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– ¿Quieres un poco más de té? -dijo ella; Ígur se sintió como si acabasen de leerle el pensamiento, pero no le importaba, en realidad lo único que lo frenaba era la falta de tiempo, y también, quizá, la falta de confianza y conocimiento de las reacciones de Debrel, ante quien no quería introducir distorsiones en un momento en que se necesitaba buena armonía.

Así pues se excusó y se levantó, y el geómetra lo acompañó, con la advertencia de que tan pronto hubiera cualquier cambio, se pondrían en contacto.

Aquella noche, en su casa, Ígur recibió aviso de la Equemitía ordenándole que se presentara a la mañana siguiente.

El despacho del Secretario Ifact parecía menor y más anodino a los ojos del Caballero de Capilla, y el funcionario menos poderoso que en otras ocasiones; de alguna manera las sensaciones de Ígur debían entreverse a ojos de un hombre curtido en el trato con espíritus difíciles, porque Ifact habló con firmeza, aunque no sin amabilidad.

– Naturalmente no tienes obligación formal de informarnos acerca de tus movimientos, pero debo recordarte que formas parte de un cierto sector de la Administración, y tu actitud respecto al Laberinto puede estar sujeta a interpretaciones, que en el caso presente no son para ti completamente favorables.

– ¿Qué he hecho incorrectamente? -preguntó Ígur en el tono más neutro posible.

– Nada en concreto, nada en concreto -sonrió Ifact-; pero si pensabas visitar a la Cabeza Profética nos tenías que haber informado, lo que habría servido por un lado para no despertar recelos en algunos sectores -recalcó la palabra- de la Equemitía, y por otro lado, para ahorrarte la espera hasta el miércoles, y doscientos créditos.

– No volverá a suceder -se excusó Ígur, procurando un tono agresivo.

– Todo está arreglado; los doscientos créditos han sido reembolsados, y la cita con el Maestro de Ceremonias tendrá lugar mañana por la tarde; ¿hay alguna otra gestión que desees hacer? -Y, ante la mirada inquisitiva de Ígur-: Ten presente que no conviene que un Caballero de Capilla adscrito a nuestra competencia vaya estrellándose por los mostradores de otras instancias de la Administración.

Ígur pensó que no valía la pena ocultar nada, porque al final todo se acababa sabiendo.

– Con el Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma.

Sin la más mínima reacción emocional, Ifact lo anotó.

– Muy bien, lo gestionaremos desde aquí. -Hizo una pausa y la sonrisa burlona desapareció de sus labios-. Pero el objeto de que hayas sido convocado es una misión pública.

– Estoy a vuestras órdenes.

– Excuso puntualizar que todo lo que se diga a partir de ahora es confidencial -Ígur permaneció impasible, Ifact continuó con lentitud, como si midiera las palabras con delicadeza-; el Agon de los Meditadores fue destituido ayer por la noche, y mañana por la mañana el Apótropo de Ordenes Militares dará posesión al sustituto que ha sido nombrado esta mañana. El cometido consiste en vigilar y, si fuera necesario, controlar a los asistentes que, como es de imaginar, serán todos del alto dignatariado y la nobleza, y llegado el caso habría que proceder con el mayor tacto posible; será una misión compartida: las demás Equemitías y, posiblemente, los agentes del Hegémono y de los Príncipes tendrán a sus hombres con instrucciones parecidas. -El Secretario lo miró inquisidor, como si esperase un gesto de asentimiento, y prosiguió-: Terminado el acto, el Infante Galatrai será discretamente detenido y conducido aquí mismo; por el camino, en un puesto de información, las órdenes serán confirmadas con el sello.

Ígur tenía la impresión de que eso no era todo, que algún recelo, alguna recriminación, se quedaba en el tintero de su superior, pero no era a él a quien correspondía exprimir suspicacias, y se marchó.

La visita a la Equemitía le había hecho pensar en Mongrius, al que hacía días que no veía, y en Lamborga, con quien, además, había contraído formalmente un compromiso moral; fue a verlo al hospital.

– Es una gran satisfacción recibir el honor de tu visita -dijo el herido, que ya estaba levantado y, según dijo, a punto de irse a casa.

– La satisfacción es mía de ver que te encuentras mejor.

Se quedaron sin saber qué decirse; pasada la tensión de la primera entrevista, en la que excusas, perdones, vergüenza y vanidad tras el reciente Combate proporcionaban mucho juego, las expectativas de dos desconocidos eran escasas, dado, además, que no se sabía demasiado bien qué tipo de relación, o incluso quién sabe si de adversidad, les depararía el futuro.

– Ya debes saber que ha caído el Agon de los Meditadores.

– Sí -dijo Ígur; la noticia se había hecho pública, y cuando estaba a punto de hacer un comentario, recordó que la información era confidencial; pero al fin y al cabo, si todo el mundo lo sabe todo, ¿qué importa hablar más o menos? Quizá Lamborga podría contar que él era un lameculos que a la que se le decía algo no se atrevía ni a levantar el dedo para no desobedecer; enfurecido por sus pensamientos, se lanzó-: ¿Qué sabes del que le sustituye? ¿Estás de acuerdo? ¿Crees que mantendrá las directrices del anterior o que el cambio es una maniobra para diluir la Orden?

Lamborga no era hombre que no dijera lo que pensaba.

– ¿De qué te estás protegiendo? Sabes muy bien que no puedo contestar a nada de todo eso. No soy más que un herido que se recupera.

– No me cabe la menor duda de que la información te ayuda a recuperarte -dijo Ígur con insolencia; Lamborga se echó a reír.

– Ahora te preguntaría cómo van las gestiones del Laberinto, pero…

– Pero no hace falta porque las conoces perfectamente -le interrumpió; Lamborga le dirigió una sonrisa encantadora.

– Todos estamos en el mismo barco. ¿Qué esperas que haga? ¿Que convierta la cortesía en exhibición? ¿En ignorancia? ¿Qué te provoca que de otra forma te tranquilizaría?

Ígur se sintió ridículo.

– Tienes razón, me he comportado como un adolescente idiota -ambos se echaron a reír-; ya debes saber que últimamente las susceptibilidades, en fin, la tensión que ahora empieza…

Lamborga dejó que las nubes se alejasen.

– El otro día me ofreciste ayuda y protección; ¿mantienes tu generosidad?

– Sin la menor reticencia.

– Pues bien, tras nuestro Combate hubo una gran profusión de inscripciones de Caballeros de Preludio al Acceso a la Capilla, y tengo intención de añadirme tan pronto salga de aquí; claro que el Combate, seguramente, no tendrá lugar hasta dentro de unos meses. ¿Puedo solicitar el honor de tu padrinazgo?

Ígur se sintió conmovido; de inmediato desconfió, pero la vanidad halagada y, finalmente, el dominio que se desprendía de la posibilidad de decir que no, le decidieron (aun así, pensó cuando ya tomaba aire para responder, Lamborga podía muy bien haber previsto sus pensamientos, y podía haber realmente motivo para el recelo).

– El honor será mío, y una gran satisfacción estar presente en tu éxito.

Y se quedó un rato más, evocando sin dificultad recuerdos intrascendentes y descubriendo al azar afinidades curiosas.

A la mañana siguiente, Ígur formaba parte de la densa y perfectamente jerarquizada asistencia a la toma de posesión de Dan Oibuleus como nuevo Agon de los Meditadores. Cuando llegó a la Apotropía de Órdenes Militares y se acreditó con el sello, nadie en la Guardia ni en la recepción mostró el menor signo de extrañeza ni deseo de realizar mayores comprobaciones, lo que confirmaba las palabras de Ifact sobre la presencia habitual en ese tipo de actos de agentes de los diversos sectores del poder, y le asignaron un sitio en segunda fila, detrás de los aristócratas. Pidió un plano con los nombres de los asistentes y se lo proporcionaron sin reparos.

Presidía la ceremonia en el Gran Salón (que no era tan grande como cabría suponer de tan ampulosa denominación, y a Ígur le pareció más bien estrecho y deslucido) el Apótropo en persona, e Ígur lo miró con atención, porque era la primera vez que tenía relativamente cerca a una alta personalidad de la política; era un hombre de aspecto noble, quizá con algunos kilos de más, y estaba acompañado por otro dignatario, con el que recíprocamente se deparaban grandes deferencias, que fue anunciado al público como el Parapótropo de la Hegemonía, cargo que en la práctica equivale al de un Secretario General, con atribuciones eminentemente ejecutivas y de carácter interno, aunque en esa ocasión, excepcionalmente, desempeñaba funciones de representación. Completaban la palestra el oligarca cesado, Dimitri Malduin, a quien Ígur miró como a un viejo conocido, casi con afecto, y el sustituto Oibuleus, que le sorprendió por su juventud. Buscó con la mirada entre la asistencia, de acuerdo con el plano, y una vez localizado el Infante Galatrai, se dedicó a observar a los demás sin perderlo de vista.