– ¿Es decir, que a pesar de todo, estáis dispuestos a poblar otro planeta?
— Inhabitado, Liyagueya. Veo por la expresión de su rostro que tú no ves ninguna diferencia. Según tú, los seres inferiores que pueblan Lía, no merecen ni consideración, ni indulgencia, si tocan los intereses de seres «superiores» como tú. Pero desde nuestro punto de vista los seres «inferiores» sois tú y tus cómplices. No creo en tus palabras de que los habitantes de Lía son salvajes. Lo que has dicho sobre este planeta desmiente tu afirmación. Pasarán no muchos días y nuestra nave volará hacia allá. Sé que encontraremos allí hermanos que, lo mismo que nosotros, te considerarán a ti y a todos vosotros fieras bípedas.
Liyagueya alzó bruscamente la cabeza. Un fuego lúgubre brilló en sus oscuros ojos.
– ¿No te da vergüenza, Viyaya, llenar de insultos.a quien no está en condiciones de rechazarlos? Estoy solo. Pero si me consideras una fiera, ¿para qué invitas a una fiera a vivir entre vosotros? ¿No es mejor aniquilarla?
— Es posible que tengas razón, Liyagueya — contestó Viyaya — pero no estamos acostumbrados a matar a la gente. Y no te invitamos a vivir con nosotros, sino que te obligamos, como castigo.
2
Largo es el camino por las vías del universo.
Un rayo de luz vuela años enteros de una estrella a otra. Pero lo creado por la mano del hombre no puede volar con la velocidad de la luz.
¡Largo y penoso camino!
Si en la tripulación de una nave anida la alarma y la impaciencia, entonces se hace todavía más largo.
No podían pasar la mayor parte del camino durmiendo. Vivían con un régimen diario corriente: medio día velaban, y medio día dormían, sin nada que hacer en el tiempo libre.
Eran cuatro.
La idea les llevaba hacia adelante, hacia el lejano objetivo. Sacrificaban a la idea. No tenían la esperanza de regresar Habían salido de su planeta natal para siempre. Regresar no podían porque no sabían cómo gobernar la nave, cómo encontrar el camino en el infinito vacío.
La nave la dirigían aparatos automáticos.
Estos aparatos, lo mismo que personas inteligentes, prudentes y sensibles, conducían la nave por la ruta trazada no por aquellos que se encontraban ahora a bordo, sino por otros, los que habían construido la nave, sabían gobernarla, sabían cómo encontrar el camino en el cosmos. Ninguno de ellos se encontraba a bordo de la astronave.
Los aparatos automáticos eran seguros. Sabían más que sus actuales amos, y con la indiferencia de las máquinas traicionaron a los anteriores.
La nave volaba por la ruta calculada exactamente. Cualquier cosa que pudiera ocurrir, cualquier obstáculo que surgiera en el camino, el «comandante» de la nave tomaba una decisión en fracciones de segundo y salvaba cualquier peligro.
Las cuatro personas que formaban ahora la tripulación de la nave sabían esto perfectamente, e incluso tenían miedo de aproximarse al camarote de dirección. La puerta estaba herméticamente cerrada y en ella estaba pintada en amarillo una cruz torcida, para que nadie pudiera penetrar en la zona prohibida.
Todo dependía del «comandante». Su cerebro electrónico era la única esperanza de éxito, la única garantía para alcanzar el objetivo, la única probabilidad de vida.
Los cuatro no estaban seguros de que el aterrizaje se realizara tan favorablemente como el vuelo. No sabían si el «comandante» podría hacer que la nave tomara tierra en el planeta. Sólo tenían esperanza en que el «comandante» lo supiera.
Con frecuencia lanzaban miradas a un cajón grande herméticamente cerrado, pintado de amarillo vivo, que se encontraba en medio del local central de la gigantesca nave. En este local pasaban los cuatro todo el tiempo y sólo de vez en cuando lo abandonaban.
Aquí vivían, comían, dormían y conversaban, aunque este local no estaba destinado para vivienda.
Se esforzaban por estar siempre juntos, ayudándose uno a otro a salvar el miedo involuntario ante el espacio infinito del universo que les rodeaba por todas partes.
Los camarotes de la nave destinados para los miembros de la tripulación estaban aislados y eran para una sola persona.
El refinado confort de estos camarotes no atraía a los nuevos amos. Todo era extraño, insólito y profundamente odioso.
Odiaban cada objeto de la nave y a la misma nave. A todo, menos al cajón amarillo.
Era lo único que no había pertenecido a los amos anteriores, sino a ellos, hecho por ellos y que encerraba el objetivo conocido por ellos.
El cajón amarillo eran «ellos mismos». Porque, si por cualquier razón no llegaran vivos a alcanzar el objetivo, el contenido del cajón lo haría todo por ellos.
En cualquier caso la tarea sería cumplida.
El cajón era pesado, grande y muy fuerte. Si la nave se destruyese quedaría intacto.
Esto era lo más importante.
Y durante los largos años de camino se habían acostumbrado a considerar el cajón como al quinto miembro de la tripulación, y le llamaban cariñosamente «Grigo», que era nombre de persona.
La nave no carecía de nada. Largas avenidas llenas de vegetación invitaban a pasear.
Salones con toda clase de comodidades, salas de juego y deportivas, piscinas, cine, salas de lectura que invitaban a la distracción, y al descanso. Los observatorios astronómicos, gabinetes y laboratorios ofrecían todas las comodidades para realizar trabajo científico, y al lado de cada camarote se encontraba un local azul con una piscina oblonga, ahora vacía.
Los cuatro utilizaban sólo las avenidas. Tenían necesidad de moverse y a determinada hora cada «día» corrían por las avenidas.
El odio les impedía tocar lo restante.
Con gusto hubieran utilizado los locales azules y las piscinas. El tiempo durante el vuelo era un tormento. Pero las piscinas estaban vacías aunque daba lo mismo hubieran estado llenas, ya que los cuatro no sabían cómo provocar la anabiosis y cómo salir de ella. Este procedimiento les era completamente desconocido.
Los cuatro eran las primeras personas de su pueblo que penetraban en el cosmos. Sus actos los conducía y dirigía el odio.
El odio y el amor.
Odiaban a los que fueron antiguos amos de la nave. Amaban a la libertad y la vida anterior.
Pero existía también un tercero: las personas desconocidas, el planeta desconocido, que era amenazado por aquellos a quienes ellos odiaban.
Y se apresuraban a acudir en ayuda de las personas desconocidas e involuntariamente, sin conocerlas, las amaban como hermanos, que habían caído en la misma desgracia que ellos.
A pesar de todo lo más importante para los cuatro no era el amor, sino el odio.
Su patria era ahora libre y podía vivir como había vivido antes de la aparición de los «odiados».
Cuarenta y tres enemigos se habían escapado del justo castigo. Era necesario alcanzarlos y destruirlos.
Si volvieran y supieran lo que sucedió durante su ausencia, vengarían la muerte de sus correligionarios.
Los cuarenta y tres no debían volver.
A los tripulantes de la nave no les asustaba que ellos fueran sólo cuatro. Aunque fueran diez, cien veces más, de todas formas no podrían domeñar a los poderosos extranjeros.
Los «odiados» eran más fuertes. Dominaban fuerzas todavía desconocidas e inaccesibles para el pueblo al que pertenecían los cuatro. Y sólo tenían la esperanza puesta en la ayuda de aquellos a quienes corrían a ayudar.
En el planeta natal de los cuatro nadie pensaba, hasta hace poco, en la existencia de otros planetas, de otras humanidades. Nadie había pensado todavía en los secretos del universo. Eran hijos de la naturaleza, buenos y confiados. Su técnica era primitiva, los conocimientos limitados, la vida sencilla.