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Eran impotentes las personas de la Tierra. Nada podía detener la destrucción. Nunca podría conocer nadie lo que representaba las cúpulas y el rombo. No quedaban más que las conjeturas.

Refulgió la última explosión silenciosa, la más potente, y volvió a reinar la «calima» anterior.

Cinco proyectores sin orden ninguna, pero simultáneamente, alumbraron el terreno cubierto de fosos.

Todo se había convertido en polvo. Allí, donde se encontraba el rombo, la fuerza de la explosión había demolido parte de las rocas y los trozos de granito llenaban la mitad del lugar donde había estado la base, y sólo las líneas rectas de sus límites indicaban que aquí había habido una obra artificial.

Y esto fue todo lo que quedó a las personas como recuerdo de los forasteros del cosmos.

¡No, no era todo!

¡Quedaban todavía dos satélites!

En un lugar del espacio giraban de nuevo alrededor de la Tierra, llevando consigo un peligro desconocido.

No se podía dudar, según dijo Stone, que había sido dada la «orden de actuar». Esto lógicamente se desprendía del hecho de que la base había dejado de existir. El rombo tenía que cumplir su última misión, y la cumplió.

¿Qué amenazaba a la Tierra en las próximas horas y, posiblemente en los próximos minutos?

¡Y en la Tierra nada sabían!

El todoterreno del estado mayor se dirigió a toda marcha hacia la estación. La emoción y la alarma eran tan grandes que se acordaron sólo por el camino de los demás todoterreno y por radio les explicaron la causa de tan rápida salida.

Pasados diez minutos Szabo y Stone se encontraban en el puesto de radio. En menos de un minuto fue establecida la comunicación directa con el Instituto de cosmonáutica, y Szabo, exteriormente tranquilo, transmitió el alarmante comunicado.

— Usted debe salir inmediatamente — dijo Stone a Véresov — alcanzar a los satélites y destruirlos. ¡Ah — exdamó con desconsuelo — me había olvidado de que en su nave no hay catapultas antigás!

— Las tiene la «Titov» — contestó tranquilamente Véresov —. ¿Acaso usted piensa que en la Tierra no se sabe lo que hay que hacer?

— Tiene usted razón — contestó Stone —. He perdido la cabeza.

Guianeya en cuanto llegó a la estación se dirigió a la piscina. Le gustaba con locura el agua.

Murátov tenía necesidad de hacerle algunas preguntas y sin pensarlo se encaminó al mismo lugar.

Guianeya nadaba como siempre, rápidamente. Esperó a que se aproximara a él y la llamó.

Se detuvo y quedó en el agua casi sin moverse. Era asombrosa la propiedad de flotación de su cuerpo. La cola negra de sus cabellos se ondulaba ligeramente sobre su espalda.

— Perdóneme — dijo Murátov —. La he molestado.

— No tiene importancia — contestó sonriéndose Guianeya.

— Le rogamos que recuerde si Riyagueya dijo en qué consistía el peligro de los satélites para las personas de la Tierra.

— No oí nada de esto.

– ¿Pero usted sabía para qué volaba a la Tierra?

— Lo sabíamos.

– ¿Entoces para qué?

— Para llevar a cabo el plan hace mucho tiempo pensado.

– ¿Cuál? Guianeya se rió.

— Usted no es consecuente, Víktor — dijo ella bromeando —. Si yo pudiera contestar a esta pregunta, también hubiera contestado a la primera. Es lo mismo. Sabía que queríamos llevar a cabo nuestro plan. ¿Pero cuál? Esto lo sabía Riyagueya y tres más.

Marina le había dicho a su hermano que Guianeya era capaz de mentir. Y estaba completamente convencido de que ahora mentía. La seguridad en esto la reforzó la frase de ella: «Las personas de la Tierra no merecen la suerte que se les preparaba». Para decir esto, había que saber lo que se preparaba.

— Usted lo sabe, Guianeya — dijo en voz baja.

De nuevo resonó su melódica risa.

— Supongamos que lo sé — dijo ella sin alterarse lo más mínimo —. Pero usted no tiene necesidad de saberlo.

Murátov se indignó.

— Después de lo que usted nos ha comunicado — dijo con violencia — está obligada a decirlo todo.

– ¿Me reprocha usted?

Murátov comprendió que había que cambiar el tono. En los ojos de Guianeya brillaba un fuego peligroso.

— Yo no le reprocho nada, Guianeya — dijo él —. Al contrario, estoy admirado de su noble actitud. Nos ha prestado un enorme servicio. Pero siga siendo consecuente. Lo desconocido nos causa gran alarma.

— Claro está que tiene que alarmarles. Pero aunque a usted se lo diga no lo comprenderá… — Por tercera vez Guianeya repitió esta frase.

Murátov no reaccionó por un esfuerzo de voluntad.

— Haga la prueba — dijo —. Es posible que seamos capaces de comprenderla.

Se cogió con las manos al borde de la piscina, salió con facilidad del agua (sus movimientos siempre eran ligeros, pero sobre todo aquí, en la Luna) y con desenvoltura se sentó a su lado. La luz eléctrica jugaba con sus brillos sobre su húmedo cuerpo verdoso.

— Para esto tiene usted que saber lo que fue la.causa del surgimiento de nuestro plan.

— Entonces, dígalo.

— Lo diré.

– ¿Cuándo?

— Después. Aquí no es un sitio a propósito para una conversación tan larga.

— Pero mientras usted se decide — de nuevo no se pudo contener Murátov — puede ocurrir algo irreparable.

— Es posible. Pero ahora ya nada se puede corregir o cambiar. Y no me hable con brusquedad, esto no me gusta. Nuestro plan está realizándose sin participación nuestra.

Esto ha ocurrido por culpa de ustedes. Yo les advertí.

Su sangre fría y tesonería inexplicable eran capaces de sacar de sus casillas a cualquiera. Murátov se contenía con trabajo. Ella dijo una vez que «salvaba» a la gente, y ahora ni con una sola palabra intenta ayudarla.

¡Era muy posible que una sola palabra de ella fuera suficiente!

Sintió algo parecido al odio contra esta mujer de un mundo extraño que con tanta indiferencia hablaba del peligro que amenazaba a la humanidad.

«Se ha conformado con su suerte de no volver nunca a su patria — pensó Murátov —. Y nuestra suerte no le interesa en nada. Es posible que la alegre».

Comprendía que no era justo con Guianeya. Su parecido exterior asombroso, casi idéntico, con las personas de la Tierra le hacía olvidar frecuentemente que era una persona de otro mundo, que razonaba, pensaba y se comportaba de otra forma. Otros puntos de vista, ideas, conceptos, otra educación completamente distinta dictaba su conducta. ¿De qué se podía acusar a Guianeya? ¿De qué no era como las personas de la Tierra? Ella no podía ser igual a ellas.

Hubo un momento, todavía en la Tierra, cuando Murátov pensó que las palabras de Guianeya «les salvo a ustedes» eran provocadas no por la preocupación de la suerte de las personas, sino por el instinto de conservación, ya que viviendo en la Tierra, Guianeya compartiría la suefte de la humanidad. Pero él comprendía ahora que entonces ella fue sincera. Su propia suerte le era indiferente. Si esto no hubiera sido así, Guianeya lo hubiera dicho todo inmediatamente.

— Todo lo que hizo Riyagueya ha resultado en vano — dijo pensativa Guianeya, probablemente pensando en voz alta —. Pero así tenía que ocurrir.

Murátov oyó estas palabras aunque fueron dichas en voz muy baja.

El no le hizo ninguna pregunta, hablaba no para él sino para sí misma.

Y de repente comprendió que Guianeya había pronunciado esta frase en español.

No había tenido tiempo de comprender el significado de este hecho, cuando Guianeya se arrojó al agua con un movimiento violento. Lo salpicó de pies la cabeza.

— No tiene por qué intranquilizarse — gritó ella sonriéndose —. Marina me dijo que ustedes pueden salvar cualquier peligro.