficiente.
Resultó que hizo una conclusión apresurada.
— Espero la contestación — dijo Guianeya.
– ¿Es que usted no ha oído lo que ha dicho Murátov? — preguntó García.
— Yo le pregunto a usted.
— Comparto completamente lo dicho por Murátov.
Murátov casi no pudo contenerse para soltar la carcajada. Era una salida completamente infantil. A pesar de todo, ¡qué inocente es Guianeya!
¡Se ve que, en realidad, es joven, muy joven!
Con interés esperó lo que ella fuera a preguntar. Si ella calla, esto significa que su pregunta fue completamente casual, y Murátov no pensaba así.
Pasados unos minutos de silencio Guianeya de nuevo se dirigió a García.
– ¿Justifican ustedes en la Tierra el suicidio o el asesinato? — preguntó Guianeya.
— Estas son dos cosas completamente diferentes — contestó Raúl — y no se pueden juntar en una pregunta. Es imposible justificar el asesinato. Es el delito más grave y repugnante que se puede uno imaginar. En lo que se refiere al suicidio, esto depende de sus causas. Pero, como regla, consideramos el suicidio como un acto de falta de voluntad o de cobardía.
– ¿Es decir, entre ustedes tampoco se puede calificar este acto de «bello»?
«¡Vaya lo que es! — pensó Murátov —. La ha ofendido que yo haya calificado de «bella»
la muerte de Riyagueya. Pero debió comprender cuál era el sentido que yo daba a esta palabra».
— Cierto — contestó García. El suicidio de ninguna manera es una cosa «bella».
— Hace poco he escuchado otra cosa — dijo Guianeya.
– ¿De quién?
Murátov estaba sentado de espaldas a Guianeya y no vio si le señalaba o no. No siguió ninguna contestación.
En esto se manifestaba una diferencia entre los puntos de vista de las personas de la Tierra y de los compatriotas de Guianeya. Por lo visto, en su patria, la muerte voluntaria por cualquier causa era o se consideraba tan mal que al escuchar Guianeya las palabras de Murátov le tuvo por un «engendro moral» y no quería tener relaciones con un «intelecto tan bajo».
Le faltó poco para reírse. Sin embargo, esta conversación le causó una gran satisfacción. Demostraba que Guianeya pensaba todo el tiempo en la discusión que habían tenido y que su altercado le era tan desagradable a ella como a Murátov.
Pero había otra cosa mucho más importante. La pregunta de Guianeya confirmaba definitivamente que Riyagueya destruyó la nave. Se suicidó y mató a sus acompañantes.
No por casualidad, según supuso García, Guianeya hizo las dos preguntas en una.
«Es necesario justificarme ante ella — pensó Murátov —. Es necesario aclararle mis palabras si ella misma no las puede comprender».
Y Murátov dijo:
— El suicidio jamás puede ser bello. ¡Jamás! A exclusión de un caso único, cuando se realiza en beneficio de los demás. Pero en este caso no se puede hablar de suicidio hay que hablar de autosacrificio. Estas son dos cosas diferentes. Sacrificarse para salvar a otros, ¡esto, sí es bello!
Se volvió para ver cómo reaccionaba Guianeya a sus palabras, cuál era la impresión que le producían.
Miraba en la pantalla panorámica hacia adelante. Parecía como si no hubiera oído nada. Pero Murátov estaba convencido de que Guianeya no sólo había escuchado sus palabras sino que también las pensaba.
Y no se equivocó. Pasado un rato Guianeya dijo:
— Bien, estoy de acuerdo. ¿Pero qué derecho tiene a sacrificar a los demás?
A Murátov le surgió la idea de que las lágrimas, que entonces vio en la cara de Guianeya, fueran debidas no a la muerte de Riyagueya sino a la de otra persona.
Entonces era comprensible la impresión tan dolorosa que produjo en ella la palabra «bello».
– ¿De qué hablan ustedes? — preguntó Tókarev.
En el todoterreno de Stone sólo Murátov y, claro está, García dominaban el idioma español. Los demás no comprendían ni una palabra.