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El número tres se encogió de hombros riendo.

– Seguramente no. ¡Qué quieres que te diga! ¡Me he hecho tantas veces a la idea de morir que ya no me asusta! -lo miró condescendiente-; tú eres nuevo, ¿verdad?

– ¡Vosotros! -gritó el regidor-, ¡que no os tenga que volver a advertir!

La cabeza del número dos se estrelló contra el palo y de rebote tiró unas cuantas sillas del público.

– ¡Mala suerte! -dijo el número tres, y se levantó para ir al estrado sin esperar a que lo llamaran-. Adiós, amigo, mucho gusto de conocerte.

– ¿Cuántas veces tengo que decir -voceó el regidor- que cuando se modifica la potencia debe volverse a reglar el sensor direccional?

– No sabía que fuera el modelo antiguo -se excusó el operario-, estoy acostumbrado a los reglajes automáticos.

El número cuatro contempló desasosegado cómo bajaban el cuerpo del número dos y colgaban al número tres; debe haber sobrevivido tantas veces como dice, pensó, pero ésta no creo que la cuente. El operario disparó a la diana, y a la primera acertó; la cabeza se clavó límpidamente en la red. No había esperanzas, pensó. Si intentaba huir, lo único que conseguiría sería que lo colgasen ahí arriba después de una paliza o con un tiro de la Guardia en el cuerpo, así que no valía la pena.

Todo había sido inútil. Si no había nada que hacer, por lo menos se había ahorrado desilusiones y sufrimientos.

– Ahora va bien -dijo el regidor-. Hagamos la última prueba. ¡Número cuatro!

En un tris se encontró amarrado en la misma situación que los infortunados precedentes. Estaba de espaldas al operario, y no podía esperar el lanzamiento del dardo, pero oyó a la perfección cómo el primero se clavaba en la diana, aunque alejado del blanco, lo pudo ver por el rabillo del ojo. La puerta se abrió y entraron cuatro hombres a la sala. El operario disparó el dardo de nuevo, esa vez muy cerca del blanco.

– Caballero -dijo el regidor-, ¿a qué debemos el honor de vuestra visita?

– Rutina de seguridad, favor para el invitado especial -respondió una voz profunda y vibrante que inquietó vivamente al número cuatro.

Sin poderlo evitar, se retorció y se le escapó un gemido.

– ¡Silencio! -dijo el regidor.

– Bajad a ese hombre de ahí -dijo la voz profunda, con entonación de asco.

Cuando lo descolgaron, el número cuatro miró abrumado la imponente figura del Caballero.

– ¡El Fidai Allenair! -murmuró.

– ¡Silencio, he dicho! -dijo el regidor.

El Caballero se volvió hacia el número cuatro, y su cara adusta no se modificó lo más mínimo. La mirada fría volvió al regidor.

– ¿Quién es?

– ¿Quién es quién. Caballero? -dijo el otro; Allenair señaló al número cuatro sin mirarlo, y el regidor se encogió de hombros.

– Mandadlo esta noche a mi casa -dijo secamente el Caballero.

– Pero la Apotropía… -dudó el regidor.

– ¿Es un criminal peligroso?

– No lo sé, pero comprenderéis mi responsabilidad…

– Os firmaré una exención sellada -dijo el Caballero en un tono que no admitía réplica-, pero lo quiero a las ocho de la tarde en mi casa; enviadlo con cuatro Guardias. Y ahora, dejadme comprobar los aparatos de seguridad.

– Ahora mismo. Caballero -dijo el regidor, y señaló al número cuatro y se dirigió a su ayudante-: Ya lo has oído, muévete.

El ayudante dio las órdenes pertinentes, y el número cuatro, aún sin acabar de creerse lo que le acababa de pasar, salió de allí con una custodia tan ambigua como su agradecimiento, como su pesar.

XXI

A la hora señalada, un Teniente de los Imperiales al frente de cuatro Guardias llevó al hombre perdido en sí mismo a la puerta de la residencia del Caballero de Capilla Per Allenair, un palacete antiguo que permitía suponer la ascendencia noble del propietario. Un criado de aspecto nada servil les abrió.

– De acuerdo con las órdenes -dijo el Teniente-, os hago entrega del Número Seiscientos dieciséis millones doscientos treinta y seis mil sesenta y ocho.

– Adelante -dijo el criado, y firmó el papel que le presentaba el Oficial; después se dirigió respetuosamente al individuo aludido por el Guardia-: Caballero, tened la bondad de pasar.

– ¿Queréis que deje dos soldados, para más seguridad? -preguntó el Teniente; el criado lo miró con desprecio.

– Os lo agradezco, no es necesario -dijo, y les abrió la puerta; cuando estuvieron fuera, se dirigió de nuevo al invitado-: Si gustáis, Caballero Neblí, el Caballero Allenair os espera.

Lo condujo a una sala donde, de pie, el Caballero lo recibió.

– Fidai Neblí -dijo con una sonrisa contenida que revelaba una fuerte emoción-, no sabéis cuánto me alegra haberos encontrado.

Ígur se resistió desesperadamente al pánico que le producía la idea de un desfallecimiento inmediato.

– ¿A qué os referís? -balbució-. ¿Dónde me habéis encontrado? ¿Por dónde me buscabais, de dónde me he perdido? -La expresión del anfitrión pasaba lentamente de la sorpresa dolorosa a la tristeza calmada, como si se hiciera cargo de una situación penosa-. ¿Por qué os alegráis de encontrarme, si vos y yo nunca hemos sido amigos?

– Os ruego que os tranquilicéis. ¿Cómo es posible que alguien diga, y precisamente vos, que nunca hemos sido amigos?

Ígur se hizo añicos en la inmensidad magnánima de aquella mirada clara; habría querido verse en ella como el que ha acabado la juventud con serenidad y sin debilitarse, como aquel que, más fuerte que los demás, sobrevive al naufragio y entra confiado y generoso en la noble competición de los obsequios, pero se abandonó sin resistencia, extenuado, disuelta la voluntad y el orgullo como una criatura que cae en los brazos de los suyos después de un mal paso, y con el placer del desarbolamiento, se lanzó a las lágrimas con toda la fuerza acumulada en tantas incertidumbres y temores.

– Os ruego que me excuséis -dijo sollozando, firmemente decidido a expiar el desastre que llevaba dentro.

Allenair respetó su desahogo, y cuando le pareció que se recuperaba, le habló con voz confortadora.

– Caballero, entiendo que habéis pasado tragos terribles. Tal vez queráis noticias de la situación actual del Imperio.

Ígur levantó la cabeza.

– ¡Ya la sé! Lo que no entiendo es mi posición. ¿Por qué ha desaparecido todo lo que yo había tocado antes de la Prisión? ¿Por qué ha desaparecido el Laberinto sin que nadie se atreva a hablar de ello?

– ¿El Laberinto? -dijo Allenair, perplejo.

Ígur se echó las manos a la cabeza.

– Un momento -dijo intentando no caer de nuevo en el descontrol del gemido-, antes de contarme lo que son las cosas, creo que debierais saber lo que yo recuerdo.

– No me atrevía a pedíroslo -dijo Allenair con suavidad-, visto cómo os encontráis, pero creo que nos ahorraría sorpresas y dilaciones.

Ígur hizo una relación detallada del aprendizaje en Cruiaña al lado de Omolpus, sin olvidar a los condiscípulos, Milana- en lugar destacado, la ida a Gorhgró, el Acceso a la Capilla y la peripecia del Laberinto con Debrel y el mundo del Palacio Conti, desistiendo de hacer una clasificación paulatina de los hechos de acuerdo con el grado de discreta sorpresa del interlocutor ante un nombre determinado o una situación, y sí, en cambio, arrepentido a cada cosa que rememoraba de tanta imprudencia suya, de tanta codicia, de tanta soberbia, sin que lo detuviera una última brizna autocrítica que le hacía apreciar cómo el Imperio había conseguido que encontrase un consuelo verdadero en la más completa y sincera autoacusación, a la vez que en la sensación de desastre irreversible encontraba la mejor ligereza de liberación.

– Y eso es todo, Caballero -dijo al final, satisfecho del peso que se había quitado de encima.

Allenair lo miró abrumado.

– Caballero, no os puedo ayudar. Mejor dicho, no sé cómo podría ayudaros sin causaros un perjuicio más grave del que ya os han infligido. Sabed tan sólo -vaciló- que habéis sido… que para mí no dejaréis nunca de ser uno de los más nobles Fidai que ha tenido la Capilla del Emperador.

Ígur hizo un esfuerzo para no volver a desbaratarse en lágrimas. El delirio por hacerse perdonar había cedido en él por completo al delirio autoinmolador.

– ¿Y vos y yo no estamos en bandos contrarios? -dijo, ahogado de angustia, y el otro negó con un gesto-. ¿Nunca lo hemos estado?

– Allenair continuó negando, y para ello ahora ya le bastaba, por extensión, con la tensa inmovilidad de la mirada-. Y vos… sois un Astreo negro, ¿no? -El Caballero lo miraba tan fijamente que Ígur sintió cómo el desmoronamiento volvía con más fuerza que nunca, y sintió que el Laberinto es un nudo, y nunca sabría qué es antes y qué después, y qué ha sido dentro y qué fuera-… ¿Insinuáis que el Laberinto es un recuerdo que me han fabricado en la Prisión? Pero ¿por qué?

Allenair abrió los brazos.

– Poco más os puedo decir -murmuró con una preocupación que

Ígur intentaba desesperadamente interpretar paso a paso sin que nada se le escapase, pero también sin que el pánico le hiciera confundirse o excederse-; en este estado sois demasiado vulnerable. Lo que ha pasado en el Palacio Golring o en la Bruijmathron se puede repetir, y si no tenéis la suerte de que yo o algún otro que os conozca os vea…

La angustia de Ígur se tomó un receso. Se le ocurrió que los últimos hechos, incluida la aparición a última hora de Allenair en la sala de Juegos del Palacio, eran un montaje para socavar su personalidad.

– Quisiera saber qué es verdad y qué no lo es de todo lo que os he contado.

Allenair sonrió.

– Eso es metafísica, amigo mío. Todo es verdad, todo es mentira… Cuando vos interpretáis vuestro recuerdo, ¿quién soy yo para desmentirlo?