– No te fíes demasiado de Lamborga -dijo al ver que no sacaba nada en claro.
– ¿Y ahora adonde vamos? -dijo Ígur; después de un día tan agitado y productivo, no le desagradaba nada la perspectiva de divertirse.
– Directamente al Palacio de Madame Conti. Ya está avisada, y tiene muchas ganas de conocerte. -Y le sonrió, permitiendo que Ígur se imaginase mil y un vericuetos y reticencias de una conversación contractual en torno a él.
El Palacio Conti, magníficamente iluminado toda la noche, destacaba por su inconfundible forma cuadrada provista de torres en los ángulos y una cúpula en el centro, situado sobre una de las islas rocosas que forma el Sarca al dividir su curso en muchos brazos en el tramo que hacia el Sur se aleja de la Falera; la isla en cuestión, bautizada en honor de la señora del Palacio Isla de Ixtar, era la más baja de todas las del entorno, más escarpadas y de alturas similares entre ellas, pero, curiosamente, eso y la piedra y el mármol claros de su construcción en medio de oscuros berrocales le confería un contraste especial, parecido al de una joya resplandeciente insertada en medio de la naturaleza salvaje, que acentuaba la radialidad de sus siete puentes arcados que confluían en ella, notable incluso el más insignificante, por donde se accedía en sentido descendente desde los desfiladeros, por encima de los rápidos más turbulentos del río.
Nevaba y soplaba un viento helado cuando Ígur y Mongrius cruzaron el llamado Puente de los Cocineros, que escarpadamente se encaraba al Palacio en ataque posterior por la fachada Nordeste (en contraposición al Puente de los Príncipes, que mostraba en terreno llano la perspectiva de la fachada noble, la Sudoeste), sin duda, pensó Ígur, en un intento por parte de su amigo de exhibir la familiaridad que le unía a la casa, aunque él, amante de las primeras emociones perdurables, hubiera preferido una entrada más solemne. A pesar de todo, la vitalidad y el lujo del lugar le impresionaron; el acceso tenía una suma de provisionalidad apresurada y brillantez mundana y sensual que congració a Ígur con los días pasados hasta entonces en Gorhgró, más bien áridos y tensos. Una camarera jovencísima, mestiza y casi un palmo más alta que Mongrius, los recibió con una amabilidad exquisita y sutilmente insinuante, y los acompañó a través de un pasillo de luces rosas y espejos hasta un salón grandioso de planta octogonal, sin ninguna abertura al exterior, en cuyo centro se identificaba sin dificultad la cúpula apreciable desde fuera; a Ígur le sorprendió la facilidad con que habían llegado al centro de la edificación. En el salón, donde a pesar de la elevada temperatura no había ni humo ni bochorno, habría unas veinte personas de los dos sexos, algunas de pie y otras sentadas, repartidas en amplios divanes dispuestos en filas enfrentadas o concéntricas. La parte superior estaba rodeada por una galería elevada con arcos y barandilla en maderas preciosas mientras que el centro, bajo la cúpula, tres peldaños más bajo, se veía lleno de grandes cojines de colores con bordados, distribuidos a capricho. Cuando entraron se hizo el silencio, y una mujer de algo más de cuarenta años, alta y espectacularmente peinada y vestida de rojo, se adelantó.
– Madame Isabel Conti -dijo Mongrius con una solemnidad que más que traicionar sugería complicidades pasadas y expectativas juguetonas-, me distingue la satisfacción de presentaros al Caballero de Capilla Ígur Neblí, de Cruiaña, que hoy ha ganado su honor.
Ígur besó la mano de aquella mujer imponente (aunque no tan alta como parecía desde lejos) que le sonreía entre soñadora y socarrona. Todo, en ella, los grandes ojos verdes, la boca grande y perfecta, el escote generoso, las joyas y los aires de reina, era tan brillante, que costaba mirarla a los ojos y mantener la compostura y la cabeza en su lugar.
– Caballero Neblí -dijo con voz potente y gran autoridad-, hemos tenido noticia de la alta proeza de esta tarde, y vuestra presencia significa un honor para esta casa, que podéis considerar vuestra -pronunció lentamente el posesivo- desde ahora mismo.
Ígur echó una rápida ojeada a la estancia. El conjunto de hombres y mujeres parecía un modelo calculado para ilustrar la antigua relación de causa y efecto entre desnudez y atractivo, agitadora de intereses estéticos, desde la sutil transparencia de una parte de la ropa hasta la desnudez completa, enjoyada o maquillada, o el vestido zoomórfico que oculta la cara y el cuerpo a excepción de un miembro significativamente elegido; y los hombres que no formaban parte del activo del Palacio, y que Ígur dudaba entre considerar clientes o invitados, exhibían la insolencia del que ejerce el placer desde la dominación. La iluminación era contrastada entre puntos fríos y fondos cálidos, discontinua y, salvo en el centro, la decoración era una mezcla inhabitual de enredaderas con flores tropicales y damascos, pinturas y esculturas que representaban, algunas con gran realismo y detalle, las más desmesuradas fantasías obscenas, dotadas de una calidad formal que las hacía definitivamente eficaces.
– El honor es mío, Madame -dijo Ígur, y ella miró a la concurrencia con expresión radiante.
– Bien, puesto que ya nos hemos honrado todos, por lo menos de palabra, podemos prescindir del protocolo -alguien rió, y cuando Ígur quiso buscar a Mongrius, había desaparecido-; sentémonos aquí, encantador Caballero, y contadme vuestras impresiones del Combate.
– ¿De qué Combate, Madame? -preguntó, intentando no dejarse llevar por emoción alguna; la mirada de ella era transparente como la de una jovencita, y el surco que formaban sus senos era tan profundo que se hubiera podido esconder una mano en su interior; echó la cabeza a un lado y hacia atrás, levantando las cejas.
– Oh, excusadme, me olvidaba de que los que entran en la Capilla no deben vulgarizar los sentimientos. ¿Os gusta la ciudad? ¿Habéis hecho amistades? ¿Cuántas amantes tenéis? ¿O preferís los hombres? ¿No? -Soltó una magnífica carcajada-… Excusadme otra vez, era una broma. Venid -se levantó y le llevó de la mano-, tanta ropa os debe molestar, ¿no preferís aligeraros? Ya veo que habéis dejado las armas en casa -cada vez hablaba más deprisa, y le hizo un guiño-; ¿no os las habréis dejado todas? Espero que no. -Y soltó una carcajada juguetona.
– Señora, veo que no tengo más remedio que ponerme en vuestras manos y someterme a vuestra sabiduría.
– Ígur -dijo ella, ya en voz más baja para que los demás no la oyeran-, puesto que los sentimientos atienden más al futuro que al pasado, y yo sé que nos espera uno muy bueno, deseo que a partir de ahora no olvides que me llamo Isabel. -Lo sentó entre un grupo de cuatro, y se los presentó-: Ismena y el gestor Dilmau; Rilunda y el dermatógrafo Serránila.
Ismena y Rilunda representaban la una, una cara, los pechos eran los ojos y el sexo la boca, y la otra un pájaro nocturno en pleno vuelo. Ígur tuvo que hacer un esfuerzo para que no le traicionara la fijación de la mirada.
– Así pues -dijo Serránila, un obeso de rasgos arios-, ¿qué tal os va el enamoramiento dentro de la Capilla?
Y soltó una fuerte carcajada.
– No seáis grosero -dijo Madame Conti, y se dirigió a Ígur-: No le des mayor importancia; es lugar común que la comunión de la Capilla, que no la confabulación, culmina en el amor, y la declinación homosexual del Fidai completa en cierta manera su poder.
Ígur la miró fríamente; quizá al cabo de los años toleraría una transgresión así, pero no entonces. Madame Conti se dio cuenta y se rió; él iba a replicar, pero temió excederse.
– ¿Cómo me debiera ir? -le respondió al tal Serránila-; ¿qué respuesta os decepcionaría más?
– No lo sé -dijo el dermatógrafo-; ¿tenéis costumbre de responder de acuerdo a lo que imagináis que espera el interlocutor?
– En un caso como éste, quizá -dijo Ígur, mirando a la Conti; tal vez se había salvado del ridículo de desconocer que una cortesana tan encumbrada como aquélla tenía la prerrogativa de pronunciar la palabra Fidai, si es que eso era así-; si os digo que no lo llevo de ningún modo, ¿quedaré incompleto a vuestros ojos?
– Seguramente -dijo el otro, mirando a las mujeres.
– En ese caso -dijo Ígur, pensando en la forma de salvar la delicia mundana y a la vez su idilio circunstancial, comprensible por otra parte, con el acceso a la Capilla-, tendré que soportar mi heterosexualidad como una carga. -Y miró con ferocidad a la morena Rilunda, que asistía indiferente al debate.
– No exageremos -dijo Madame Conti-; pensar en los placeres como en un problema es la más absurda de las debilidades. -Se levantó y se llevó a Ígur del brazo-. Comprende, amigo mío -le dijo cuando nadie los oía-, que es difícil encontrar a alguien tan respetuoso con las normas como tú y no tentar la magnitud de su fe -rió-; ¡aquí no existe la ley! Puedes denunciar a quien quieras, a mí, por ejemplo, tú mismo puedes castigarme -se metieron por un pasillo-, pero nadie te secundará, puedes apostar lo que quieras. -Ígur quería decir que las leyes no eran códigos causales por cumplimentar, sino principios que cada cual lleva dentro y que conjuran mutuamente un sentido a la vida, cuando ella le señaló una puerta custodiada por dos Guardias uniformados-. ¿Quién dirías que está en esta habitación? -se rió-; más vale que no digas nada. ¿Qué crees que tienes que hacer? -se detuvo-; ¿qué quieres? -Lo miró a los ojos con un dominio tan incuestionable, que Ígur se sintió absorbido por ella. Su experiencia se limitaba a las compañeras y primas de Cruiaña, y allí pisaba inseguridades; Madame Conti lo convertía en transparente con sus ojos, y lo atrajo con suavidad.
– Lo quiero todo -dijo Ígur, y ella le dio un beso en los labios, y se sorprendió a sí mismo degustándolo no como una perversidad más o menos absurda, porque no era ésa la idea que tenía de la situación, sino como una constatación lógica.
– Siéntate aquí -le dijo Madame Conti, introduciéndolo en una estancia solitaria; la pared de enfrente era un cristal, espejo opaco por la otra cara, y en la habitación de al lado había una joven bellísima sentada ante un piano, que por el efecto reflectante no podía verles. Ígur se sentó en una poltrona reclinada, y Madame Conti apagó la luz y se fue.