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– Una lección de humildad para el Jefe de Decodificaciones -dijo Ígur.

– Normalmente -explicó el geómetra-, una vez has tomado la difícil decisión adecuada, el paso siguiente suele ser muy sencillo; es lo que llaman el laurel del vencedor -sonrió-. Supuse que la coincidencia de las veintidós separaciones se debía producir en intervalos relacionados de alguna forma con esa cifra, y me pasé casi una hora buscando en el Cuantificador relaciones numéricas referidas al tiempo que me permitieran llegar a una ley del Código. Descubrí que el número total de cifras que contienen los veintidós círculos, que es mil seiscientos cincuenta si la combinatoria no falla, se parece mucho al producto de cien por la cifra resultante de dividir por veintidós trescientos sesenta y cinco coma veinticinco, número promedio de los días del año, como tú sabes, cifra que es dieciséis coma sesenta, y, más concretamente, que coincidía exactamente con la cifra centuplicada resultante de la división entre veintidós por trescientos sesenta y tres, que es dieciséis coma cincuenta. Pero trescientos sesenta y tres es el año promedio menos dos días y cuarto, es decir, cuarenta y ocho horas más seis, por tanto cincuenta y cuatro.

Debrel se rió, lo que hizo saber a Ígur que a partir de ahí había deducido la solución, y que esperaba que él también la dedujera.

– Vamos a ver -dijo, después de alguna vacilación-, si el primer círculo tiene doce números, el segundo dieciocho y el tercero veinticuatro, quiere decir que aumentan de seis en seis, y por lo tanto cincuenta y cuatro corresponde al número de cifras del octavo.

– ¡Espléndido! -celebró Debrel-. Observa, por otra parte, que veintidós difiere en dos unidades de veinticuatro, número de las horas del día… esas dos horas que sobraban de las cincuenta y cuatro me llevaron de coronilla un rato más, y decidí dejarlas correr en principio para poder centrarme en aquel maravilloso cincuenta y cuatro que tantas resonancias numéricas me evocaba: cinco y cuatro nueve, cincuenta y cuatro entre nueve igual a seis… Hice las mil y una pruebas posibles, con aquel palurdo respirándome en el cogote, hasta que tuve claro que la única solución posible estaba en los orígenes, y pedí la primera cinta que emanó de los veintidós círculos concéntricos tras el asentamiento posterior a la última Entrada al Laberinto. Probé a hacer corresponder simultáneamente al listado de cifras el alfabeto griego y el alfabeto latino, desfasándolos cincuenta y cuatro lugares; en el caso del griego, de veinticuatro letras, en la práctica supuso desplazarlo seis cifras, porque los cuarenta y ocho primeros pasos de desfase lo dejaban, como es de elemental evidencia, reducido a cero; la reproducción del cuarenta y ocho más seis me hizo sentir que iba por buen camino, y también lo sentí cuando vi, de forma asimismo inmediata, que no existía desfase en la codificación del alfabeto latino, porque veintisiete (descontadas las letras dobles salvo la W), es justamente la mitad de cincuenta y cuatro. Entonces se trataba de separar la primera cifra que coincidiera numéricamente con el lugar que ocupa en el alfabeto, retomando cíclicamente la correspondencia.

– ¿Por qué? -preguntó Ígur.

– Es la Ley del Laberinto -dijo Debrel con una leve entonación de reproche, e Ígur sintió que lo habían pillado.

– ¿Y cuál fue el resultado?

– Saltó en seguida, y del alfabeto griego; fue la en el decimocuarto lugar.

– ¿Y entonces? -insistió Ígur, absolutamente resignado a ser tomado por un insolvente.

– Entonces llegaba la verdadera decodificación; establecí la correspondencia de con uno, O con dos, con tres, etcétera, y la he aplicado a todo el listado de códigos a partir de aquel día. -Ígur puso cara de circunstancias, y Debrel se rió-. Paciencia, porque puede ser largo. Conseguí que aquel bárbaro me sacara copia de los listados, y los he traído a mi Cuantificador para decodificarlos; he introducido un programa para localizar la más mínima coherencia, pero ahora ya sé por dónde vamos y, suponiendo que no me haya equivocado en nada y vayamos por el buen camino, quiero decir si no he confundido las verdaderos datos con puras coincidencias numéricas sin sentido, puede ser cuestión de días, de semanas incluso. En cualquier caso, tranquilo, no tardaremos en saberlo.

Ígur sentía una mezcla de apasionamiento y escepticismo, y aceptó la invitación de Debrel a tomar un refrigerio informal; no pasó mucho tiempo antes de que llegaran Guipria y Sadó y se unieron a ellos. Después de aquel desierto de aridez y dolor de cabeza, Ígur sintió como un oasis su presencia, en especial, y no le hacía falta preguntarse por qué, la de la más joven; pero la sonrisa un poco tensa de la bella le indicó que, por lo menos de momento, más le valía disimularlo.

El rato siguiente se dedicó a una discusión de fondo sobre política entre Debrel y Guipria, llevando ella el protagonismo y argumentando con gran profusión de razones abstractas, consideraciones laterales y detalles intuitivos, él en un aparente segundo plano, pero quizá, pensó Ígur, no con la distensión de quien no se siente seguro en su tesitura, o con la de quien en realidad no está interesado en la controversia, sino con la benevolente sordina de quien conoce demasiado bien al interlocutor y el tema como para saber dónde y cuándo puede acabar el litigio con contundencia, y ya lo ha hecho tantas veces, que no le importa no hacerlo de nuevo. Ígur estaba atento a la cuestión, que se centraba en la difícil posición del Agon de los Meditadores (que él mismo había contribuido a agravar), la lucha de los Príncipes por el poder y la dudosa actitud de La Muta, que acababa de cometer un atentado, pero sus ojos seguían a Sadó, que aparecía y desaparecía trayendo y llevándose objetos con una arbitrariedad sospechosa; ¿por qué no se sienta?, pensó Ígur, ¿no es capaz de seguir ni por un minuto la conversación?

– ¿Tú qué opinas de todo eso? -le imprecó Guipria, con la clara intención de atraer a Ígur a la confirmación de sus tesis.

– Yo digo que en dos meses caerá el Agon de los Meditadores, y detrás de él el Príncipe Nemglour -aseveró-, y que en el transcurso de este año habrá caído el Hegémono.

La discusión entre Guipria y Debrel continuó por otros derroteros, al margen de la intervención de Ígur, y él se dedicó a la contemplación furtiva de Sadó, con la furtividad que se ampara en la evidencia de la luz y en los movimientos casuales, en la atracción de lo que se mueve y en los propios cambios de postura: coger el vaso, descruzar las piernas, ora una sonrisa, ora un no, muchas gracias; Sadó lo notaba todo (a la fuerza lo tenía que notar, pensó Ígur), y mantenía la distancia del juego, sin dar pie a una aproximación pero sin por ello alejarse. Su actitud seria parecía imperturbable, quizá demasiado imperturbable para no ser la máscara de un jocoso circunloquio interior, quiso creer Ígur; la mirada también era seria, hasta el límite de la serenidad lapidaria, pero alejada de la frialdad, aunque la impecable perfección de sus facciones parecía servirla sin remedio; la frente alta, poderosa, de perfil estaba bien desmarcada de la curva de la nariz, que se unía, ligeramente redondeada, en la bien trazada concavidad del yugo entre los ojos. Resuelta para el deseo la expectativa del cuerpo de forma inmediata con tantas cualidades objetivas de hembra, Ígur se dejaba cautivar lentamente por las del alma, con la tensión constante de sus facciones, que, ahí más que en cualquier otro sitio, los caprichos de la experiencia, al emparejar elementos de orígenes diversos, hacían ver como contradicciones, por ejemplo la armonía de la mirada y la tendencia burlona de las comisuras de los labios, o el perfil perfecto de las cejas y la arruga que se le formaba entre ellas en la base de la frente antes de empezar a hablar. Pero la expectativa del cuerpo respondía a una resolución que era deseo, y el deseo pertenece tanto al alma como cualquier otra contradicción, y así Ígur se perdió en el vientre de la pierna, que difuminaba en dos líneas oscuras los tendones posteriores de la rodilla, dos surcos sutiles a cada lado, y, por debajo, arborecía el tendón que la aguantaba desde el talón, el mismo por donde el Pélida fue muerto, Ígur sonrió, entorpecido por la memoria, y continuó buscando puntos débiles, no en los rasgos de Sadó, sino en su propia esperanza de encontrar una imperfección que lo detuviera, que lo descabalgase de una contemplación que pronto lo pondría en evidencia, y la mirada se posó en los hombros, tan bien proporcionados y alejados de cualquier rigidez, imaginó si tendría el torso lleno y suave, sujeto en un continuo de piel que acogería la luz en un desmayo, si la cavidad del ombligo se extendería hacia arriba en difuminado, como la cola de un cometa, o bien si los pechos en volumen exacto contra el vientre en tensada concavidad destacarían de una caja torácica con algunas costillas tenuamente marcadas en los costados, si serían como el Estado después de la caída del Capitalismo, tan grandes como fuera posible y tan pequeños como fuera inevitable, en la parte inferior unidos al tórax en cuartos de esfera perfectos, sin arruga alguna de la piel, ni tan siquiera el menor desplazamiento que marcase una sola línea horizontal, si tendrían el pezón alto, ni demasiado grande ni demasiado pequeño, si una aureola un poco más clara, inmediata delatora de escalofríos, si ensanchada y más brillante, y ascendente a cada inspiración.