Ígur miró a Sadó, y ella no dejó de sonreír, como si la escena de la noche anterior nunca se hubiera producido.
– ¿Y los hombres, cómo progresan? -preguntó Neder Rist.
– Los hombres no progresan, sobreviven -dijo Boris, y Mongrius se sumó al grupo; cuando vio a Ígur tuvo un gesto de sorpresa, y con una señal lo llamó aparte.
– ¿Qué haces aquí? -dijo, procurando que nadie los oyera; en pocas palabras Ígur le explicó la situación, y Mongrius no lo dejó acabar-: Has caído en una trampa -miró atrás-; la Conti seguro que actúa de buena fe, pero la han utilizado para atraerte, y tampoco debía poder escoger; lo que me extraña es que no te hayas dado cuenta.
Ígur se encogió de hombros.
– Pero Fei…
– Olvídate de Fei, contigo o sin ti está perdida. -Echó una ojeada general a la Sala, que ya estaba llena a rebosar-. Tendrías que salir de aquí, pero no veo cómo.
– Si es como dices, tendría que matar a muchos para salir -dijo Ígur-. ¿Y todo eso se sabe en la Equemitía?
– ¿Cómo te crees que lo sé? -se sorprendió Mongrius-. Desde que no le has completado el Informe, Bruijma ha notificado a todas las partes interesadas que se desentiende de ti -bajó aún más la voz-, y parece ser que ahora investigan cierta conexión entre La Muta y un sector de los Astreos; hasta ahora tus errores habían pasado por alto, pero todo se hará confluir para convertirte en chivo expiatorio, ejemplo para temerarios, individualistas y aventureros… ¡El vencedor del Laberinto, corrompido sin paliativos!
– Comprendo que después del asunto del refugio me relacionen con los Astreos, pero con La Muta…
– Parece ser que Debrel te envió al cuartel general de La Muta en Bracaberbría…
– Si no hubo ninguna acción política…
– Por tu parte quizá no, pero ¿y Silamo?
Ígur se quedó desconcertado.
– ¿A Silamo lo han cogido?
Mongrius lo miró con lástima.
– Silamo está mejor situado que nunca, y te ha colgado a ti el contacto con La Muta.
Ígur se sintió en parte aliviado; será la venganza por haberle querido estafar su parte de los Protocolos de Entrada del Laberinto, pensó.
Por la puerta principal y, abriéndose paso entre el abarrotamiento, entró, precedido de un nuevo pelotón de la Guardia Imperial, un cortejo cuya posición principal ocupaba el Duque Constanz flanqueado por Sari Milana, que buscaba con la mirada entre los asistentes hasta que descubrió a Ígur y se complació con una sonrisa de provocación y deleite. La comitiva fue hasta la mesa principal, y se sentaron en el centro, en asientos dominantes; no había megafonía ni orquesta, y la naturaleza del espectáculo, por lo menos el estilo, era una incógnita. Ígur se mantenía en segundo término, a unos diez metros de la presidencia, y cuando Madame Conti se acercó a ellos, Boris la detuvo y mantuvieron una larga discusión en voz baja, de la que la expresión forzadamente distendida no podía ocultar la violencia del contenido. Entre tanto, el Duque Constanz se puso en pie y se dirigió al público, que se replegó en un silencio aceptable para escucharlo.
– Damas y Caballeros -dijo-, nobles, dignatarios, funcionarios y rentistas: es de todos conocida, y por todos querida, la naturaleza primordialmente lúdica de lo que nos complacemos en llamar los Palacios Privados de Expansión, entre los cuales por méritos propios figura en lugar destacado éste que tan brillantemente regenta nuestra insustituible amiga Isabel Conti -él y la Anfitriona intercambiaron una breve inclinación de cabeza-, y es por eso que hoy debemos felicitarnos por la inclusión en su calendario de un acto que por importancia y por significado trasciende ampliamente las dimensiones habituales de sus actividades; se trata de una conjunción en que pasión y azar tienen que jugar a partes iguales contra, o a favor, de voluntad y justicia, se trata, en definitiva, de la última esencia del Juego -en ese momento Ígur vio cómo Sadó se acercaba a Milana, e iniciaban un intercambio de gestos y palabras al oído que él encontró insoportablemente turbio-, de la esencia última de la dimensión trasponedora del espectáculo, no estrictamente de la catarsis, porque esperamos que la dimensión moral supere los límites formales de la convención escénica, y las intenciones de la mente receptiva incluyan la acción -se abrieron las puertas y entró una segunda comitiva formada por cuatro músicos, dos siringas, un octavín y un tamborilero y, sobre una litera de brazos dorados con esmaltes incrustados, con cuatro portores enmascarados, unas siamesas pelirrojas no mayores de doce años, y encaramada entre las dos, una tercera actriz, de la misma edad, de raza negra, y albina-, y con la acción, como querían los antiguos, ¡el último avatar de la justicia! -cuando la comitiva llegó al catafalco, los portores dejaron en el suelo la litera y metódicamente retiraron el raso negro que lo cubría-, ¡la última dimensión moral que con la abolición de contrarios y la separación de conjurados abrirá a la verdad los corazones que, pudiendo saber cuánto vale, no precisan preguntarse el porqué!
– ¡Y menos aún si pueden pagarlo! -contestó alguien del público.
– ¡Ciertamente! -Y bajo la tela se descubría lentamente el mecanismo de un gran potro quirúrgico en cuyo interior se apreciaba un cuerpo echado-, y ésta es su expresión final -Constanz lo señaló con energía-, ¡la última batalla de la Reina de los Dos Corazones!
Ígur dio un salto hacia adelante, la multitud soltó un chillido; el potro quirúrgico era un aparato de sección envolvente aproximadamente cuadrada, de unos dos metros de arista, y poco menos de cuatro y medio de largo, y en el centro, entre un bosque de mangueras y tubos de materiales y medidas diversas, luces verdes intermitentes, focos, ruedas, cadenas de transmisión y brazos mecánicos acabados en pinzas y jeringuillas, Fei yacía en el centro boca arriba con los brazos y las piernas estiradas, atada y pinzada, entubada y clavada; los portores, convertidos en operarios, manipulaban el aparato, y las siamesas, subidas a una pequeña plataforma encima del potro, justo sobre Fei, bailaban al sonido áspero y sincopado de la flautería; en una segunda plataforma más elevada, la negra albina iniciaba un número de contorsión. Ígur dio un paso.
– No te muevas -dijo Mongrius apretándole el brazo, pero el otro ni lo oyó.
Milana tenía una mano en el escote de Sadó, y miraba a Ígur riendo; Constanz estaba pendiente del público, la Conti y Boris habían desaparecido, Rist y Cotom estaban en primera fila, y Rufinus tomó la batuta del espectáculo.
– Vean señores, el canto del diálogo -señaló a las siamesas, que recién despojadas de capas negras, llevaban tan sólo máscaras en forma de alas egipcíacas, igual que el cabezal de la litera, una dorada y la otra verde esmeralda, y unidas por la pelvis, alternaban rítmicamente la postura erguida de una con la voltereta de la otra; más arriba, la contorsionista albina se desabrochaba los botones con los dientes y se desataba los nudos con la lengua, hasta que, desnuda por completo, exhibía una profusión de cánulas y múltiples conexiones entre sus orificios-, el fuego de Eligia y la oscuridad frondosa de Dulita, señores, Jónea y Dairi en la vida real -pero los ojos de Ígur permanecían clavados en el cuerpo inmóvil de Fei, y Mongrius apenas lo podía retener-, y más allá de Eligía y Dulita, el plano de la igualdad y la espada de la distinción, y la confusión que posibilita el placer de todo despiece, señores, ¡el triunfo de la razón! -Y dos operarios treparon a la segunda plataforma para conectar cánulas y agujas a los brazaletes quirúrgicos de las muñecas y los tobillos de la contorsionista, quien aguantándose con las manos y con la cabeza entre las piernas, aspiraba un puro por la vagina y expelía el humo por el ano, mientras las siamesas se contorsionaban mutuamente hasta formar una estudiada bola de carne de brazos y piernas, mucosas en primer término.
– Suéltame -dijo Ígur a Mongrius.
– No te muevas ni un milímetro -dijo el otro-. ¿No ves que todos están pendientes de ti?
– ¡La mangosta y la serpiente parecerían más iguales que Jónea y Dairi si pudieran traspasar las apariencias! -proclamaba el Comisario de Juegos, y los ojos de Ígur estaban clavados en el cuerpo yaciente en X de Fei, llena de drogas y de insomnio, en aquella carne iridiscente de palidez y de tensas transparencias mórbidas, casi sin sangre, cuajo nacarado de succiones subcutáneas, gelatina lila helada y brillante-. Vean señores cómo el odio no es más que presencia, y la separación no será nada más que el paso del tiempo -indiferente a las miradas del Duque, de Milana y de Rist y Cotom, Ígur continuaba pendiente de Fei, de aquellos pezones, ya del morado oscuro de la exanguación final, atravesados por una sola aguja transversal que la mantenía tirante y colgada, de los enormes enemas por la vagina y por el ano que rítmicamente extraían humores sanguinolentos y hasta algún sedimento de viscera que, aspirados, ascendían por los tubos de goma trasparente hasta la contorsionista, del anillo craneal con conexiones hipodérmicas ortopédicas de oído, de carótida, de nariz y boca, los ojos sustituidos por grandiosos mecanismos por los que transitaban monstruosas translucideces amarillentas, la cabeza hacia atrás, objeto de sobrecogedoras modificaciones, el cabello desaparecido tras el hierro y el desollamiento, la boca con todo el horror de la tensión del primer plano, dientes y encías adorados por la luz, confundidos piel y metal, prótesis y gangrena confundidas, confundida la respiración con los efectos de dispositivos de trastorno-. ¡Vean la furia individuadora del mecanismo perceptivo, vean cómo tan sólo el camino de la sangre lleva a la propiedad, y sin propiedad no hay individuo, véanlo, señores! -y Sadó se abrazaba a Milana, y con la risa de la pasión y la indiferencia, ajena al espectáculo le besaba el cuello mientras Ígur, varado en caprichos del pensamiento ('la cortesana se ha convertido en heroína cuando la dama ha resultado ser una cortesana'), se debatía por deducir el mecanismo de los sensores del potro quirúrgico en las pantallas hexagonales de cuarzo líquido en ojos de mosca, del estilete al extremo de una masa de tres toneladas que colgaba del techo justo sobre el sexo de Fei, que en ese momento se mostraba hipodérmicamente abierto en estrella, de la cuchilla semicircular que le apuntaba al cuello, los zumbidos y las intermitencias de los pilotos de luz roja, y cuando la contorsionista se introducía en boca, nariz, ano y vagina telescopios brillantes de tamaño increíble, y los humos y los sueros aspirados por uno, a chorro los proyectaba por los otros ('¡está llena de canales!', chilló alguien del público), el Comisario elevó el tono de voz-: Vean, señores, la ascensión de los humores, el prodigioso control de diafragmas y esfínteres, la sublime llegada de la sangre a las estrellas -y la contorsionista, con una potente aspiración abdominal, extrajo de los drenajes del potro de Fei humores mezclados hasra colmar los propios circuitos, y un mecanismo de válvulas la cerró herméticamente cuando toda ella, venas, estómago y pulmones, estaba llena al máximo-, vean el desenlace de Eligía y Dulita, la manifestación del acuerdo de la fuerza -y Jónea se sacó una daga minúscula de la máscara y le asestó tres puñaladas al corazón de Dairi, que se estremeció como una hoja; la sangre brotaba por la plataforma hasta el cuerpo de Fei, y el iluminador se centró en ella.