Pero te has apresurado. Llevas ya tres días en la patria. ¿Acaso no te has dado cuenta que te encuentras en otro mundo?
Liyagueya no contestó nada.
– ¿Es posible — continuó el presidente —, que no hayas comprendido nada de lo que han visto tus ojos? ¿O puede ser que no quieras comprender nada?
De nuevo no hubo ninguna respuesta.
— Pero tú lo comprenderás, Liyagueya. No te mataremos, como lo haríais vosotros si estuvierais en nuestro lugar. Ya hace tiempo que vuestras hogueras se han apagado y desaparecido de la mente de las personas. Vivirás entre nosotros.
– ¿Entonces no me permitís volver?
— No. Tú quedas aquí para siempre. El cosmos no es un lugar para personas como tú.
Allí hay que ir con ideas puras y las manos limpias. Tendrás que trabajar, Liyagueya.
Probablemente por primera vez en la vida — añadió con un tono de inmenso desprecio —.
Y de ti mismo depende el que las personas olviden quién eras y cuál era el negro asunto que intentabais realizar.
– ¿Intentábamos? — Por primera vez durante esta mañana se deslizó una sonrisa por los labios de Liyagueya.
– ¿Quieres decir que vuestro asunto lo habéis llevado a cabo? Otra vez te equivocas, Liyagueya. Te has olvidado que durante tu ausencia de nuestro planeta han pasado diez generaciones, y no han vivido en vano. Desde nuestro punto de vista vuestras naves son simples barcuchos. Visitaremos ese planeta… ¿cómo le has denominado?
— Lía.
— Estaremos en Lía muy pronto y el daño no se realizará. Y si tardamos — los ojos del joven presidente centellearon y por un instante se abrieron completamente; eran enormes, negros y profundos — vosotros responderéis de esto. No nos cuesta mucho recordar las costumbres de vuestra época.
— Esto significa que no me quemaréis ahora, sino un poco más tarde.
— He dicho que tú vivirás. No cambiamos nuestras decisiones y no mentimos como vosotros.
Liyagueya bajó la cabeza.
— No he dicho más que la verdad.
— Lo sabemos.
– ¿De dónde lo podéis saber?
– ¿De dónde? — El presidente indicó a un hombre entrado en años, que estaba sentado a su lado —. Hemos invitado especialmente para ti a un médico, ya que sabíamos muy bien con quién teníamos que tratar. Vas a la zaga de la ciencia, Liyagueya, y esto no es asombroso. Para felicidad tuya, has dicho la verdad.
– ¿Y si esto no resultara así? — preguntó con aire de desafío Liyagueya.
— Entonces nos veríamos obligados a hacerte decir la verdad.
– ¿Con tormentos? No me asustan.
El presidente guardó silencio algunos minutos, al parecer sorprendido por estas palabras. Después dirigió la mirada a todos los que estaban sentados a la mesa. Casi todos se reían.
– ¿Ves? — preguntó —. Esta es nuestra respuesta, Liyagueya. Será difícil para ti vivir entre nosotros. Eres una fiera primitiva. Y todos te considerarán así mientras no cambies tus puntos de vista. Te aconsejo que lo hagas lo antes posible. Nosotros hemos comprendido lo que has dicho, pero la mayoría de las personas del planeta no lo hubieran comprendido. Recuerda Liyagueya que estás en otro mundo.
– ¿Qué harán ustedes con nosotros si no llegan tarde? — preguntó, en vez de contestar, Liyagueya.
— Les haremos volver a todos. Los que se fueron entonces, y a sus hijos que nacieron durante este tiempo, todos vivirán en nuestra patria y trabajarán. Tienes que olvidar el estado privilegiado de tu casta.
En los ojos de Liyagueya brilló el odio. El presidente se rió.
— Si yo hubiera vivido en los tiempos de vuestra salida — dijo — probablemente tú no habrías querido hablar conmigo. Pero los tiempos han cambiado y, vosotros sabíais que iban a cambiar. ¿Para qué entonces teníais que volar en busca de otros planetas?
— Hicimos esto para salvar a las generaciones futuras — contestó con orgullo Liyagueya.
— Miente o no habla lo que piensa — dijo el que era el médico.
— Lo ves, Liyagueya. No has hecho más que apartarte de la verdad e inmediatamente lo hemos sabido. Yo diré la verdad por ti. Salisteis para mantener vuestra casta previendo un castigo inevitable. Vosotros sabíais que estaban contados los días de vuestro dominio en el planeta. Y decidisteis trasladaros a otro planeta, donde de nuevo podríais ser señores, vivir a cuenta de otros. La colonización es una cosa muy larga.
Liyagueya irgió la cabeza.
— Pero vosotros — dijo con desatado odio — vosotros, los nobles y sinceros, los que no soportáis el mal, ¿qué hacéis? ¿Condenáis a muerte a la población del planeta? Vosotros sabéis que no hay lugar en el planeta para la población creciente, y rechazáis la mano de ayuda que nosotros os tendemos. Si tú tuvieras razón, Viyaya, parece que te llamas así, ¿para qué tenía que regresar?
— No dice lo que piensa — dijo tranquilamente el médico.
— Lo sé. — El presidente se rió irónicamente —. Y todos lo saben. No, Liyagueya — dijo — tú no has regresado por esto, te han mandado por gente. Encontrasteis un planeta salvaje, que exigía mucho trabajo. Y esto no es de vuestro agrado. Entonces os dirigisteis en busca de otro, y encontrasteis a Lía. Allí todo está hecho, hay ciudades, carreteras, fábricas. Esto os gustó más. Pero la población de Lía que no es salvaje, no se sometería a vosotros. Entonces decidisteis aniquelarla. Y esta decisión concuerda completamente con vuestra formación moral. ¿Pero, qué ibais a hacer allí vosotros solos? Necesitabais gente. Y llegaste sólo para engañarnos, para llevar contigo miles de personas, que tendrían que trabajar para vosotros. Pero os habéis equivocado, Liyagueya. A este precio no queremos solucionar el problema de la superpoblación y no necesitamos que nadie nos venga a salvar. Ve, haz la prueba de llamar a alguien. No encontrarás ni una sola persona que no te vuelva la espalda al escuchar tus palabras, ni una sola en todo el planeta. Las personas no son las mismas que había en la época de vuestra salida. ¿No esperabais esto?
Liyagueya callaba. Su cara ardía, pero sus ojos de repente se apagaron, dejaron de brillar.
Después dijo sin odio, con un tono de cansancio:
— Habéis empleado muy bien el tiempo. Siento que no diéramos importancia a las palabras de Riyagueya.
— Riyagueya — dijo con acombro el presidente — recuerdo este nombre. Fue el comandante de vuestra escuadrilla y vuestro cómplice.
— Los tiempos cambian — repitió Liyagueya con un tono irónico las palabras de Viyaya —. ¿Qué más queréis de mí?
— Nada. Eres libre, Liyagueya.
— Entonces yo te haré una sola pregunta. ¿Por qué has dicho que no tenéis necesidad de ninguna salvación? ¿Acaso la población del planeta ha comenzado a disminuir bajo vuestro gobierno?
— No, aumenta y más rápidamente que en tu tiempo, bajo vuestro.gobierno — contestó Viyaya —. Pero ya te he dicho que no han vivido en balde diez generaciones sin el yugo de vuestra casta. Tú sabes, Liyagueya, cuan minuciosamente habéis guardado los secretos de vuestro poder, entre ellos también la técnica de los vuelos cósmicos. Todo os lo llevasteis con vosotros. Y estabais convencidos de que los «seres inferiores» nunca descubrirían estos secretos. Poco tiempo hizo falta para superar vuestra técnica. ¿Con qué manos construíais vuestras naves? Estas manos quedaron en el planeta. Y creíais que la inteligencia era un privilegio vuestro. Este es el error rnás grande, Liyagueya. Voy a responder a tu pregunta. El problema de la superpoblación, que a vosotros os interesaba lo más mínimo, aunque tú has intentado convencernos de lo contrario, obligó a nuestros antecesores a realizar lo que consideras mérito vuestro. Nos hemos dirigido al cosmos, casualmente en dirección contraria a la vuestra. Puesto que nosotros no sabíamos a dónde os habíais dirigido. Y encontramos hermanos que nos comprendieron y nos propusieron su ayuda. Ahora está próximo el tiempo de una emigración masiva a una nueva patria preparada con los esfuerzos comunes de los dos planetas.