El ritual del Acceso a la Capilla, una vez cerrada la puerta, disponía que a continuación se sentaran todos los Caballeros en círculo y, situados el conferidor (en ese caso, el Decano) y el neófito en el centro, uno al lado del otro, y el Secretario aparte, proceder a una larga meditación, sin ninguno de los tradicionales soportes de la liturgia (homilías, incienso, música, invocaciones), eliminados por considerarlos poco serios y nada adecuados al carácter autodisciplinar y rigurosamente consciencial de la Capilla. La meditación era libre y no tenía por qué ser trascendente ni dramática siempre que fuera interior, es decir, inmóvil y silenciosa. Ígur comenzó por observar de reojo el mobiliario, que se limitaba a las sillas que ocupaban los Caballeros, y que debían haber sido calculadas antes, porque no sobraba ninguna, y a un enorme sitial de madera, negra como todo lo que estaba a la vista, asimismo carente de decoración pero con un baldaquín rematado por una estrella metálica, en concreto un icosadodecaedro, también llamado dodecaedro abciso elevado, que Ígur dedujo que debía de corresponder, aunque fuera de forma emblemática, al sitio del Emperador, porque presidía inequívocamente la estancia en el centro de la pared contraria a la del mirador; aparte de eso, nada más; ni una mesa, ni una abertura de ventilación ni de calefacción (al cabo de un rato, en pleno mes de febrero, hacía un frío terrible). Más tarde, Ígur miró al techo, y pensó que si no fuera por el espejo, los muebles y la puerta (la única abertura), sólo las velas y la gravedad distinguirían las seis caras de aquel cubo perfecto, una de las cuales coincidía exactamente con la lateral de la Sala de Juicios, donde fijó su atención Ígur a continuación. El cristal espejado (igual al de la salita de Madame Conti, recordó) tenía por objeto ver sin ser visto, pero todos los presentes en la Capilla en aquel momento habían estado en la Sala de Juicios durante el Combate. ¿Quién había utilizado entonces el mirador? ¿Alguno de los tres Caballeros pretendidamente ausentes? ¿El Apótropo, que también había comunicado su ausencia? Ígur se sobresaltó. ¿O el propio Emperador? Aunque tuviera doce años… ¿dónde estaba el Emperador?, ¿dónde vivía?
En ese momento, atraída de una manera incomprensiblemente irrefrenable, la mirada de Ígur se posó sobre la de Maraís Vega, situado a un metro y medio escaso de él, que le miraba con una sonrisa apenas esbozada, y que a Ígur le produjo el efecto desasosegante de que participaba de sus pensamientos, y le hizo comprender que aún quedaban adversarios que no podría vencer ni con las armas de Caballero. Vega levantó la mano y el Secretario se le acercó; en el momento en que entró en el círculo de los Caballeros sentados, los veintidós se levantaron como una sola persona.
– Lo que es, es -dijo el Secretario, mirando al Decano.
Vega posó la mano izquierda sobre el hombro derecho de Ígur.
– Te confiero el Derecho de la Capilla. Que tu justicia infunda paz y felicidad -le dijo, dando un paso hacia atrás.
– ¡Viva el Emperador! -dijo el Secretario, levantando levemente la voz.
– ¡Viva! -dijeron todos los demás con una entonación solemne pero no más alta que la de una conversación normal, lo que le confirió un efecto insólitamente grave.
De uno en uno, y en un orden que Ígur reconoció como el mismo que el de las felicitaciones del día anterior, los Caballeros lo abrazaron y salieron de la Capilla; al final quedaron Vega, el Secretario y él; el Decano le invitó a salir, y el Secretario se quedó el último para apagar las luces y cerrar la puerta. Ígur se sentía decepcionado en parte. ¿De manera que eso es todo?, pensó, ¿ya está? ¿Aquí no quieren mi sello? El alivio de abandonar la sobrecogedora estancia le hizo notar con más fuerza aún su durísima severidad, si bien ni el Preludio de la Rueda ni el pasillo anterior eran espacios precisamente confortables, y el objetivo que perseguía la estancia en el hexaedro del Emperador.
En la entrada noble de la Apotropía le esperaba Mongrius, y Vega y el Secretario se despidieron de ellos; Ígur y el Caballero de Preludio salieron en busca de algún transporte.
– ¿Dónde vive el Emperador? -preguntó Ígur, ya de camino a la zona residencial.
Mongrius esperaba algún comentario sobre el acto que no había podido presenciar, o en todo caso que Ígur indagara sobre su desaparición la noche anterior en casa de Madame Conti.
– Tradicionalmente, la residencia del Emperador está en Bracaberbría, pero desde que Anderaias III la abandonó, que yo sepa el Palacio de Gorhgró no lo ocupa el Emperador, sino el Anamnesor. ¿Dónde vive el Emperador? Se dice que no tiene sitio fijo.
Ígur sonrió, y mandó parar el transporte. Mongrius, extrañado, no se atrevió a pedirle explicaciones.
– Adiós, amigo. Cuando necesites padrino para entrar en la Capilla, cuenta conmigo. -Y cambió de vehículo, esta vez en dirección al Palacio Conti.
No se trataba de entregarse a hacer el amor con desesperadas, pero un no sé qué parecido excitó a Ígur cuando, habiendo parado de nevar, y, noche negra y todo helado, brillante y nebuloso, cruzó el Puente de los Cocineros siguiendo el camino que el día anterior Mongrius le había enseñado, para entrar en el blanco cuadrado del Palacio Conti, rodeado de aguas turbulentas y éstas de áridas escarpaduras negras de pliegues llagados de nieve. Comprobó que su sello podía abrir la discreta puerta del falso pasillo de servicio, donde, como si le estuviera esperando (y quizá, gracias a algún mecanismo oculto, así era), lo recibió una camarera, distinta a la del día anterior pero no menos agraciada y solícita, que lo acompañó hasta la Sala central.
Allí la situación también había cambiado. En el centro, sobre una plataforma de metro y medio de altura, iluminado por focos, tenía lugar un espectáculo, y el público lo formaban más de trescientas personas, aquí bullicio, allá silencio concentrado, en ese rincón agonizantes de ponzoñas, en ese otro, complicados enlaces sollozantes de tres, cuatro, cinco o seis. Madame Conti, vestida de negro y más ceñida y escotada que el día anterior, generosas evidencias al ataque, presidía la reunión desde un grupo de hombres en círculo que, ignorando la representación, estaban sólo pendientes de ella, y cuando vio llegar a Ígur, le salió al encuentro.
– ¡Gloria a los héroes de hoy, príncipes de mañana! -dijo, Ígur le correspondió con una inclinación-; me alegra que además de ser un vencedor, sepáis cumplir vuestra palabra dada al placer -hizo una señal de cruce de dedos a la camarera, y cogió a Ígur del brazo-; hoy no te presentaré a nadie, porque aquí no hay nadie digno de ti.
– He venido… -dijo Ígur, pero ella lo interrumpió.
– Ya sé por qué has venido, y acabo de dar instrucciones para que seas complacido -Ígur echó una ojeada al espectáculo, consistente en dos mujeres idénticas, como mínimo gemelas univitelinas, o posiblemente clonadas, haciendo piruetas y revolcándose al uso de la culminación sexual, con guantes de piel de serpiente hasta el codo, medias de lo mismo por encima de las rodillas y un cinturón de cadenas doradas por toda vestimenta-; ¿te gustan las gemelas dadóforas? -le dijo bajito Madame Conti-. Aún te hubieran gustado más las siamesas semisuicidas: la roja ríe, la blanca llora… lo malo es que el número es único, irrepetible… un día dimos las gemelas dadóforas, en combinación con la Apotropía de Juegos; pero mira por dónde, aquí tengo algo mejor para ti.
– Madame -se inclinó Ígur, y en ese momento la camarera compareció en compañía de la mujer más bella que el joven Caballero había visto en su vida, y en quien, tras un primer momento de desconcierto, pudo reconocer a Fei, la pianista del día anterior, sonriendo abiertamente, la cabellera un negrísimo huracán desatado, maquillada con más dureza y vestida íntegramente de cuero negro, aunque decir íntegramente supondría una falta que no podría perdonar imaginación alguna, porque Fei, de forma parecida a las gemelas pornógrafas, llevaba guantes negros hasta los codos y botas hasta por encima de las rodillas, y su cuerpo, de caderas para arriba y de pecho para abajo, ambos comprendidos, se ceñía con un cuero estrecho que dejaba libres, sin embargo, los costados hasta el final de las costillas, la espalda hasta el final de la columna y el escote hasta el centro del vientre. Nadie dijo nada, y Fei, tan diferente de la dama lánguida del día anterior, se mantuvo a la vista de Ígur, más bajo que ella, sonriente él añorado de una máscara, ella de forma radiante.
– Fei, la Reina de los Dos Corazones -presentó Madame Conti-, Ígur Neblí, Caballero de Capilla; amigos, la casa es vuestra-. Y la camarera y ella se retiraron.
Ígur se recreó en la contemplación de aquella mujer, tan distinta de las que se veían por Gorhgró, virilizadas por el alcohol, el tabaco, la alimentación despiadada y el peso de las responsabilidades; Fei le pareció mucho más bella que el primer día, y a la vez le causó una impresión extraña, racionalmente injustificable, de algo un poco sucio en el sentido de malsano, una de aquellas impresiones que con el trato desaparecen y que cuando, recordándolas, se quiere reproducir su efecto, es del todo imposible. Ígur y Fei buscaron una mesa vacía en la galería superior y pidieron bebida para consumirla en la más olvidable de las conversaciones. Cuando las facciones tienen una fuerte personalidad, hay veces que distraen del silencio de las objeciones que la contemplación del objeto perfecto infunde a la consideración del placer, precisamente en el mismo aspecto, pero en sentidos diferentes, en que unos rasgos correctos pero insípidos refieren a un cuerpo proporcionado a pesar de que no le den ningún resplandor propio que aporte nada nuevo a los estímulos conocidos o reconocidos, como en el caso de Fei, pues, asimilable al primero de los dos, que hacía que, habiéndose alejado Ígur de las afluencias convencionales de la pasión por los dos dientes centrales en posición caprichosa, o la nariz quizá demasiado pronunciada, o las cejas, negras y poderosas, y los labios en digresión juguetona, la parte central del superior formando una M pronunciada, y las comisuras rampantes, porque de alguna manera habían apartado los circunloquios del deseo de su habitual causalidad, el descubrimiento de un cuerpo extraordinario advenía con el fulgor de una sorpresa o, aún mejor, de un repentino recuerdo o de un voluptuoso reconocimiento que, aplicados en un lugar de hecho, no en circunstancia, inhabitual, multiplicaban la excitación, y todo, recíprocamente reforzado por la memoria de las delicias y por el vértigo de las inauguraciones, absorbía el efecto hacia un irresistible estallido sensorial.