– Y si está herido, que le visite y le ayude en la recuperación -añadió el Secretario.
– Naturalmente -dijo Ígur-, iré mañana mismo.
Ifact miró los relojes.
– El hospital de los Caballeros está siempre abierto, y seguro que Lamborga no ha permitido inductores al sueño. Seguro que lo encontraréis despierto.
– ¿Queréis decir que vaya ahora mismo? -se sorprendió Ígur.
– Sería conveniente -dijo Mongrius-; si quieres te acompaño y te espero en el vestíbulo.
El Secretario se levantó.
– Y después podéis ir a cumplir con la celebración ritual del nuevo Caballero de Capilla -añadió Ifact, ya en el umbral de la puerta, y él y Mongrius se sonrieron brevemente.
– Se refiere -le aclaró Mongrius- a ir a visitar a Madame Conti.
Al anunciarle la visita de Ígur Neblí, Kuvinur Lamborga mandó a todos sus acompañantes de habitación en el hospital que se retiraran, para entrevistarse sin testigos con el vencedor, que se encontró ante un hombre con el torso vendado, que le dirigía una mirada inquisitiva, en nada perdida ni para la dignidad ni para la tristeza.
– He venido -dijo Ígur- a cumplir con la tradición, pero quiero que sepas que la consideración de tus cualidades me habría guiado aquí exactamente igual sin que me obligase uso consagrado alguno.
– Te lo agradezco de corazón -dijo Lamborga-, aunque no debes ignorar que la frase que acabas de pronunciar también pertenece a la obligación de las costumbres -se rió, Ígur percibió sus facciones armoniosas y agradables-; la Capilla juzga a sus aspirantes, y no te guardo rencor; para demostrártelo, estoy dispuesto a corresponder a la generosidad que me has dispensado en toda ocasión guiándote por los intrincados pasadizos del Imperio, por donde, si no me equivoco, no vas demasiado bien orientado.
Ígur se inclinó en señal de agradecimiento, pero las últimas palabras le habían molestado.
– ¿Qué te hace suponer que no voy bien orientado por los pasadizos del Imperio?
Lamborga se movió sin reflejar ningún gesto de dolor.
– Quizá sí vas; y en ese caso admiro tu valor. Pocos hubieran hecho como tú con todas las cuantificaciones en contra.
– ¿Las cuantificaciones? ¿De qué estás hablando?
Lamborga lo miró incrédulo.
– ¿No te notificaron los porcentajes de posibilidades que te otorgaban en el Combate los Cuantificadores? -se detuvo-; quizá el Cuantificador de la Equemitía se rija por otros parámetros -y le dirigió a Ígur una mirada de desconfianza-; quizá no te lo dijeran para que no te arrepintieras…
– ¿Y se puede saber qué me otorgaban las cuantificaciones? -preguntó Ígur, ya recuperado de la sorpresa inicial; Lamborga le contestó en tono de excusa.
– Comprende que, viniendo de una provincia periférica y sin ningún Combate importante como antecedente…
– ¿Cuál era el porcentaje? -preguntó Ígur secamente, imaginándose el baile de informes sobre su persona en manos de los Meditadores.
– Tenías un noventa y ocho por ciento de posibilidades de ser derrotado.
Lamborga calló, y se desató de una tensión extraña. Ígur empezó a preocuparse.
– ¿Qué más decía el Cuantificador?
– Ya debes saber que después de lo de hoy tu cabeza no vale ni cinco -el zumbido del acondicionador ambiental parecía de repente más maligno.
– ¿Y si te llego a matar?
– Hubiera dado lo mismo -rió-; tú y yo combatíamos, pero sólo éramos armas guiadas por otros. De hecho, que el Equemitor te haya autorizado el Combate, significa que cualquier resultado posible era de su conveniencia.
– ¿Y cómo hubiera podido impedírmelo? -dijo Ígur con insolencia; en la mirada de Lamborga se reflejaba una sorpresa mal disimulada, y acabó echándose a reír.
– Empiezo a creer que es verdad que bajas de las montañas. -Y puesto que Ígur le aguantaba la mirada con gravedad, se explicó-: La única salida que tienes es adquirir compromisos, y deprisa.
– Creía que ya lo había hecho. Soy Caballero de Capilla.
– Los Caballeros de Capilla también sangran cuando los hieren. Debes tener algún otro objetivo.
– Entrar en el Laberinto.
Lamborga puso cara de haber esperado esa respuesta.
– Todo el mundo quiere entrar en el Laberinto, pero nadie ha sabido construir las condiciones externas objetivas para poder conseguirlo. Antes de entrar en el Laberinto hay que modificar el mundo, y el mundo está tan bien montado que no cambia si no es por una equivocación; o bien por el error extendido y continuado de muchos, o bien por el error fulgurante y notorio de uno.
– De tus observaciones anteriores cabe concluir que la decisión de combatir por la Capilla ha sido una grave equivocación; quizá haya comenzado a operar el cambio necesario. Parece ser que los que han intentado entrar en el Laberinto han actuado por lo general con absoluto respeto por el orden, y no lo han conseguido; como fue el caso, por ejemplo, de Maraís Vega, que cuando más avanzadas llevaba las negociaciones lo atrapó el tiempo y se encontró imposibilitado a causa del nombramiento del Decanato de la Capilla. La determinación del Imperio, como tan bien indican los Cuantificadores que yo desconocía, apuntaba a que tú serías el próximo Fidai -Ígur se recreó con crudeza en la palabra-, pero he sido yo, y, perdona la franqueza, no sé por error de quién, y aunque pienses que he sido inconsciente de mis actos, y que no sabía gracias a cuál de ellos conseguiría mi propósito, ahora mismo no me arrepiento en absoluto de haber llegado donde estoy, ni, por lo tanto, lamento procedimiento alguno.
Lamborga lo miró de arriba abajo, entre admirado y resentido. Desde el fondo del pasillo les llegaba una especie de eco de campanas cristalinas.
– Eres listo, Ígur Neblí, y sin duda un luchador habilísimo. Tienes corazón, pero no sé si suficiente. He dicho que te ayudaré, y lo voy a hacer; para empezar, y con urgencia, necesitas un protector para sobrevivir.
– El Secretario Ifact es mi superior.
Lamborga se echó a reír abiertamente.
– Ifact ya tiene bastante con preocuparse de sí mismo. A Ifact se lo cargarían sin miramientos si cometiera la improbable tontería de interponerse entre tú y los demás.
– ¿Y el Equemitor Noldera? -dijo Ígur resistiendo la tentación de preguntarle a quién se refería cuando hablaba de los demás.
– En primer lugar no creo que se quiera comprometer protegiéndote, por lo menos de momento; y, si quieres entrar en el Laberinto, no te conviene aliarte con un Equemitor -Ígur tampoco sabía por qué, pero para no tenerse que volver a oír que bajaba de las montañas prefirió no preguntar-; yo creo que deberías intentarlo con los Príncipes, en lugar de la Administración.
– ¿Nemglour?
– Demasiado alto, y, además, tiene las horas contadas. Déjame pensar. El personaje clave ahora es el Príncipe Togryoldus, que por otra parte es inaccesible; hay que buscar a alguien próximo a él, quizá fuera posible acercarse al Príncipe Bruijma -Lamborga cambió el tono de voz-; bueno, eso es lo de menos, ya pensaremos más adelante cuál es el Epónimo más indicado; de todas formas, tanto para entrar en el Laberinto como para sobrevivir, hay que ser un cabrón, ¿tú lo eres? -Ígur se encogió de hombros, y Lamborga prosiguió-; si no lo eres, aún te convendrá más tener a tu servicio al cabrón más feroz.
– ¿Te refieres a un Fonóctono?
Lamborga se rió. La liturgia de silencios y olores perversos del hospital se imponía en el contrapeso de las intenciones.
– Los Fonóctonos sólo se ponen al servicio de los Príncipes, del Hegémono y de los Apótropos; aun así, es como tener una bomba bajo la cama. Más bien pienso en algún Caballero de capa caída. El resentimiento da muy buenos resultados en ciertas disciplinas.
Ígur temió que se estuviera refiriendo a sí mismo, pero no se atrevió a decirlo por temor a equivocarse y ofenderlo.
– ¿Y en el aspecto técnico? -preguntó.
– En el aspecto técnico, las principales dificultades serán de orden burocrático; en ese sentido matarías dos pájaros de un tiro si encontraras al protector adecuado -de repente tuvo una ocurrencia-: el Príncipe Togryoldus podría ser el Epónimo de la expedición -lo pensó mejor y no insistió en la idea, dejando a Ígur inquieto sin saber qué le rondaba por la cabeza-; otro problema será conseguir el concurso de Arktofilax.
– Las dos expediciones anteriores se emprendieron sin Arktofilax -recordó Ígur.
– Precisamente, y hoy en día la opinión más aceptada es que fracasaron por eso. Además, después de que la segunda Entrada no volviera, el Hegémono dictó un decreto prohibiendo el intento sin el concurso del Entrador del Laberinto anterior, siempre y cuando aún estuviera vivo.
– Que yo sepa no ha muerto.
– Hace más de cinco años que no se sabe dónde está. Creo recordar que el último que ha hablado con él ha sido Maraís Vega, que, como sabes, es su discípulo predilecto. Pero no creo que Vega esté dispuesto a proporcionar información.
– Lo intentaré -dijo Ígur, y Lamborga esbozó un gesto de incertidumbre-; necesitaré asesoramiento técnico.
– En eso no tendrás problemas; el único problema con que te encontrarás será con el de decidirte por una tendencia teórica o por otra -sonrió-, y no sólo se contraponen, sino que ya puedes imaginar la opinión que tienen los unos de los otros.
– ¿A quién me recomiendas?
– El Agon de la Biblioteca debe saber muchas cosas, pero no sé si en la práctica puede dar buenos consejos… Malduin te recomendaría al Secretario del Príncipe Nemglour, y tu Equemitor te dirá que vayas a ver a la Cabeza Profética.
– ¿Y tú que dices?
– Yo digo que hables con todos, pero que te confíes a uno solo, el que mejor puede guiarte a excepción del propio Arktofilax: el exconsultor del Anamnesor, el geómetra Kim Debrel.
Al salir de la entrevista, Mongrius hizo discretos intentos de indagación, pero Ígur le respondió con evasivas.