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Hubo un silencio.

– Hace tiempo que nos conocemos -dijo el Teniente-. ¿Os preocupa algo?

– No, Señor; es decir, sí. El tono general de estas declaraciones… -Buscó en el Apéndice-. Aquí mismo… ¿Me permitís? -El Oficial asintió, y el Sargento leyó-: 'Ahora se hubiera sabido todo, finalmente. Igual que decir que la luz de la estrella llega cuando ya la estrella no existe es no haber comprendido la naturaleza conceptual del tiempo, por contra, ignorar que los burócratas de Lauriayan hace años que obedecen órdenes pretéritas de un Hegémono que ya no manda, que matan en nombre de nada, es no haber comprendido que el tiempo es la materia prima de la política, pero la última de la felicidad…'

– Parece un poeta -dijo el Teniente.

– ¿Un poeta. Señor?

El Suboficial cerró el expediente en silencio.

– Está bien. Sargento. ¿Creéis que falta algún dato significativo por consignar?

El otro esbozó una sonrisa cortés.

– Desde el punto de vista del interés objetivo de la investigación, no, Señor.

El Teniente lo miró con atención, e inclinó el cuerpo hacia adelante.

– Me parece que habéis hablado extensamente con el detenido, ¿no es cierto, Sargento?

– La verdad es que sí, Señor.

– Y, desde un punto de vista estrictamente personal, ¿qué opináis? -El Sargento hizo un gesto de precaución, y el otro sonrió-. Cerrad el informe y sed sincero, Sargento.

– Señor, he de reconocer que el Caballero… quiero decir que el presunto Caballero mantiene expectativas muy extrañas, y habla de ciertos mecanismos del Imperio de manera sorprendente.

– Explicaos, Sargento. Torli me dijo que, si se trata de la misma persona, el presunto Caballero está convencido de que vendrán a buscarlo para que sea el Guía de Entrada en el Quinto Laberinto.

– No es exactamente eso, Señor. -El Sargento dudó-. Parece que de eso ya hace tiempo que se ha desengañado. A mí me ha dicho que pronto vendrían a matarlo para que se cumpla la eclosión de sus conocimientos como Cabeza Profética.

El Teniente sonrió extrañado, pero la gravedad del subordinado le impresionó.

– Qué curioso -dijo-. ¿Y vos…?

– Yo no me he pronunciado, Señor. Naturalmente, no creo que eso haya que hacerlo constar en el Informe.

El Teniente miró por la ventana. No había placidez en el reposo; desde aquí, todas las visiones son contraluces.

– Claro. Y espero que no se os ocurra ninguna idea extraña. Una última cosa, Sargento. Esta mañana me ha parecido oír que os preguntaba por la Princesa Gimdrail. ¿Qué le habéis dicho exactamente?

– He creído que era una cuestión inofensiva -respondió el Sargento, palideciendo-. Le he dicho la verdad.

– Está bien -replicó el Teniente con dureza-, ¿y cuál es esa verdad?

– Que el Príncipe tuvo un ataque y quedó impedido y paralítico, y después de que sus hijos, ya mayores, abandonasen el Palacio paterno, empezaron a circular noticias estrafalarias sobre la conducta de ella, de escenas con los palafreneros, de etapas de hipocondría y aislamiento enfermizo alternadas con otras de alcohol y promiscuidad desenfrenada, quién sabe, tal vez en recuerdo de otros tiempos… Ella, que había sido la más joven entre los viejos, hace ya tiempo que no le queda nada por aprender, y es la dueña y maestra de los jovencitos.

– ¿Y él qué ha dicho?

– Teniente, él sostiene un pasado doloroso con la Princesa Gimdrail -y ante el gesto de escepticismo del interlocutor, abrió los brazos-; da igual si se lo inventa, el efecto que le produce es el mismo. Parece que le tranquiliza saber que ella no ha obtenido finalmente el poder que muchos le auguraban, y la parte de él que la odia se alegra. Pero también parece que le duela la decadencia de la Princesa, que habría preferido desesperarse al verla convertida en una Emperatriz prepotente, porque por lo menos algo se salvaría de su recuerdo, y no que hasta lo que le había sido adverso se precipite poco a poco hacia la nada.

El Teniente sonrió.

– Que algo sobreviva del pasado, aunque sea el enemigo.

– Eso parece ser, Señor.

Se miraron, distanciados por la dirección de los pensamientos.

– Podéis retiraros -dijo el Teniente.

Trius Pavi, funcionario de la IIIa sección provincial del Catastro, de vuelta del viaje anual de constatación de datos, se alojaba en el Palacio de la Isla de Lauriayan, invitado por el Conservador, compañero de trabajo en otros tiempos. El invierno era ventoso, y el comedor interior no podía resultar más acogedor. En los postres, Trius no fue capaz de contener más su curiosidad.

– Por cierto, hace rato que te lo quiero preguntar. ¿Aún vive aquí aquel individuo…? -se detuvo viendo la sonrisa condescendiente del otro.

– O eres un hombre muy curioso, o tienes muy buena retentiva, porque ya no queda nadie que se acuerde.

– Ni una cosa ni otra; lo leí en las memorias de Deiri Cotom.

– Ah -dijo el Conservador, decepcionado-, es por eso. Parece mentira, la fortuna literaria de un oscuro Secretario de Parapotropía…

– Yo diría que era bastante más que eso, pero en fin… No has respondido a la pregunta.

El Conservador del Palacio se encogió de hombros.

– Aún vive aquí, por desgracia.

– Me gustaría hablar con él -dijo Trius.

– No te lo aconsejo. Es decir, incluso hemos procurado que no te viera. Creería que eres uno de los que han de venir a por él, ya sabes…

– ¿Aún le dura?

– ¡Desde luego! Y, además, ahora ya ni se digna razonar. Tampoco se lo reprocho, pobre hombre. Hay que entender que los que conocían a sus amigos ya hace tiempo que han desaparecido, y hasta han desaparecido los que le pueden hablar de éstos, así es que ahora vive entre desconocidos.

– Una vida muy triste -resolvió Trius, y quedó sobreentendido que renunciaba a la petición; el Conservador aprovechó para desviar la conversación.

– Bueno, ¿y cómo tenemos la política?

A Trius se le alegraron los ojos.

– Más hiperpiramidal que nunca, en manos del Cuantificador y, claro está, la casta en ascenso son los analistas, que son los que lo manejan. Es una tendencia de inercia larga, porque ya se sabe, las sociedades con tantos intermediarios establecidos nunca han tenido entusiasmo por rejerarquizarse. Los Apótropos no calculan su poder en la ascendencia sobre el Hegémono, ni en los presupuestos, sino en la báscula -rieron-; y el Emperador, encerrado en Silnarad otra vez, cada día más prisionero de los Astreos.

– ¿Y el Hegémono?

– Marterni no tiene el poder de hace tan sólo dos años, sobre todo desde que el Príncipe Uldasto sube con ese empuje…

– Es el Primero entre los Príncipes, realmente -dijo el Conservador-, por más que lo acusen de favorecer a la mesocracia.

– Realmente. Lo único que le faltaría… -se interrumpió riendo-; más vale callar, ¡no vaya a ser que tu huésped esté escuchándonos por detrás de la puerta!

Rieron. Acabados los licores, el Conservador le enseñó el Palacio al invitado.

– Esta es la antigua sala principal. Normalmente la tenemos cerrada.

– ¡Pues es espléndida! ¿Y esta inscripción? -leyó:

Der Cherub steht nicht mehr dafür

– Es una invocación al Querubín mercurial -explicó el Conservador-. Más que una evocación es una despedida, como en las edades heroicas: 'que las caídas no vayan más allá de una generación…' -recitó-. Quizá sea una bienvenida a las horas felices en que la vigilancia militar ya no es precisa.

Trius esbozó un gesto de escepticismo.

– ¿Horas felices, crees? Yo diría que es una clave Astrea. La autosatisfacción por la victoria eliminará los ejércitos, pero la nostalgia por la culpa puede reinstituir la policía. Yo me inclino por un sentido más profundo, o más general, si lo prefieres. ¿No lo has buscado en el Índice?

Fueron a otra estancia.

– Quizá sí -dijo el Conservador-, toda clave de horas felices, en dominio de colectividad, no es más que una deformación producto de la perspectiva.

– No lo sé, porque lo mismo podría decirse de las horas desafortunadas, y lo cierto es que…

Se acercaron a una maqueta sucia y en lamentable estado de conservación.

– Esto era…

– Sí, ya lo identifico -dijo Trius-. ¿Y esta parte?

– La pirámide de cráneos. No fue descubierta hasta más tarde, en las obras de reutilización.

– ¡No me extraña que los afectados vivan en el rencor! Del infierno, al vencedor del recorrido tuvieron que sacarlo.

– Es lo que dice la tradición -dijo el Conservador en tono de excusa-. Y las tradiciones, ya se sabe.

– Donde impera la sinceridad, no hay que matarse a remover conciencias.

– Pero tampoco hay que olvidar el precepto: 'La memoria es como la acidez, la temperatura o la presión atmosférica: tan sólo habitable por el hombre dentro de unos límites concretos, traspasados los cuales, tanto el máximo como el mínimo, se vuelve inhóspita, aniquiladora…'

– Ni este otro: 'Curación y agravamiento no son direcciones opuestas, sino momentos consecutivos.'

Rieron.

– ¡El altar del Gran Miedo!

– Más bien el teatro del sufrimiento del mundo -dijo Trius, y pasó hojas de una carpeta llena de cartulinas y páginas atadas de grandes dimensiones, amarillentas y raídas; entre medio había alas y residuos de polillas de peral espinoso-. ¿Provienen de Bracaberbría estos papeles?

– No lo sé. Quizá es que la invasión está aquí.

Trius separó la última hoja.

– ¿Y esto?

– Un testamento -dijo el Conservador-; quizá un poema.

– ¿Otra invocación? -dijo Trius-. ¿De quién, esta vez? -el Conservador rió.

– Parece más bien una declaración de acatamiento.

– ¿De qué? ¿De las direcciones prohibidas de la naturaleza?