– ¿Comprenden todo lo que les dicen? — preguntó Guianeya.
— No — contestó García —. Tienen una determinada reserva de palabras que comprenden y pueden pronunciar.
– ¿Ustedes tienen estas máquinas? — preguntó Murátov.
Guianeya arrugó el ceño lo mismo que si la pregunta no le fuera agradable, pero contestó:
— Yo no las he visto. Pero tenemos máquinas pensantes.
La voz metálica del robot número uno informó que habían llegado las cuatro máquinas auxiliares y estaban dispuestas a comenzar el trabajo.
– ¡Polvo! — mandó Szabo —. ¡Segundo programa!
Murátov miraba con particular interés a la pantalla. Ahora se llevaba a cabo su idea.
Se veía perfectamente cómo en la cavidad iluminada por el proyector penetró con enorme fuerza un chorro de pintura negra en forma de abanico. Después el segundo, de color rojo, el tercero, amarillo, y el último, verde. Un velo de humo multicolor tapó toda la cavidad.
Y cuando terminaron de trabajar los pulverizadores y se dispersó el velo de humo, ante los ojos de las personas se presentó un cuadro admirable.
4
Hacía tiempo que las personas de la Tierra habían conocido a sus vecinos estelares, los planetas del sistema solar. Los ojos de los hombres de la Tierra estaban acostumbrados a observar los cuadros de naturaleza extraña, a estudiar la vegetación y el reino animal de otros mundos.
No estaba lejano el tiempo cuando potentes astronaves de la Tierra, justificando su nombre, se lanzarían no hacia los planetas, sino hacia las estrellas, para en otros sistemas solares y planetarios encontrar una vida racional.
A nadie se le había ocurrido dudar de su existencia en el universo. Y nadie había aceptado la aparición de Guianeya como una prueba, ya que no lo exigía una verdad incontrovertible.
Pero si se excluye el vestido de Guianeya con el que se presentó a las personas en Hermes, nadie había visto hasta ahora nada que hubiera sido hecho por las manos de seres racionales de otro mundo.
Y ante un grupo pequeño de personas, entre las cuales, como a propósito, se encontraba la representante de un intelecto extraño, que con su misma presencia confirmaba la realidad de lo visto, aparecía todo un complejo de objetos no hechos en la Tierra, y no objetos separados, aislados, sino precisamente un complejo de objetos ligados por un objetivo, por una idea única, por un pensamiento científico y técnico común para todos ellos.
Pensamiento extraño, del mundo ajeno a la Tierra.
El momento era tan emocionante, que aquellos participantes de la expedición a quienes les fue encargado sacar fotos de la base cuando fuera hallada y visible, se olvidaron un momento de sus obligaciones, pero se acordaron de ellas cuando comenzó la operación, y como prueba todo lo que habían visto fue grabado en películas.
Las tripulaciones de los cinco todoterreno estuvieron no menos de diez minutos calladas mirando aquello que había aparecido ante ellas. Cada uno quería que no se le olvidara nunca esta visión.
Abigarrados, como juguetes infantiles, se encontraban dos enormes cuerpos ovoides.
Eran completamente lisos, sin ningún abultamiento y nada que fuera parecido a toberas; cada uno tenía cuarenta metros de longitud.
Estos eran los satélitesexploradores misteriosos, que tanto tiempo hicieron pensar a los científicos, que tanta preocupación y cuidados causaron al servicio cósmico.
De unas pequeñas elevaciones que tenían la forma de cúpula y que se levantaban sobre la tierra no más de veinte centímetros, salían largas mangueras que iban a cada «huevo». Estaba claro que ésta era la parte superior y lo restante estaba oculto en el terreno lunar y se necesitaba excavar para saber cómo eran.
En lo profundo de la cavidad, en su rincón se veía un objeto largo en forma de rombo.
Las personas miraban conteniendo la respiración la base y los satélites que parecían nacer de la nada. Todo estaba inmóvil, congelado, como si estuviera paralizado por el terrible frío de la sombra lunar.
Las pinturas casi no tocaron el terreno, y todo lo que había caído bajo su acción se destacaba en relieve. El rombo, las cúpulas, las mangueras y los mismos satélitesexploradores parecían metálicos, pero impedía determinarlo exactamente la misma pintura que los hacía visibles.
Szabo rompió el largo silencio.
– ¡Quitar los pulverizadores! — Su voz resonó lo mismo de tranquila e inalterable que antes —. ¡Atención! ¡Lanzar los robots números dos y tres!
Aparecieron ahora mecanismos que no recordaban en nada a los primeros. Eran robots» personas», con brazos, pies y «cabezas» redondas de cristal. Un poco torpe, pero rápidamente, caminaron hacia la cavidad.
Las cuatro máquinas en forma de puro regresaron cada una a su todoterreno y fueron recogidas dentro.
Comenzó el momento más responsable e interesante de la operación.
Los aparatos automáticos cibernéticos podían realizar una investigación detallada y completa de cualquier objeto tanto en el exterior como en el interior, sin abrir su envoltura.
Rápida y muy exactamente podían determinar las dimensiones, materiales, la composición química, «ver» todo lo que se encuentra dentro, entender cualquier esquema, incluso uno tan complicado como el de ellos mismos.
Estos robots se empleaban frecuentemente para los más diferentes fines y corrientemente la información obtenida se guardaba en su «memoria», entregándola cuando se exigía. Esta vez fue introducido un cambio en su construcción. Hubo que tener en cuenta la posibilidad de que los robots fueran destruidos por las instalaciones defensivas de la base o de los satélites. Todo lo que los robots pudieran saber lo transmitirían inmediatamente al cuadro de mandos del todoterreno donde estaba el estado mayor.
Szabo se preparó para recibir los comunicados.
¿Se podría saber algo? ¿Lo «permitirían» los satélites y su base?
Muchos dudaban del éxito.
El robot número dos acercándose al borde del talud vertical descendió ágilmente a la hondonada. El número tres se atrasó por algo pero después también descendió.
– ¡Número uno! — dijo Szabo —. ¡Transfiero la dirección! ¡Segunda prueba!
— Segunda prueba — repitió con indiferencia la esfera, invisible en la pantalla.
Murátov recordó la explicación de Véresov. Los dos robots» personas» se transferían al mando del cerebro electrónico que se encontraba en la esfera, e iban a cumplir tan sólo sus órdenes. La esfera estaba más próxima al lugar de acción y tenía enlace «visual»
directo con los ejecutores. Tenía suficiente «reflexión» para en cualquier sorpresa tomar una decisión acertada, mucho más rápidamente que el cerebro del hombre.
Los robots se apartaron uno del otro. Uno se dirigió hacia el satélite próximo y el otro hacia el rombo.
La base no reaccionaba. Se creaba la impresión de que no tenía ninguna instalación de defensa contra la invasión de cuerpos extraños. Pero se sabía perfectamente que los satélites la poseían.
¿Por qué no actuaba?
Murátov miró a Guianeya. Ella observaba con visible interés todo lo que ocurría. En su rostro no había ninguna señal de alarma.
¿En qué pensaba ahora? ¿Qué sentía?
Las personas de la Tierra estaban a punto de descubrir el secreto que los compatriotas de Guianeya les querían ocultar. Ella no podía permanecer indiferente ante esto pero aparentemente era así.
De repente el robot número tres se detuvo y, volviéndose, retrocedió hacia la esfera.
— Por lo visto ha decidido que es necesario realizar las investigaciones por turno — dijo Stone refiriéndose al cerebro electrónico —. Teme equivocar las informaciones simultáneas.