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– Si lo ha sido, debió de ser antes del Renacimiento Tecnológico -dijo Tibu, que era un gran lector de historia-, y no hay ninguna prueba.

– No, hablo de ahora, de hace pocos años -precisó Ore-, y tengo un plan para descubrirlo -bajó la voz-. Si me pudiera poner en contacto con La Muta, me dirían la verdad.

– ¡No digas barbaridades! -dijo Tibu-. Sabes muy bien que La Muta ha sido aniquilada.

– No lo creo, pero aunque fuera así -se detuvo dubitativo-, que podría ser, intentaría ponerme en contacto con los sectores Astreos de las alas extremas de la antigua clandestinidad; el Laberinto de Gorhgró tenía que ser cosa de ellos, sin ningún género de duda.

– ¿Te das cuenta de que eso equivale a conspirar contra el Hegémono? -sonrió-. Claro que te das cuenta; pero no hace falta que te preocupes por la Administración, los propios Astreos te matarán en cuanto levantes la cabeza. ¿No sabes que lo que más detestan los conversos es que les recuerden el pasado? -Se hizo un silencio-. ¿Cómo piensas hacerlo?

Ore sentía cómo los chichones de la tristeza se le resquebrajaban, y no sabía qué iba a supurar de ellos.

– Mañana hay un transporte de material a las Cavas; el control está en manos de los expertos, y si las cosas son tal y como creo, alguno habrá del sector negro de los Astreos. La operación se hará de noche, y la partida es de nuestro sector. Como es considerado un trabajo gravoso y de riesgo, hay una prima para los voluntarios. Me he apuntado, y -sonrió- te he apuntado a ti. Es decir, si no te da miedo.

Tibu se quedó de una pieza, y no le sostuvo la mirada.

– Debo estar loco, pero te acompañaré.

Niebla, focos y retumbos metálicos en la oscuridad, sombras impersonales y prisa vacía eran los aires de la operación de transporte, con una estimación de duración de cuatro horas, en la que Ore y Tibu, tan presionados por el trasiego que les parecía que no hallarían ni un minuto para despistar, no sabían ver señal o prueba en ningún rincón, ningún signo de confirmación o fracaso de una hipótesis que, a fuerza de darle vueltas, habían acabado guarneciendo con todos los atractivos de la aventura y de lo imposible. Pero para encontrar un indicio no bastaba con querer matar la rutina, hasta que, finalmente, una aglomeración de vehículos en la entrada de una boca les permitió apearse del transporte y fumarse un cigarrillo.

– ¿Qué opinas? -preguntó Tibu.

Ore miró a su alrededor; los focos eran demasiado potentes y concentrados para una buena visión de conjunto (seguramente tales características no obedecían a otro propósito), y tan sólo iluminaban puntos concretos; el resto quedaba a oscuras, y la sensación se acentuaba por el deslumbramiento de la luz directa o reflejada en piedras y metales.

– ¡Vosotros! -gritó un Guardia-, ¡volved al transporte inmediatamente! ¿No sabéis que no se permite bajar hasta el sector de descarga?

Obedecieron sin prisas, bajo una mirada furiosa. Cuando les tocó el turno, entraron en el último sector, y realizaron su trabajo, que resultó pesadísimo y verdaderamente peligroso, porque ante las medidas de seguridad prevalecía la imperiosa necesidad de haber acabado a la hora fijada; respecto a la actividad detectada, después de un incierto intercambio de opiniones. Ore y Tibu concluyeron que debía de tratarse de una explotación minera. La obstrucción se repitió a la salida, y cuando ya hacía media hora que estaban parados en la cola, Ore se decidió.

– Debe haber un control -dijo-. Bajemos.

Tibu se encogió de hombros.

– Espero que no nos volvamos a encontrar con el mismo de antes.

Se apartaron de la caravana. El Atrio de la Falera estaba compartimentado, pero más allá de los tabiques se adivinaba un techo remoto.

De pronto, la cola retomó el movimiento.

– Vamos -dijo Ore-, vamos a la salida; en el último momento nos colgaremos del transporte.

Así lo hicieron, y cuando faltaban tan sólo diez metros para llegar a la puerta, se volvieron a detener. Entre los Guardias del control, en segundo término pero en clara actitud de supremacía supervisora, había un Caballero de Capilla. Como si lo hubieran hipnotizado. Ore se lo quedó mirando.

– Vamos -tiró de él Tibu con discreción apresurada-. Ya encontraremos otra ocasión.

En aquel momento los Guardias los vieron.

– ¡Atención! ¡Vosotros dos! -gritó uno de ellos, y un Oficial se acercó-. ¿Qué hacéis? ¿Por qué habéis bajado del transporte?

Los agarraron. Ore no le quitaba ojo al Caballero.

– ¿De qué unidad sois? -dijo el Oficial-. ¡Documentación!

De repente, Ore saltó hacia atrás, y clavó su mirada en la espada del Caballero. Lo abrumaban súbitas sacudidas de lucidez, como en la noche relámpagos de revelación.

– ¡Ahora me acuerdo! -gritó, y se encontró apuntado por media docena de fusiles-. ¡Ahora sabré quién soy y qué quiero!

– ¡Atención! -gritó otro Oficial-. ¡Cuidado con las radiaciones! ¡No disparéis los lásers aquí dentro!

– ¡El orden social es falso! -gritó Ore-. ¡Tenemos que contactar con el Fidai Mongrius, él me dirá quién soy!

Con una sensación de lentitud potentísima, que contrastaba con el vertiginoso acontecer de los hechos. Ore fue presa gozosa de los mecanismos de evaporación, inercia planetaria, mecánica cólica, temperatura y estación que hacen posibles los grandes tifones de la Costa Sur del Imperio.

– ¿Qué dices, loco? -gritó Tibu, y un Guardia lo tumbó de un culatazo; Ore se libró de los que lo acorralaban y huyó hacia la puerta.

– ¡Cogedlo! -dijo el Caballero-. ¡Que no escape!

En la puerta, los ojos de Ore se clavaron en los emblemas del frontón, que antes no había sabido ver. Dentro de un enorme pentágono estrellado, con fondo amarillo, lucía en vertical la doble hacha negra.

– ¡Lo sabía! -gritó Ore con una alegría desesperada-. ¡Ahora sé por que se retiró Arktofilax! ¡Yo soy el Fidai Ígur Neblí, el Invicto Entrador de este Laberinto!

– ¡Coged a ese loco! -oyó a sus espaldas, y salió corriendo; lo alcanzaron entre doce en un rellano lateral de la Falera; no llevaba armas, pero se enfrentó a ellos con las manos abiertas.

– ¡No me habéis vencido, mi respiración está intacta! ¡Yo soy Harpsifont, y volveré para enseñaros el camino de las estrellas!

Una punzada de hielo en el costado; la segunda cuchillada, la tercera. Cuatro, cinco, seis. Siete. La caída pausada en la oscuridad. Poco después, la Guardia se iba, y en la noche inmensa de Gorhgró, el charco de sangre alrededor del hombre vestido con mono gris, abandonado en el último rincón negro, era insignificante, verdaderamente insignificante.

XX

En la litera mural 5995-66-18 de la Sección 22, 28.a planta del Hospital General de Gorhgró, el Paciente no identificado se recuperaba lentamente de las graves heridas de arma blanca que unos desconocidos le habían infligido antes de abandonarlo. Había renunciado a reivindicar su identidad para no complicar la situación. Dos de los vigilantes nocturnos de los almacenes de la Bruijmathron amp; Co. habían presentado un comportamiento anómalo durante un transporte de excedentes a las Cavas Centrales de Gorhgró, uno de ellos había sido muerto por la Guardia, al otro lo habían dado por desaparecido. Así pues, estaban cerrados los expedientes de los ciudadanos Ore Enui y Tibu Cónola, y el ocupante de la litera 5995-66-18 de la sección correspondiente se había registrado con un número, tal como corresponde a los indigentes indocumentados.

A medida que se recuperaba, su objetivo primordial era la discreción. Exhibir una conducta llamativa, ya fuera por arrogancia y agresividad, o simplemente ansiosa, corría el peligro de atraer a los vigilantes civiles que lo convertirían en carne de experimentos biológicos o en víctima propiciatoria en los papeles de alto riesgo, cuando no de destrucción segura, de los espectáculos de la Apotropía General de Juegos del Imperio.

El desamparado que en otro tiempo fuera el orgulloso, el Invicto Caballero de Capilla, intentó prolongar la convalecencia en el Hospital General, alejar lo máximo posible el momento de enfrentarse al mundo otra vez. Finalmente vencido, con más pena que odio de sí mismo, se le veía esperar la noche midiendo una y otra vez desde todos los puntos de vista, con paseos de enfermo o desde inmovilidades sin contemplación, la gris regularidad de las largas galerías vidriadas de las casas de sufrimiento. No era la impresión absoluta de sentirse inútil lo que más le entristecía, sino la más relativa y, por tanto, y teniendo una dimensión sentimental, mucho más insultante, de ser tan ostensiblemente considerado innecesario, de ser, quizá aún peor, estibado como una molestia inofensiva. Desde el centro mismo del temblor y la lágrima renunciaba cada día a deducir por qué el Imperio había prescindido de él de una forma tan radical. No acertaba a imaginar la gravedad de su indisciplina, y quizá con la última brizna de soberbia se sentía el último conocedor de las permisividades entre el Hegémono y la casa Gúlkur del Emperador por una parte, y los Astreos por la otra. Que en ese momento su existencia no fuera necesaria porque los Astreos habían recuperado la posición, no le parecía razón para que su estrella hubiera caído en oscuridades. ¿Cómo podía ser que nada, ningún recuerdo, ninguna huella emocional quedase en todo el Imperio del Caballero de Capilla Ígur Neblí, el Entrador del Último Laberinto? Ninguna beligerancia, ni la más pequeña sombra de orgullo, sin embargo, presidía su abatimiento. El estatismo más profundo acogía el regusto terminal de su soledad. He aquí finalmente un lugar, pensaba, donde las Leyes de los Juegos no tienen influencia.

Un día, en una revisión rutinaria, el enfermero lo dejó solo un instante, y con un movimiento instintivo, nada perentorio, nada apasionado, le echó una ojeada a su expediente. En el apartado 'Observaciones', dos líneas: 'Fase finaclass="underline" suma cero /Destino transaccionaclass="underline" curación.' Sin llegar a excitarlo, eso le despertó una cierta intriga. Los términos eran los de la Apotropía de Juegos, pero se sentía demasiado débil y falto de expectativas para especular y tratar de sacar provecho.