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– Nada de ayuda directa -dijo el Duque.

Una multitud de mujeres en pleno rubor lúbrico se estrellaba contra los cuerpos de los Guardias y, en medio de la humareda del tabaco, los inciensos y los ambientadores, se despechugaban mirando a Ígur, sacaban la lengua y la hacían temblar, se tocaban abiertas de piernas, con los ojos extraviados se agitaban en oscilaciones obscenas.

– ¡A ras! -rugía el público-. ¡Que empiece el crono!

La Conti se adelantó.

– Un momento -dijo con voz autoritaria-. Esta es mi casa, y no consentiré que se juegue frivolamente con la sangre del vencedor del Laberinto.

Ígur se situó en el potro en la posición indicada, preparado para colocarse las correas, se quitó la chaqueta y se desabrochó los pantalones sin quitarse el cinturón. La visión de su sexo y la evolución de su estímulo enardecieron al público.

– Señora -dijo Constanz con gran amabilidad-, me temo que la situación escape a vuestra prerrogativa. El Caballero ha adquirido un compromiso ineludible.

– ¿Ineludible? -replicó la Conti-. No se considera compromiso a lo que proviene de un condicionante imperativo; la Ley de Juegos dice que no hay compromiso si las partes no han participado en la elección de los términos. Por más que el Caballero haya cometido un error, si es que lo ha cometido, cosa que yo veo por otra parte discutible, eso no lo pone en vuestras manos, y aún menos en estos términos.

Ígur miró a Sadó, y ella ni miraba el espectáculo. Ella no paraba de reírse.

– El Caballero -intervino el Comisario- disfruta de un privilegio; ¿quizá preferiríais dejar el desenlace a un Juego de azar completo? Es lo que la Ley prescribe para los traidores.

– ¿Porque los hechos le han conducido más allá de las propias intenciones se le considera un traidor? -dijo Madame Conti; Ígur se mantenía inmóvil en el potro quirúrgico, el sexo ya completamente erecto-. ¿Qué tiene eso de inhumano? ¿Quién no se reconoce en ello, aunque sea en una mínima proporción? El mundo lo han hecho los traidores y no los Príncipes, según vos.

– ¡Viva el Emperador y muera la Conti! -gritó alguien del público.

– Señora -dijo Constanz-, no conocía vuestras inclinaciones filosóficas, y me gustaría profundizar en ellas en otra ocasión, pero lo que ahora nos ocupa es un designio público. Ciertamente, estamos en vuestra casa y tenéis ciertas prerrogativas; ¿queréis que se lean los cargos contra el Caballero Neblí?

Ígur buscó con la mirada a Sadó y Milana, pero no estaban donde los tenía localizados, y no los vio en ningún otro sitio.

– Duque -dijo ella-, saber de la existencia de cargos concretos nunca ha significado…

– Silencio, Señora -la interrumpió el Duque-. Por el aprecio que me inspiráis, no quiero oír la continuación de un razonamiento que obligaría a nuestro amigo -señaló al Comisario- a modificar los movimientos de la jugada.

– No es necesario -dijo Ígur-; satisfaré todas vuestras expectativas.

– ¿Qué pasa. Duque -dijo la Conti-, habéis olvidado vuestro orgullo, el menosprecio por el hombre justo? -Soltó una carcajada-. Los Astreos os acogerían con mucho gusto si supieran que sois tan buen defensor de principios. ¿Qué pasa con el Caballero Neblí? ¿A qué Príncipe molesta, además de no servir para nada más a Bruijma?

En ese momento la maquinaria colgada sobre el cuerpo de Fei emitió un pitido continuo, y un pequeño foco rojo intermitente inició una serie de oscilaciones circulares aparentemente caprichosas. Todo el mundo calló, pendiente de los indicadores. Perforada hasta la simbiosis mortal, Fei acababa de morir, y lentamente la cuchilla descendió de su posición, y con la inexorable, insólita suavidad de un paquebote que desamarra, le cortó la cabeza.

– Esto zanja la cuestión -dijo el Comisario de Juegos, e hizo ademán de retirarse.

– Tal vez no -lo detuvo el Duque-; el Juego ha comenzado, y el honor del Caballero no depende de la muerte de la condenada.

– ¡Qué homenaje para la Reina Negra! -chilló Rist, viendo cómo, comenzando por los pies, el potro descuartizaba los miembros de Fei y, ya absorbidas las vísceras, separaba pulcramente músculos, nervios, piel y hueso, y entonó-: Mein Herze schwimmt im Blut…

Ígur se sintió de repente como si despertase de una hipnosis; el seccionamiento no había producido el menor cambio en la fisonomía de Fei. Nada de sangre, ni el más leve salto del último nervio, ninguna evolución cromática. En un instante desempalmado, en un instante abrochado, Ígur sentía todos los hielos en su interior; desprecia a los demás como a ti mismo, pensó sin alternativa.

– Me gustaría -se dirigió a Constanz- continuar la conversación sin la presencia de vuestra Guardia.

– ¡Será posible! ¿Qué significa eso? -dijo el Duque-. Ya lo habéis oído: ¡amenaza a la autoridad, burla de las reglas, escarnio en público, alteración del Juego! Caballero Neblí, lo tenéis claro. El Juego está vivo, pero en lugar de un intervalo de dos segundos entre ocho, dispondréis de uno entre trece -comprobó de una ojeada el grado de desollamiento facial de Fei, y se dirigió a los operarios-: ¡detened el troceado! -y, de nuevo a Ígur-: Yo de vos me daría prisa antes de que la condenada se enfríe.

– ¡Tanto le da, el Caballero es necrófilo! -dijo Boris.

– ¡Basta! -gritó la Conti-. Permitidme recordaros. Duque, que no estáis aquí como Comisionado Imperial, y vuestra jurisdicción no llega a las modalidades duras del cálculo sentencial.

El Duque saltó hacia adelante y habló en voz baja con el Jefe de la Guardia.

– Señora -dijo Ígur-, no os busquéis problemas por causas perdidas. Permitid que resuelva la cuestión a mi manera -se dirigió al Duque-, y puesto que ya no está en juego la vida de nadie salvo la del simple Caballero que os habla, sugiero a la autoridad pertinente que me libere de la pérdida de tiempo de proporcionar una distracción inútil a un público tan distinguido que merece espectáculos más auténticos -hubo silbidos y pataleos entre la concurrencia-, y me haga la bondad de acabar esta situación de forma tan expeditiva como crea conveniente, si ha de ser con brevedad.

– ¡Perfecto! -dijo el Duque-. El Caballero no le teme a nada.

– ¡Sáltales al cuello, Ígur! -gritó alguien del público-. ¡No tienes nada que perder!

Ígur había perdido las armas. Oscilaba entre la indiferencia hacia sí mismo y el vértigo de la venganza.

– Quien nunca ha tenido la cabeza sobre los hombros no debe preocuparse por dejar de tenerla físicamente -dijo Deiri Cotom.

Se hizo un silencio helado. Ígur miró al enano, le recordó aquel día que trepaba por el cuerpo esplendoroso de Fei; de Fei viva. Miró, entre los metales, los tubos y las correas, las piezas de carne y la disposición de los huesos desnudos en triángulos, cuadrados y pentágonos, y tan sólo en los dedos, ensamblados intactos a los vértices de estas últimas figuras, reconocibles los rasgos de la inolvidable Reina que había sido.

Miró a la gente, pero no vio a nadie. Sólo al Duque, en primer término, y después un sinfín de furias: El Comisario, Milana, Sadó; Omolpus, Debrel, Guipria; Bruijma, Noldera, Lamborga, Allenair, la burla final de Arktofilax.

– ¡Traidor! -se oyó desde la oscuridad colectiva.

Ígur lo tuvo claro; no hay de qué huir, todo es identidad, todo es triunfo. Nunca se había sentido tan fuerte, tan seguro de la magnificencia de su superioridad. Como un relámpago se volvió hacia el Guardia que tenía al lado, que jamás podría volver a comprobar tan de cerca los efectos de la respiración del Fidai, y de un solo movimiento lo derribó y le quitó el fusil láser.

– ¡Fuego! -chilló el Jefe de la Guardia.

Ígur dio un salto atrás a la vez que siete u ocho le disparaban; una docena de espectadores cayeron al suelo, unos abatidos por Ígur, otros por los fusiles de la Guardia.

– ¡Deteneos! -gritó la Conti-. ¡La sala está llena de civiles!

Una oleada de pánico abrió un claro en torno a Ígur y a los Guardias que tenía delante; los reflujos del público formaban bolsas de chillidos en los amontonamientos imprevistos; Ígur se abrió paso con el fusil hasta la puerta en pocos segundos, y la misma extraña altivez que parecía protegerlo de los tiros, era como si guiase contra los adversarios mejor situados y peligrosos el prodigioso acierto de su fusil.

– ¡Que no salga de aquí! -ordenó desesperado el Jefe de la Guardia.

Perseguido por veinticuatro, Ígur cruzó los pasillos del Palacio Conti como no había imaginado nunca que tuviera que hacerlo. En cada vestíbulo, el encuentro con los Guardias apostados se resolvía con un enfrentamiento fulgurante, y cuatro Imperiales más agonizando en las alfombras; en un instante cara a cara con uno de ellos creyó reconocer al amante nocturno de Sadó; cayó de un tiro entre los ojos.

Finalmente, en la Puerta de los Cocineros, la camarera que en tan buenas horas lo había acogido lo recibió con una admirable presencia de ánimo.

– Por aquí, Caballero -lo guió-. El Puente está libre, pero la Guardia ha tomado las calles de las islas contiguas, id con cuidado a partir de la segunda bifurcación.

– Volveré antes de lo que crees -dijo él después de besarla.

– Adiós, Caballero -murmuró ella con tristeza.

No tuvo que esperar a llegar a ninguna bifurcación, porque en el mismo centro del Puente de los Cocineros la Guardia ya acosaba a Ígur procedente de diversos accesos del Palacio Conti. Al que tiene que matar para huir, se le han acabado los cálculos estratégicos; aun así, la luna de Gorhgró teñía para Ígur los horizontes urbanos de una belleza extrañamente estática. Ora perseguido, ora acorralado, ora entre dos fuegos, el Invicto Entrador del Laberinto huyó por esas calles, hacia el Sudeste, por los brazos del Sarca y después remontándolo, y otra vez hacia el Este con un transporte que le proporcionó un reposo momentáneo; pero sabía que en ese momento era el tercer hombre más buscado del Imperio, tras Jarfrak y el Príncipe de La Valaira, y dedicó el respiro a decidir un lugar adonde ir. Cambió tres veces de transporte, y eran las cinco de la mañana y se le había hecho cortísimo cuando se dirigió a la residencia de Mongrius.