— Todavía mejor. ¡Dos días completos sin dormir y sin comer! ¡Y esta persona quiere resolver un complicado problema de matemáticas! No te ayudará a resolverlo no sólo tu máquina, sino tampoco el cerebro electrónico del Instituto de cosmonáutica.
— Tampoco podrá resolverlo. Nadie podrá, si tú o yo no ofrecemos las premisas justas.
¡Ciento veintisiete variantes! — exclamó Sinitsin —. ¡Ciento veintisiete! Y todo en vano.
– ¡Vístete! — Murátov levantó la segunda cortina, desconectó la máquina y apagó la luz —. No creo que vayas a casa así. No estamos en la playa.
Sinitsin comenzó a vestirse lentamente.
Un sentimiento de pena o enojo se agitaba en el alma de Murátov. Serguéi se acostará y dormirá no menos de diez horas. ¿Qué hacer durante todo este tiempo?
— Si lo haces de una forma corta y general ¿de qué se trata? — preguntó indeciso Murátov.
Sinitsin miró con asombro a su amigo y ambos se rieron.
Sobre el Continente Sudamericano la noche sin luna extendía su manto cubierto de estrellas. Desde la ventana del gabinete se veía perfectamente la brillante Cruz del Sur.
Constelaciones de forma desconocida centelleaban en el abismo negro aterciopelado. En un lugar, entre ellas, pero cerca, muy cerca de la Tierra, flotaba, posiblemente ahora mismo, el enigma indescifrable.
Murátov, a pasos lentos, había cruzado innumerables veces el gabinete. Las ventanas estaban abiertas de par en par. Lucía sólo una lámpara de mesa que iluminaba parte de ella y el tablero de la computadora.
En el gabinete se había establecido el orden. Las fichas programáticas, que Sinitsin había desparramado por toda la habitación, habían sido recogidas y se encontraban en tres pilas cuidadosamente colocadas en un extremo de la mesa. En otro extremo se veía una pila de nuevas fichas que ahora utilizaba Murátov.
¡Todo en vano! El enigma continúa siendo enigma.
Ciento veintisiete variantes había experimentado Sinitsin y diecisiete Murátov, ¡y nada había cambiado!
Habían conversado dos horas durante el día. Serguéi volvió a adquirir la tranquilidad y exactitud inherente a él. Informó detallada y profundamente de todo el problema a Murátov. Ahora Víktor sabía tanto como Serguéi.
Claro que se podía pedir ayuda al Instituto de cosmonáutica, pero Serguéi no quería y Víktor comprendía perfectamente a su amigo. El había empezado y lo llevaría hasta el fin.
Al Instituto, indudablemente, había que dirigirse, pero era muy diferente presentarse con el descubrimiento terminado o con las manos vacías. Siempre es desagradable el reconocer su impotencia. ¡Serguéi tenía razón! Contar con Víktor era otra cosa. Entre ellos no había secretos. Si el enigma lo descifra Víktor es lo mismo que si lo hubiera hecho Serguéi.
¿Pero cómo descifrarlo?
Exteriormente Murátov estaba tranquilo pero en su interior bullía una tempestad. Ya hacía diez horas que Serguéi dormía profundamente y él estaba empantanado sin haber avanzado un paso hacia el descubrimiento. Nunca había ocurrido tal cosa. Es cierto, que era la primera vez que resolvía un problema de este tipo.
¡Y parece todo tan sencillo! El radar indicó ocho veces durante una semana la presencia de un cuerpo extraño en el espacio. ¡Ocho puntos en la órbita! Cuando son suficientes tres para calcular rápida y exactamente cualquier otro.
Pero los cálculos invariablemente iban a parar a un callejón sin salida, entrando en contradicción flagrante con las leyes de la mecánica celeste…
¿Es posible que haya más de un cuerpo? ¿Que haya dos, tres o más? Pero Serguéi consideraba que esto era imposible y Murátov estaba de acuerdo con él. Había varios cuerpos próximos a la Tierra y ni uno solo había entrado en el campo visual del telescopio. ¡Esto era inconcebible! Lo más probable es que fuera sólo uno.
Serguéi había calculado todas las órbitas posibles para uno y dos cuerpos en todas las combinaciones concebibles de los ocho puntos conocidos. Pero ninguna valía. Murátov comenzó a realizar los cálculos para tres, pero pronto tuvo que dejar esta fantasía.
En la solución del problema había que ir por otro camino. Murátov está convencido de que éste es sencillo. No puede ser de otra manera. En apariencia es difícil. Es necesario encontrar el verdadero razonamiento y los cálculos no costarán ningún trabajo. Pero ¿dónde se encuentra este verdadero razonamiento? ¿En qué consiste?
Murátov se sentó en el diván, apoyado en una almohada blanda y colocó las manos detrás de la cabeza. Así se piensa mejor.
De la ventana sopla una brisa fresca. El bochorno tropical marcha con el Sol a la otra mitad del planeta.
El reloj marca las nueve. Esta es la hora del meridiano de Moscú que corresponde a las dos de la mañana según la hora local.
Murátov se sonríe. Obligó a Serguéi a dormir y él… ocupó su puesto y lleva ya sin dormir quién sabe cuántas horas.
Pero de ninguna manera se acostará mientras Serguéi no se despierte. Trabajarán sustituyéndose uno a otro hasta resolver el problema o encontrar una hipótesis admisible.
Entonces no tendrán por qué sonrojarse al dirigirse al Instituto de cosmonáutica.
A fin de cuentas ¿qué es lo conocido?
Murátov recuerda el relato de su amigo…
El primer síntoma apareció ya en el siglo veinte. K. Stermer notó en el año 1927 el reflejo inexplicable de un haz de radio procedente de un cuerpo que se encontraba no lejos de la Tierra. ¿Qué cuerpo era éste? No se pudo saber. Entonces no se prestó atención al comunicado de Stermer. El hecho se repitió a los cincuenta años. Y de nuevo nadie se interesó por este raro fenómeno, parecía como si el haz de radio se reflejara en un lugar vacío. Se dijo que era un error de los observadores. A finales del siglo veinte, por casualidad no ocurrió una tragedia con la astronave que hacía el raid «TierraMarte». La astronave se encontró a doscientos mil kilómetros de la Tierra con un cuerpo celeste desconocido, cuya aproximación a la nave no fue notada a su debido tiempo por los exactísimos y muy sensibles aparatos de la cabina de navegación. Algo fue lo que se deslizó por el bordo dejando una huella en forma de una profunda abolladura. Todo transcurrió felizmente ya que por suerte la astronave no había llegado a alcanzar la máxima velocidad. También en este caso se encentró una explicación «natural»: un meteorito, los radares estropeados. Y hace poco ha tenido lugar el cuarto hecho. Otra vez con una nave cósmica. La nave de carga despegó hacia Venus. Llevaba materiales de construcción y equipos científicos para construir en el planeta una estación solar. La tripulación de la nave se componía del comandante, navegante y radioperador. Casi inmediatamente después de haber despegado se recibió un comunicado de que los radares habían localizado un cuerpo de un diámetro de cuarenta metros que volaba transversalmente al curso de la nave. La velocidad, como la otra vez, no era considerable, y esto permitió frenarla a su debido tiempo y evitar el choque. El navegante tuvo tiempo de enfocar exactamente el pequeño telescopio de a bordo por el rayo del localizador pero no vio nada. El radioperador de la nave informó que a medida que el cuerpo desconocido se iba aproximando a la nave, se debilitaba en la pantalla la señal del localizador y desaparecía en el momento de su máxima aproximación. Esto fue del todo inexplicable.
Esta vez fue completamente imposible «basarse» en la referencia de un meteorito o de que los aparatos no funcionaban, ya que este hecho lo confirmaban los apuntes de los automáticos. Se alarmaron en el Instituto de cosmonáutica. El cuerpo desconocido, que amenazaba la seguridad de las vías interplanetarias, era necesario encontrarlo costara lo que costase. Los observatorios comenzaron las búsquedas. Sinitsin participó en ellas desde el principio. A su disposición estaba una potente y novísima instalación de radar por medio de la cual se realizaron trabajos por el «contorno lunar». Días enteros el rayo invisible tanteaba el espacio en un radio de cuatrocientos mil kilómetros de la Tierra. Y por fin, hace una semana cuando llegó Sinitsin al trabajo vio en la cinta del aparato registrador la señal tan esperada. A las tres cincuenta y nueve minutos y treinta segundos, a una altura de doscientos ochenta mil kilómetros había volado un cuerpo de cuarenta metros de diámetro. Se movía del oriente hacia el occidente, es decir, en dirección contraria a la rotación de la Tierra. Al cabo de dos días, ptro ahora de día, en la misma parte del cielo, pero a distinta altura, el radar «vio» de nuevo algo parecido de las mismas dimensiones que la primera vez, pero que volaba con otra velocidad. Esto se repitió ocho veces. Todas las observaciones coincidían en lo referente a la dimensión pero divergían en cuanto a la altura y la velocidad. Ni una sola coincidencia completa. Fracasaron los intentos de ver el cuerpo misterioso con el telescopio visual, no se le pudo encontrar. Esto no asombró a nadie, ya que el telescopio se dirigió aproximadamente, y además, el cuerpo era muy pequeño y su órbita desconocida. En el Instituto de cosmonáutica ya sabían que los primeros éxitos habían sido conseguidos y esperaban de Sinitsin una información detallada…