¿De qué objeto se trataba? Murátov no podía recordar que su amigo le hubiera hablado de algo parecido.
Claro está que se trataba de un descubrimiento astronómico. «El espacio», «El Sistema solar» eran cosas suficientemente conocidas. Pero Serguéi sabía perfectamente que a él, a Murátov, nunca le interesaron los cuerpos estelares y que conocía la astronomía sólo por lo que se enseña en la escuela. ¿Qué ayuda quería recibir?
Lo más sencillo sería llamar por el radiófono al observatorio donde trabajaba Sinitsin.
Pero Murátov no podía aguantar que cualquier enigma que se le planteara, aunque fuera el más sencillo, no lo resolviera él mismo.
Y esto sucedía ahora. La carta no estaba clara. Serguéi pedía que fuera a verle pero no decía para qué. Entonces había que averiguarlo.
Murátov examinó minuciosamente cada palabra.
«Aunque una persona escriba de la forma más descuidada y apresurada — pensó Murátov —, deberá reflejar en su escritura las ideas que le dominan».
«Algo raro»! He aquí la clave para la comprensión. Serguéi ha conseguido (así lo escribe) descubrir algo nuevo en el Sistema solar. El hecho de por sí es maravilloso, ya que el Sistema solar está investigado de cabo a rabo. Pero el «objeto» descubierto por él tiene algo «raro». Serguéi no comprende las causas. Esto lo indican sus palabras: «pensaremos juntos».
Sigamos adelante…
«Recordaremos los tiempos pasados». ¿De qué puede tratarse? Claro está que no de deporte. En los años juveniles les gustaba a los dos resolver juntos intrincados problemas de matemáticas. ¡Parece que vale! ¿En qué puede haber algo de «raro» en lo que se refiere a la astronomía? Sólo en lo que se refiere al movimiento de los cuerpos, a su órbita. Y por fin ¡»problema interesante»! ¡Todo está claro! Serguéi necesita la ayuda de un matemático para descifrar por qué órbita se mueve el «objeto».
Murátov se sonrió. Para qué haber pensado cinco minutos cuando todo estaba claro y no había ningún enigma.
Estaba ocupado y no dispuesto a dejar el trabajo. ¿Podría prestar ayuda al amigo desde aquí? ¿Le era tan necesaria su presencia?
Murátov se dirigió a la sala de aparatos, pero no consiguió hablar con Serguéi. Un empleado del observatorio le comunicó que «Serguéi llevaba dos días sin salir de su gabinete. Se había encerrado y no contestaba a ninguna llamada». «¿Es que no come ni duerme?», preguntó Murátov. «Algo parecido», fue la contestación.
Esto concordaba completamente con el carácter de Serguéi. Si algo enfrascaba sus pensamientos era capaz de trabajar días y noches sin descanso.
¡Por lo que se deducía, el problema planteado ante él era en realidad muy interesante!
Había que prestar atención a los ruegos insistentes de su amigo, y sin vacilar Murátov tomó el avión ese mismo día.
¡Si él hubiera podido saber las consecuencias de esta carta! ¿Hubiera ido a donde Serguéi?…
Dando al olvido el trabajo anterior, Murátov, como siempre, sentía impaciencia por comenzar el nuevo. Le parecían muy largas las tres horas de viaje.
La nave trasatlántica volaba sobre el lugar donde se encontraba ubicado el observatorio. El aterrizaje había que hacerlo a más de mil kilómetros al occidente, y esto obligaba a hacer el viaje de regreso en transporte terrestre y perder dos horas más…
Murátov expresó su deseo de descender en paracaídas.
El radiotelegrafista de a bordo llamó al observatorio. De allí contestaron que salía un aparato automáticoplaneliot hacia el lugar de aterrizaje de Murátov.
– ¿Ha saltado usted antes en paracaídas? — preguntó uno de los tripulantes de la nave que ayudaba a Murátov a abrocharse el correaje del paracaídas.
— Sólo una vez, cuando era escolar. ¿Pero qué importancia tiene esto?
— Volamos a una altura de siete kilómetros y tendrá que hacer un salto con retardo.
– ¿Y qué tiene de complicado?
— No, no hay nada de complicado. El paracaídas es automático y se abre en el momento necesario. Pero puede ser desagradable si no está acostumbrado al descenso libre.
— Esté tranquilo, no padezco de los nervios. El planeliot apareció dos minutos después del aterrizaje que se realizó con toda felicidad.
Cinco minutos más tarde Murátov entraba en uno de los edificios de la ciudad científica, donde, según le dijeron, estaba el gabinete de Sinitsin.
Llamó a la puerta, pero no tuvo ninguna contestación.
Murátov llamó más fuerte.
— Estoy ocupado, ruego que no me molesten — dijo Serguéi con voz enojada.
— Entonces — contestó riéndose Murátov —. tomo el avión de vuelta. ¡Abre, gracioso!
Soy yo, Víktor.
Sonaron pasos apresurados y la puerta se abrió.
Murátov abrió la boca de asombro y lanzó una carcajada.
Sinitsin estaba delante de él, sólo con calzoncillos y zapatos puestos. Tenía la cara untada de aceite y con una pintura oscura. Los cabellos enmarañados formaban mechones por todas las partes.
Del gabinete salía un aire caliente.
– ¿Qué ocurre aquí? ¿Te ocupas en hacer reparaciones en los momentos de asueto?
¿Por qué hace tanto calor?
— Lo primero que tengo que hacer es saludarte — dijo con tranquilidad Sinitsin — Gracias por haber venido. Me eres ahora más imprescindible que cuando te escribí la carta. Sin ti no puedo hacer nada. Y mira de dónde procede el calor — dijo, indicando hacia una pequeña computadora electrónica que estaba encima de la mesa de despacho —. Esta máquina portátil no estaba calculada para un trabajo ininterrumpido de treinta horas.
— Desgraciada, ¿para qué la martirizas así? — Murátov abarcó con una atenta mirada todo el gabinete.
El suelo estaba cubierto con una enorme cantidad de placasprogramas de polietileno.
Estaban tiradas por todas partes: junto a la misma máquina, en la alfombra del centro de la habitación e incluso junto a la puerta. Por lo visto el dueño del gabinete las había lanzado donde cayeran. La ropa de Sinitsin estaba también desparramada por los sillones y el diván. Las ventanas estaban cerradas a piedra y lodo por pesadas cortinas. La lámpara del techo y varias de mesa estaban encendidas.
Era un cuadro muy elocuente. Probablemente Serguéi incluso no sabía si ahora era de día o de noche.
– ¿No obtienes nada? — preguntó burlón Murátov.
– ¡Maldito enigma! Quisiera arrancarme los cabellos de desesperación.
— Ya he visto que has intentado hacerlo. Querido amigo, te encuentro desconocido.
¿Es que piensas conseguir algo en este estado? No te pregunto si has dormido esta noche porque está claro que no. Pero por lo menos, ¿has comido algo?
— Me parece que sí.
— Pero a mí me parece que no. ¿Qué hora es?
– ¿Que, qué hora es?
— No sé — respondió confuso Sinitsin.
– ¡Hasta eso has llegado! No sabes ni siquiera la hora en que vives. Te impongo un ultimátum: inmediatamente te bañarás, desayunarás y te echarás a dormir.
¿Comprendes? ¡Inmediatamente! O ahora mismo me marcho. ¿Has comprendido?
– ¿Dormir? — refunfuñó Sinitsin —. No tengo tiempo. Siéntate y escucha.
— No voy a escuchar nada. No tengo ganas de conversar con un espantapájaros. ¿A quién te pareces? Es una pena que no haya un espejo.
Murátov se acercó a la ventana y levantó la cortina. Los rayos del sol invadieron el gabinete. Abrió de par en par la ventana.
– ¡Así tiene que ser! — Murátov sonrió al ver la mirada de asombro de su amigo —.
¡Ahora son las dos de la tarde! Es de día y no de noche como sin duda alguna piensas.
– ¿Las dos?
— Sí, según la hora local. Sinitsin se sometió al instante.
— Está bien — dijo —, acepto tu ultimátum. Resulta — añadió sonriéndose — que yo «martirizo» a la máquina no treinta horas, sino más de cincuenta. Esa es la causa de que se caliente así.