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– Espero que tengáis conciencia de lo inusual del procedimiento -advirtió el Maestro cuando él miraba a la Cabeza por la parte posterior-, del favor que os es otorgado con esta confianza…

Ígur recordó la discusión con el antecesor del dignatario y, a partir de la conveniencia de no indisponerlo, se le ocurrió que el hombre que tenía delante fuera un subalterno que el otro, aún en el cargo, le enviaba para quitárselo de encima.

– Entonces sus virtudes…

– La garantía es la misma. ¿Qué queréis saber?

Ígur contempló la Cabeza. Nunca había visto algo más muerto, una ausencia más estatuaria. Incluso dudaba de su procedencia. ¿Era la cabeza de Frima Kumaiaski, o la del primer paria sin nombre que habían encontrado en el depósito de cadáveres? Pero en realidad, ¿qué importancia tenía? Allí no había razón en conflicto ni pánico del futuro, no había resonancias que interpretar; no había nada de nada.

– Da igual, gracias de todas formas.

– Como queráis -dijo cortante el Maestro.

De camino hacia la salida, en silencio, a Ígur se le ocurrió la posible relación entre el estado actual de la Cabeza Profética y la resolución del Ultimo Laberinto, y se preguntó a qué inalcanzables y recónditos intereses había servido su afán de éxito y reconocimiento.

– Agradezco vuestra atención -dijo al Maestro en el vestíbulo-. ¿Puedo haceros una última pregunta? -El dignatario esbozó un gesto de disponibilidad-. Si ahora la Cabeza se ha, ¿cómo dijisteis?, secado, ¿qué pasará con la institución?

El Maestro sonrió.

– No seáis ingenuo. Caballero. Las instituciones no dependen de objetos, y menos aún de un trozo de carne reciclada. Seca la Cabeza Profética se pensará en otra cosa… quizá se busque otra. -Le miró con atención la frente y el occipital y sonrió-. Vos mismo tendríais buena estampa.

– ¿Creéis que tanto se van a torcer las cosas que no conservaré mucho tiempo la cabeza sobre los hombros?

– Al contrario, Caballero -respondió el Maestro melifluamente-, estoy seguro de que vuestra cabeza permanecerá muchos años en el lugar donde está ahora, quizá incluso más de los que vos mismo quisierais -se rió de la expresión de Ígur-. ¡Ya os he dicho que las virtudes oraculares no se acaban con la desecación de la Cabeza! En cualquier caso, ¡qué os importa a vos lo que yo pueda decir! Perdonadme la libertad que me he tomado hace un instante, y perdonad si os he confundido, no era mi intención. Siempre me cuesta recordar que aquí tenemos una medida de las expectativas y del tiempo sustancialmente más extensa.

Ígur estuvo en un tris de aprovechar una en apariencia tan buena disposición para preguntar por sus amigos desaparecidos, pero tras la máscara oracular se podían ocultar muchos venenos, y además el resultado de su interés por Fei no invitaba a extender investigaciones a otros, así es que abrevió su despedida al Maestro de Ceremonias, y una vez en la calle quiso sentir que algo positivo volvía a sus propósitos.

De una inquietud a otra, incapaz de continuar preguntando por Debrel, sin querer saber si Fei estaba viva o muerta, incapaz de esperar pasivo las consecuencias de haber sido cogido de visita en un refugio rebelde, Ígur había ido a parar a la nostalgia, y de allí al origen que, por desgracia, tampoco lo desconectaba del incierto presente; porque de todos los desaparecidos, el Magisterpraedi Omolpus parecía ser el menos conflictivo y quizá el único que, si estaba vivo y conseguía encontrarlo, le podía proporcionar información y, tal vez, sosiego. En el helicóptero que lo conducía a Cruiaña, Ígur intentaba vanamente reconstruir el camino de las ilusiones, de lo que había esperado y deseado hacía un año escaso, cuando combatió para ir a Gorhgró; pero los caminos inversos son engañosos, y nada más engañoso que la ilusión de que todo lo que había pasado durante aquel tiempo se tornaba insignificante y pequeño, tanto como ignoto y desmesurado había sido en el deseo desde su tierra natal.

La llegada del Invicto Caballero de Capilla Vencedor del Ultimo Laberinto originó una pequeña conmoción en un lugar como Cruiaña, donde de tan acostumbrados como estaban a hacerse creer a sí mismos que nunca pasaba nada, cuando algo los apartaba de la rutina se obligaban a magnificarlo hasta proporciones ridículas. Ígur se vio rodeado de una pompa que le pareció más destinada a complacer a los reverenciadores que al reverenciado y, en todo caso, el desinterés que le producía le llevó a recordar, con más amargura que benevolencia, hasta qué punto en tiempos pasados lo había llegado a anhelar, y en qué medida a prever. La adulación empezó en el mismo heliopuerto, y aumentó de camino a la Mayoría, donde Ígur se sintió observado como una rareza de circo hasta el extremo de desear no haberse puesto las insignias de la Capilla, la cadena con el sello, la pistola láser y la espada, atributos que, más tarde, ya dentro del edificio de la Mayoría, se revelaron de una cierta utilidad. El Mayor era el típico dignatario de provincia alejada que se abandona a la tendencia de creerse el dueño absoluto de un ombligo particular del mundo, y cualquier uniforme brillante llegado de fuera le despertaba a la realidad con una sumisión en pugna permanente y manifiesta con la imprescindible necesidad de aguantar el tipo ante los suyos.

– La ciudad de Cruiaña, a través de esta Mayoría que me honro en presidir -dijo, escuchándose ampulosamente-, os da la bienvenida y os expresa la gran satisfacción y el honor que vuestra presencia despierta en el corazón de sus ciudadanos.

Ígur hizo una inclinación; el acto era público, y se esforzó para que la impaciencia por una conversación privada con el Mayor no se adivinase en su actitud. La recepción, con discursos y ramos de flores, duró una hora y media, a cuyo término fue fotografiado y filmado besando a dos niñas de tres o cuatro años que le hicieron ofrenda de los emblemas de la villa y de un enésimo ramillete de rosas blancas. Por fin, el Mayor lo recibió en privado en su despacho.

– Vuestras atenciones me han llenado de satisfacción -mintió Ígur-. Si me fuera permitido abusar de vuestra benevolencia, quisiera que me permitierais hacer una visita al Magisterpraedi Omolpus.

El Mayor sonrió como si esperase la petición.

– El Magisterpraedi ya no vive aquí. Se retiró antes del verano al palacio de su familia en Suf. Puedo poner un transporte a vuestra disposición cuando queráis.

– ¿Puedo saber las circunstancias en que decidió retirarse?

El Mayor estaba incómodo, pero no dejaba de sonreír.

– En realidad más que una decisión, en fin, se puede decir que fue…

– ¿Qué? -insistió Ígur, y el gobernante esbozó un gesto de desesperanza.

– De cualquier forma pronto lo sabréis. La salud del Magisterpraedi no es demasiado buena.

Ígur era un saco de sospechas.

– ¿Había recibido alguna visita significativa?

– No, no, en absoluto -dijo el Mayor con una vehemencia que lo traicionó.

– El Fidai Milana ha estado aquí, ¿no es verdad?

– No, Caballero, os equivocáis, la última vez que el Caballero Milana estuvo aquí fue… no lo recuerdo, pero hizo como vos, una vez fue Caballero de Preludio no se le ha visto más.

– ¿Seguro que no?

Ígur miró por la ventana. El último término de montañas nevadas y neblinosas profundizaba el margen de tejados alterosos y frondosidades oscuras.

– Caballero, si queréis ir al Palacio Omolpus, mañana mismo a primera hora, con el transporte más rápido mis hombres os conducirán sin falta; pero os he de rogar algo, digamos, personal, ¿me entendéis? No es conveniente que hagáis indagaciones acerca del Caballero Milana en Cruiaña. Me gustaría podéroslo explicar, pero es un asunto que compromete el buen nombre de cierta institución privada en relación a nuestra ciudad…

– Los negocios del Fidai Milana no me interesan. Quiero partir hacia Suf ahora mismo.

– ¿Ahora mismo. Caballero? Imposible, hay dos horas de camino y el puente viejo se ha hundido… Imposible, Caballero, y lo lamento profundamente. Si estáis de acuerdo, podréis partir a las cinco de la mañana.

Los ojos de Ígur se perdieron por los grandes bosques de alta montaña que llenaban todo el terreno entre las cordilleras y la villa. Sentía una vaciadora sensación de empobrecimiento, de estar perdiendo algo irrecuperable; miró aquel despacho lujoso y con detalles de abandono; no es que allí se hubiera detenido el tiempo, sino al contrario, el tiempo actuaba contra toda noble belleza que pudiera contener un hombre o una comunidad, el tiempo sólo alimentaba lo que no sabía cómo expresar y que se manifestaba en el olvido y en la tristeza.

– De acuerdo -dijo.

Después de una vuelta por Cruiaña, pretendiendo inútilmente que fuera de incógnito, que le sirvió una vez más para comprobar que todos los cambios de las ciudades son para peor, de haber aplastado un insomnio recalcitrante por las horas de una cama incómoda en una habitación pretenciosa, Ígur partió hacia Suf con el transporte que el Mayor había puesto a su disposición, con un conductor, un Teniente de la Guardia de la Mayoría y dos soldados de escolta.

Suf era, más que un pueblo, un conjunto de casas y granjas de animales al pie de un peñón ocupado por el Castillo Omolpus, desde donde se dominaba un fastuoso abanico de montañas, con la visión culminante, según decían sus habitantes, del Gran Arturo los días excepcionalmente claros. A las ocho de la mañana llegaron, y el Teniente se ocupó de las gestiones protocolarias con los criados del castillo, a continuación de las cuales los recibió un Camarlengo.

– Bienvenido seáis, Caballero Neblí -dijo-. ¿A qué se debe el honor de vuestra visita?

– He venido para ver a mi maestro, el Magisterpraedi Omolpus.