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Murátov no intentó, y Guianeya no manifestó iniciativa para hablar de Riyagueya como persona, y se trató sólo de sus palabras sobre la Luna.

Los «terrestres» estaban muy interesados por la personalidad de Riyagueya, a quien nadie vería nunca y que había desempeñado un enorme papel en los acontecimientos relacionados con Guianeya y con los satélitesexploradores. Su voluntad hizo cambiar toda la marcha de estos eventos.

— Dibújeme su retrato — pidió Murátov —. Queremos ver los rasgos de su cara.

— Para esto — contestó sonriendo Guianeya — usted no tiene más que mirarse al espejo.

Así Murátov conoció su parecido con Riyagueya, persona de otro mundo, que, a juzgar por todo, sincera y abnegadamente amaba a las personas de la Tierra.

Murátov comprendió muchas cosas en este minuto…

La expedición del segundo día comenzó sus búsquedas casi con seguridad en el éxito.

Y las esperanzas no fueron defraudadas.

Apenas se alejaron unos quince kilómetros de la estación, cuando Guianeya inclinándose hacia adelante, alargó la mano y dijo:

– ¡Ahí está lo que ustedes buscan!

Tercera parte

1

El edificio estaba situado en la cumbre de una colina.

Una enorme ciudad se extendía a sus pies. Era tan grande que incluso desde las ventanas de los pisos más altos, situados a doscientos metros de altura, no se veían sus confines.

Los infinitos cuadrados de tejados multicolores se extendían desde todas partes hasta el horizonte y se perdían en él. Parecía que la colina con el edificio único se encontraba en el centro de la ciudad, aunque en realidad esto no era así.

Casualmente, o a lo mejor obedeciendo a la idea de los arquitectos, los edificios próximos a la colina no eran altos, no llegaban a alcanzar su altura. Alrededor había un gigantesco anillo de rascacielos que superaban las dimensiones de toda la colina. Y más allá se veía la parte superior de edificios todavía más altos que se elevaban sobre la línea del horizonte.

De todas partes, de cualquier lugar, se divisaba el edificio que se encontraba en la colina. Era completamente diferente a los otros.

Por su forma semejaba un monumento. Parecía de cristal, con dos matices de color azul. Las franjas azuladas, más oscuras, formaban su armazón, las más claras, que parecían casi blancas, el hueco de las ventanas. Las unas y las otras estaban situadas oblicuamente, y todo el edificio en su conjunto parecía que se atornillaba en el cielo azul oscuro.

Sobre la cúpula, como si «flotara» en el aire, había una gigantesca estatua blanca que se veía de cualquier parte. Representaba a una mujer con un vestido corto, la cabellera flotando al aire, la cabeza echada hacia atrás y los brazos tendidos hacia el cielo. Toda ella era una encarnación de un llamamiento apasionado, dirigido a los que se encontraban tras el velo azul del cielo, en los abismos del universo.

El edificio era muy grande, pero desde abajo, desde la ciudad, parecía pequeño y estrecho, lo mismo que una aguja retorcida en espiral.

Las personas de la Tierra dirían que era semejante a un sacacorchos.

La ciudad era una de las antiguas capitales de este planeta, con historia milenaria, aunque ahora, en esta época, la palabra «capital» había sido olvidada hacía mucho.

El edificio, era en efecto un monumento consagrado a los que penetraron en el cosmos y no regresaron de allí. Era, además, panteón de cosmonautas y estado mayor del servicio cósmico del planeta.

En el piso bajo del edificio, en una inmensa sala inundada por los rayos del anaranjado sol que estaba en el cénit, se celebraba este día una gran reunión.

Alrededor de una enorme mesa, situada en el centro de la sala, estaban sentadas más de cien personas entre mujeres y hombres.

Sus trajes eran muy parecidos. Las mujeres llevaban un vestido, los hombres, una túnica corta. Las mujeres llevaban en las piernas cintas entrelazadas hasta la rodilla, y con hebillas en forma de hojas. Los hombres iban con las piernas desnudas. Las mujeres tenían cabello largo y espeso, la cabeza de los hombres estaba afeitada.

Todos estaban vestidos de blanco menos uno.

El tono verde de su piel, los ojos oblkuoiS elevados un poco cerca del puente de la nariz, la gran estatura tanto de los hombres como de las mujeres: todo esto era conocido para las personas de la Tierra, y sin equivocarse podrían decir que eran los compatriotas de Guianeya.

Si Marina Murátova hubiera podido encontrarse aquí, reconocería el idioma en el que hablaban todas estas personas.

Pero al reconocerlo se enteraría de que no era completamente igual al que hablaba Guianeya, algo le diferenciaba, aunque su raíz era la misma.

El hombre, que se distinguía de los demás por su vestido, por lo visto, también tenía dificultad en la comprensión de este idioma y algunas veces pedía que repitiesen la frase.

Entonces se levantaba uno d”los hombres y repetía lo dicho, exactamente en el mismo idioma en el que hablaba Guianeya.

En el centro, en una alta silla, destacándose sobre los demás, se hallaba un hombre vestido igual que los demás, todavía muy joven, de ojos tan estrechos que parecía que los tenía entornados. Miraba fijamente, sin pestañear, al que estaba delante de él, vestido de otra forma, el cual hablaba correctamente en el idioma de Guianeya, y que no siempre comprendía lo que le decían.

Este tenía todos los rasgos distintivos de los compatriotas de Guianeya, pero era un poco más bajo de estatura que los demás. El matiz verdoso de su piel se notaba poco debido al color tostado de su piel. No llevaba una túnica, sino algo parecido a una amplia capa que brillaba como verdadero oro a los rayos del anaranjado sol. Su cabeza no estaba afeitada y, unos cabellos negros, de brillo esmeraldino, descendían más abajo de los hombros.

El hombre joven de los ojos estrechos era, por lo visto, el que presidía esta reunión.

Su mirada insistente alteraba al de la capa dorada, que con frecuencia no la podía resistir y retiraba los ojos, pero nuevamente, como si fuera debido a una fuerza magnética, los volvía a dirigir hacia él.

En estos instantes todos veían cómo en los ojos negros del hombre con capa fulguraban chispas que podían ser de desafío o de temor cuidadosamente disimulado. Y el joven presidente se sonreía cada vez que se daba cuenta de estas miradas.

En su sonrisa se reflejaba el desprecio, la ironía, la ira, pero no había odio. Y parecía, que precisamente esto, la inexistencia de odio, era lo que más alteraba a la persona con capa.

Todo el tiempo estaba de pie. No podía ser de otra forma ya que cerca de él no había ninguna silla. Llevaba ya mucho tiempo de pie mientras que los demás estaban sentados.

Todo esto tenía el aspecto de un juicio.

En realidad era así, pero no en el sentido con que se comprende esta palabra en la Tierra.

Juzgaban no a esta persona, sino a otras, de las que formaba parte, pero que no se encontraban ahora en esta sala.

Y juzgaban la causa que querían llevar a cabo estas personas.

— Así que — dijo el presidente, mirando fijamente como antes a la cara del «acusado» — ¿nos lo has dicho todo, Liyagueya, no has ocultado nada?

– ¡Sí, todo! No tengo nada más que añadir. Estoy dispuesto a morir.

Con una sonrisa que reflejaba sólo desprecio fueron acogidas sus palabras.

— Eso vemos. — El joven presidente indicó con un ademán el vestido de Liyagueya —.