No estaba demasiado claro si aquella mujer sabía que la observaban, pero en cualquier caso sí que parecía considerar la posibilidad, o así le gustaba creerlo a Ígur viendo la dudosa casualidad de ciertas miradas al espejo. Tenía detrás unas cortinas de un azul turquesa quemado, y llevaba una túnica amarilla larga hasta los pies con unos cortes laterales que permitían verle hasta las rodillas, y el torso ceñido, hasta el cuello y los codos. Era muy morena, llevaba el pelo recogido, y hasta sentada se la podía adivinar alta y soberbiamente proporcionada; la notable envergadura se apreciaba por su espléndida estructura ósea, y una fuerza y una agilidad naturales y cultivadas tanto en partes iguales como en generosa medida. El perfil de sus grandes ojos tenía la caída triste y a la vez risueña de los clowns. Cuando Ígur llegó, fraseaba ejercicios inidentificables, y después, poco a poco, comenzó a fijar momentos precisos de un pasaje a otro, presa y señora de la melancolía que sólo conocen los espíritus cultivados que no han necesitado de la precaución de reservar un reducto para el sentimiento salvaje, porque los propios movimientos y proximidades y lejanías de la vida se los han obsequiado para rodearlo de las preciadas delicias de la memoria, del deseo y de la belleza, y así la melodía se tornaba ahora continua, ahora maravillosamente dubitativa ante la provocación de la expectativa del auditor, que la veía entonces plenamente satisfecha, luego incluso superada por una solución sorprendente, insólita y sobrecogedora, más encendida y veloz, porque poco a poco el canto del piano de una canción interior se transformaba en himno. Ígur se sintió transportado a los atardeceres de profundidad azul de los finales de estación con los Solve-Coagula de Sirinaraia, y fue presa de las debilidades del enardecimiento, el pulso acelerado por la excitación y el vértigo de las lágrimas, y grabó en su recuerdo para siempre la expresión triste y cruel de aquella mujer que parecía vivir tan en propia carne, tan íntimamente en conjunción la respiración del piano con su pasión evocada como un delfín con la ola o el águila con las corrientes del aire.
Finalmente se descorrieron las cortinas, y un hombre se acercó a la pianista sin hacer ruido; ella no se volvió, pero, consciente de la presencia, introdujo nuevas discontinuidades en la melodía, que se volvió más brusca, y por momentos también más desamparada. Ígur notó de pronto cómo la música conducía un hilo de aproximación, cómo era cebo y acta efímera del contorno entre dos espíritus tan casualmente unidos como dos contrincantes en una guerra, y sus ojos de inesperado escopófilo, fluctuantes entre el placer y el dolor de los vaivenes transferidos y el enfrentamiento con su propia inmovilidad, descendían de los ojos de la pianista, ciegos a su existencia, a las manos que, primero una y luego otra, se levantaban del teclado, y planeaban más abajo mientras que la fragmentada música adquiría las dudas y los silencios de una respiración, y hablaba y suspiraba, y guiaba la inclinación de ambos como guiaba la mirada de Ígur, y como parecía que la mirada la guiase hasta que, enmudecida del todo, ofreció al espectador el instante de retirarse.
Al hacerlo, le sorprendió la presencia de Madame Conti detrás de él (¿cuánto tiempo llevaba ahí?, pensó; quizá había fingido irse y no se había movido), que le sonrió con gravedad y ternura.
– Quiero presentarte a una amiga -le dijo.
– Quiero conocerla a ella. -Ígur señaló hacia atrás sin darse la vuelta.
– Esta noche no podrá ser -rió-, quizá mañana. ¿Te ha gustado Fei? Ten cuidado, la llaman la Reina de los Dos Corazones.
– ¿Por qué? ¿Tiene fama de traidora?
– Al contrario; tiene fama de que cuando está acompañada, tiene en propiedad mucho más que su propio sentimiento.
– De acuerdo, entonces, hasta mañana.
– ¿Cómo? ¿Ya te vas? ¿No esperas a tu amigo? No lo esperas. Si me dejas tu sello, le introduciré un código para que puedas entrar siempre que quieras, a cualquier hora.
– Gracias, pero ya lo hicieron en la Equemitía.
Madame Conti se echó a reír.
– Los códigos de la Administración no sirven aquí. -Lo tomó por la cintura y bajó la voz-. ¿Me permites?
Si los de la Equemitía habían podido regrabarlo, no veía impedimento para que también lo hiciera Madame Conti. Su sello no contenía información reservada pero, en cambio, sí que se le podía introducir.
– De acuerdo, pero te acompaño -dijo.
Madame Conti hizo un gesto de resignación burlona, y cruzaron las estancias hasta llegar a una sala de tratamiento de códigos. Allí Ígur sacó el sello.
– ¡Amarillo! -dijo Madame al verlo-. ¡El color de los amantes y las putas!
Ígur se desabrochó la chaqueta azul para mostrarle el chaleco amarillo.
– También es el color de la esperanza cumplida.
Una vez grabada la clave de entrada al Palacio Conti, quiso marcharse.
– ¿Qué hay que decirle al Caballero Mongrius? -dijo Madame, burlándose.
– No hay que decirle nada. ¿Fei, se llama? Mañana volveré.
Ella lo acompañó por un camino diferente, sin necesidad de encontrarse a ninguno de los presentes, e Ígur se retiró.
La entrada noble de la Apotropía de la Capilla del Emperador era un corredor porticado, con los retratos de los principales y más rememorados representantes de las grandes dinastías, acabado en el llamado Preludio de la Rueda, propiamente el vestíbulo de Acceso, que no podían sobrepasar quienes no fueran Caballeros de Capilla o el propio Emperador. Ígur Neblí fue ceremoniosamente acompañado por el pasillo por Mongrius, su padrino de inscripción, por el Jefe de Protocolo de la Capilla, que les precedía, y por dos Gastadores que les escoltaban. El Preludio de la Rueda era un círculo de un poco menos de trece metros de diámetro y, regularmente alineados a un metro de separación del muro, ocupando una marca del pavimento dispuesta para ese fin, aguardaba la totalidad de la Capilla, excluidos los Magisterpraedi y los que habían obtenido dignidades superiores, formada por veintidós caballeros en total, sin contar al Decano, al Secretario y al Apótropo, que estaba ausente, ni, supuso Ígur, a los tres que, según le había dicho Vega el día anterior, no estaban en Gorhgró. El pasillo incidía en el vestíbulo de forma no perpendicular, por lo que el eje no coincidía con el centro del círculo sino que se desplazaba ligeramente a la derecha, visto desde el acceso; siguiendo el mismo sentido, tal como se entraba a la izquierda, y a un poco más de noventa grados del punto central de la entrada, había una gran puerta de mármol verde y negro, que sobresalía por dimensiones y énfasis formal de entre las demás aberturas del Preludio de la Rueda, nueve en conjunto. La comitiva se detuvo en el centro, y a una indicación del Jefe de Protocolo esperaron la llegada del Secretario de la Capilla y del Decano, que entraron por la puerta de enfrente a la del pasillo. El Secretario se dirigió a todos.
– Acabados los determinios de la vida, hoy entraremos en los de la muerte, que significa en los de cada cual. Ígur Neblí, sé bienvenido a la Capilla y que se retiren los que no han ganado la carga del mérito y del derecho de entrar.
El Jefe de Protocolo le indicó a Mongrius el pasillo por donde habían entrado, y, precedidos por los Gastadores, salieron los cuatro (Mongrius y el Jefe a su lado) del Preludio de la Rueda. El Secretario cerró la puerta del pasillo y, dejando a Ígur en el centro del vestíbulo a la derecha de Vega, procedió a abrir la enigmática gran puerta verde oscuro; por la resonancia del ruido de apertura, Ígur supo que el espacio al que conducía era grande y desnudo; por la corriente de aire supo también que hacía frío y, entre eso y un cierto olor a cerrado, que no se transitaba por él habitualmente. El Secretario entró, y accionó un mecanismo de agujas térmicas que encendió miles de velas, y el espacio se iluminó de repente. Ígur contuvo la respiración.
– La Capilla del Emperador -dijo Vega.
Ígur y el Decano permanecieron inmóviles, y los Caballeros entraron en dos filas, según el orden de alienación en el Preludio de la Rueda, la mitad por un lado y la otra mitad por otro, siguiendo el camino del círculo interior de pavimento y cruzando la puerta de dos en dos, de manera que los dos primeros, que estaban más próximos a la gran puerta, la atravesaron juntos delante, y los dos últimos, que estaban uno al lado del otro al principio y se habían separado diametralmente al recorrer cada cual su semicírculo, se volvieron a juntar al final para entrar a la vez en la Capilla. Como el ceremonial fue tan lento, y la entrada tenía el aire litúrgico de una procesión, el pensamiento de Ígur vagó por los caprichos más inconvenientes, algunos incluso jocosos, por ejemplo qué pasaría si el número de Caballeros de Capilla fuera impar, o, si alguno de los Caballeros va demasiado despacio y deja un vacío entre él y el anterior, su correspondiente simétrico tendría que estar al tanto y hacer lo mismo para no entrar descompasados.
Una vez dentro, aposentados de forma que Ígur y Vega no podían ver, el Secretario hizo una señal, y Vega tomó la mano izquierda de Ígur con su mano derecha, la del neófito con la palma hacia abajo, y la suya de lado, como se coge a una dama, y así, y no bordeando el perímetro del Preludio de la Rueda como los Caballeros, sino directamente por la diagonal, entraron en la Capilla, un espacio perfectamente cúbico, de algo menos de treinta y cuatro metros de arista (lo que, por la altura, excesiva según la costumbre, le confería un ambiente excepcionalmente sombrío y abrupto) sin la menor decoración ni moldura, ni, en definitiva, nada que rompiera la definición geométrica del espacio, llevada la austeridad al extremo de inexistencia de ventanas, suplidas en lo referente a iluminación por palmatorias situadas, para culminar la adusta frialdad del conjunto, a veintiún metros de altura, y sin pantalla ni difusor alguno que mitigase la agudeza metálica sobre el mármol negrísimo de que estaban íntegramente construidos suelo, techo y cuatro paredes, con una única excepción: un gran cristal, de una sola pieza, situado en el centro de la cara de la derecha, y que no llamó la atención de Ígur al principio pero que después, al fijarse en él impaciente por el tedio del larguísimo ritual, se dio cuenta de que no era sino un mirador sobre la Sala de Juicios, donde se había librado su Combate de Acceso el día anterior, el gran espejo que ocupaba uno de los laterales de la Plataforma, cuya naturaleza tenía por misión ocultar al observador situado en la Capilla, que disponía de sillas con brazos para el espectáculo.