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– Ya me imaginaba que vendrías -dijo Mongrius, despierto y vestido-; pasa, aquí todo está tranquilo. ¿Los has despistado? -Ígur se encogió de hombros-. No importa, tenemos que darnos prisa, porque tarde o temprano vendrán a buscarte aquí.

– No quisiera comprometerte.

– No pienses en eso. ¿Qué necesitas?

– Quiero saber qué cargos han codificado contra mí. -Mongrius lo miró desconcertado-. Ya sé que una vez los hayas pedido tendremos a la Guardia encima en un momento, pero si no me encuentran aquí a ti no te pueden acusar de nada.

Mongrius operó con el Cuantificador, y la pantalla se iluminó.

«Cargos mayores contra el Caballero de Capilla Ígur Neblí de Cruiaña: /I- Contacto con la organización clandestina La Muta en Bracaberbría, Código 214 Artículo 815. //2- Connivencia con la rebelde Astrea Feiania Morani, Código 214 Artículo 880. //3- Contacto de las dos actuaciones anteriores. Código 214 Artículos 793 y 800. //4- Asesinato en primer grado de Artim Beremolkas y Virti Meneci, Caballero de Capilla, Código 12 Artículos 1 y 253. //5- Omisión perversa de la Orden X-320 de la Equemitía de Recursos Primordiales, Código 464 Artículo 86.»

– ¿Quieres también los cargos menores? -preguntó Mongrius.

– No hace falta -dijo Ígur, divertido al ver la importancia que la Hegemonía concedía al Informe del Laberinto-, Ahora entiendo la orden de la Equemitía; sabían que no lo haría, todo era una trampa.

Pobre Debrel, lo habrán hecho desaparecer igualmente.

– ¿Qué dices?

– No tiene importancia.

Se hizo un silencio siniestro.

– ¿Qué harás?

– Intentaré llegar a Lauriayan -dijo Ígur, pensando en si se podía fiar de Mongrius.

– Olvida los heliopuertos.

– Quizá por mar, en un mercante.

Se oyó un ruido. Ígur se puso en pie de un salto, con el arma a punto. Clareaba, y todo lo apagaba un azul terrible. Llamaron a los timbres de abajo.

– Sal por detrás -dijo Mongrius-. No te preocupes por mí, me acogeré a la hermandad de la Capilla.

Dos puertas más allá avanzaban ruidos de puertas reventadas. Ígur salió por el pasillo de servicio, y aún pudo oír la discusión entre Mongrius y la Guardia; en la calle se topó con media docena de cara, y sin testigos los abatió en diez segundos, pero atraídos por la algarabía aparecieron más, y se encontró de nuevo colgado del exterior de los transportes, perseguido por los acantilados urbanos, sin suelo bajo sus pies, perdiéndose como el aullido de un animal en la veloz, inacabablemente horizontal y dilatada aurora de la vasta turbulencia de Gorhgró.

XVII

Por el soborno Ígur llegó hasta Turudia, por la extrema amenaza física culminada en secuestro hasta medio camino de Breia, por el robo de transporte hasta las afueras de la ciudad. En el puerto de Breía se hizo con nuevo armamento (del viejo tan sólo conservaba la daga del maestro armero de Sur), lo depositó en la consigna electrónica, y vestido de operario se informó sobre los mercantes; al final del día se imponía una decisión sobre la oferta: tantos barcos como quisiera para Bunia, Aleña y Eraji, no tantos para las Jéiales, y hasta la semana siguiente para Ankmar. Se arrepentía de no haberse arriesgado a llegar directamente a Eraji por el Lago de Beomia, pero ya no se podía hacer nada; optó por el primer barco hacia el Sur, que partía aquella misma noche hacia Rocup, la más próxima de las Jétales, y segunda en extensión. Una vez a bordo, el respeto temeroso manifestado en recelo hostil que despertaban en la tripulación las armas de Caballero (el sello y las insignias las llevaba ocultas) lo recluyeron en un silencio apartado y arisco.

¿Por qué, realmente? ¿Cuál había sido el exceso, la desmesura de su ambición? Exceso, imposible; ¿entonces, por qué carencia? ¿Era, por otra parte, ésa la situación deseada cuando llegó a Gorhgró hacía poco menos de un año? ¿Era la constatación práctica de que la realización personal tiene poca relación con el servicio a la comunidad lo que lo había convertido en un personaje tan incómodo para el Imperio? Bienestar a cambio de fe, o por lo menos de silencio, ése era el trato, comedia aceptada sin trampas demasiado ostensibles. Y su actitud les había resultado ambiciosa hasta el punto de considerarlo un traidor. (¡Pero si mi ambición era tan sólo moral!, pensó más adelante. ¿O tal vez era precisamente ése el problema? ¿La ingenuidad moral llevada a la práctica es la gran enfermedad social?). No era, por tanto, la eliminación de un residuo, sino de una incomodidad germinal que, caso de permitir que se manifestase, podría conducir quién sabe a qué heroificaciones nefastas. ¿Acaso se trataba de propiciar la aparición de un mito, y, como una criatura malcriada que no sabe qué quiere, Ígur se resistía a ello? ¿Tal vez, históricamente, sus enemigos eran sus valedores, como, quién sabe, lo habían sido de Arktofílax?

– ¿El Caballero Ígur Neblí? -se le encaró el Contramaestre.

– Soy yo -respondió, con la mano en la pistola preparado para abrir fuego a la primera intimidación.

– No os preocupéis, Caballero -dijo el Contramaestre, y le mostró las enseñas negras de los nobles Astreos-. Hemos recibido una comunicación advirtiéndonos de vuestra posible presencia en el puerto de Breia. No os preocupéis, en Rocup buscaremos el muelle menos vigilado -Ígur lo miraba con desconfianza-, y si lo vemos problemático pensaremos una manera discreta de haceros desembarcar.

Al cabo de pocas horas, ya la costa de la isla a la vista con las primeras luces del alba, un Suboficial se dirigió a Ígur.

– El Nostramo os ruega que vayáis a su despacho.

El Contramaestre lo recibió manipulando el Cuantifícador.

– Caballero, imagino que tenéis intención de continuar hacia el Sur.

Ígur se sentía incómodo.

– Aún no lo sé.

El otro notó la falsedad del terreno que pisaba.

– Estoy en condiciones de ofreceros un barco hasta Nirca.

Era la isla principal del archipiélago, y también la más meridional; Ígur no disponía de mejor alternativa, y tan inseguro estaría en manos de aquel hombre como en las de cualquier otro.

– De acuerdo -dijo.

Los muelles estaban más llenos de Guardias Imperiales que en una parada militar, y el paso de un barco al otro se hizo fuera de puerto, pero justo cuando Ígur acababa de pisar la cubierta del nuevo transporte, apareció a toda velocidad el guardacostas. Pocas cosas podían pasar peores que ser pillado con un rebelde a bordo, así es que el Capitán optó por dar media vuelta y adentrarse mar abierto a toda máquina, acosado por el guardacostas; enseguida se vio que los perseguidores reducían terreno, y una vez ganada cierta distancia empezaron a disparar; cuando se resguardaba tras los contenedores de cubierta, Ígur se vio apuntado por un Oficial.

– Saltad por la borda ahora mismo.

– ¿Qué decís? -la costa estaba ya a una distancia considerable.

– Ya me habéis oído. ¡Abajo!

Ígur no se movía, y el Oficial disparó; Ígur saltó a un lado, y antes del segundo tiro se lanzó al mar sin siquiera rozar la baranda, y una vez en el agua se sumergió tan profundamente como pudo, tan preocupado por si el guardacostas lo habría visto como por si, en cualquier caso, le iba a pasar por encima; cuando se le acabó el aire salió a la superficie en medio de la espuma de los dos barcos que se alejaban a toda velocidad; de lejos vio cómo el primero se paraba y permitía al guardacostas que lo abordase y, absurdamente, porque poco podía hacer, estuvo un rato pendiente de si uno u otro retrocedían para buscarlo. No fue así, y después de contemplar cómo ambas embarcaciones desaparecían cada una por su lado, se encontró en medio de un mar negro y encrespado y a una distancia de la costa capaz de desmoralizar a un campeón de natación de fondo. Se desprendió de todas las armas menos de la pistola láser, que podría resultarle útil si se acercaban tiburones, siempre que no fueran muchos, y se puso a nadar hacia la parte de la costa que le parecía recordar como la más deshabitada.

Hacia el mediodía, nublado y con unas olas cada vez más altas y amenazadoras, Ígur entendía a la perfección por qué a ese paraje lo llamaban el Mar de Hierro, y la raza irreductible y recia que tales escenas habían hecho de los Jéiales, y cuando ya empezaba a desesperar de llegar a una tierra que no parecía ni un ápice más cerca que horas antes, apareció un pesquero. Ígur sabía lo difícil que es localizar una cabeza en medio del mar, incluso en el caso de una búsqueda perseverante, y gritó y gesticuló preparado para verlo pasar de largo. Pero hubo suerte, en la cubierta la tripulación en peso estaba en plena recogida de redes, y alguien lo vio y lo subieron a bordo.

Ígur temía que aquella gente se lo imaginase inmerso en una Fonotontina y lo asesinara para cobrar (en un momento dado se le ocurrió que igual lo estaba de verdad, y todas sus peripecias se explicaban a partir de la participación en una Cubierta), pero no pasó nada sospechoso. Con pocas preguntas, con un desinterés que lo tranquilizó, lo desembarcaron en la isla de Estisa, la más próxima a Rocup de las Jéiales menores; la población eran todo pescadores y alcoholeros, y parecía un rincón del mundo olvidado de las vicisitudes del Imperio. Pero la silueta lejana de Tsetofnol, perfectamente visible en el horizonte Norte, recordaba que los destacamentos de Rocup estaban demasiado cerca como para dar la fuga por terminada. Hasta llegar a la periferia del Imperio no podría empezar a estar tranquilo, y al día siguiente Ígur alquiló un pequeño velero sin tripulación y pasó a la contigua isla de Iap, y de allí a Nirca, escala especialmente delicada porque su gran bahía, con dos puertos naturales, era uno de los principales asentamientos de la Armada Imperial. Ígur buscó una playa desierta de la costa Noroeste, y allí abandonó el velero, porque las corrientes y la distancia hasta Lauriayan hacían suicida una travesía de aquella magnitud en una embarcación tan pequeña y con la poca experiencia marinera de Ígur.