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– El Excelentísimo Apótropo de Órdenes Militares -proclamó desde una trona lateral un Maestro de Ceremonias- abrirá el acto.

Se hizo el silencio, y el Apótropo dedicó un cuarto de hora a saludar a la asistencia con fórmulas retóricas, y acabó anunciando la lectura de diversos documentos a cargo del Parapótropo de la Hegemonía; el aludido se puso en pie y leyó:

– Acta de la Secretaría del Jefe de Ocupación, dirigida al hasta ahora Agon de los Meditadores, Dimitri Malduin: Excelentísimo Señor: Por la presente tengo el placer de notificar que nuestro bienamado Lutaris XII, Emperador por el fulgor del Sol y las otras estrellas, y por benevolente declinación suya este Secretario del Jefe de Ocupación, ha dispensado la merced de aceptar su tan gentil solicitud de jubilación anticipada, y se congratula y le honra con la más alta consideración personal, que contemplando la constancia y la abnegación de sus años de servicio nunca encontrará mejor premio que su imborrable reflejo en la memoria personal de los contemporáneos y en la historia de los sucesores, por el ejemplo civil que su actitud magnifica. Y para que conste a un solo efecto y para siempre en cualquier otro, en Gorhgró, a trece de Febrero del 394 -hubo un silencio indolente mientras el dignatario pasaba la hoja-. Acta de nombramiento del Agon de los Meditadores en la persona de Dan Oibuleus: Yo, el Apótropo de Ordenes Militares, con el concurso conjunto de Su Majestad el Emperador por benevolente declinación en el Secretario del Jefe de Ocupación, y de la Hegemonía por mediación de su Excelentísimo Parapótropo, vengo a investir con la Excelencia de la Agonía de los Meditadores a Dan Oibuleus, para mayor Gloria del Imperio y en la confianza de su servicio. Con todas las firmas, a catorce de Febrero del 394.

De pie, entre olíbanos y un gran silencio, el Apótropo invistió al nuevo Agon, le entregó el sello recuantificado y un pliego de títulos, y se abrazaron con prosopopeya. Acto seguido, Oibuleus abrazó a Malduin (cuyo destino Ígur desconocía), y el Apótropo de Órdenes Militares cedió la palabra al nuevo dignatario.

– Excelentísimo Apótropo, Excelentísimo Parapótropo, nobles y dignatarios, me tenéis ante vosotros como resultado de una difícil elección que ha acongojado mi ánimo en las horas y los días que han precedido a este momento; pero más difícil que la resolución de mis dudas es, ¿quién podría cuestionarlo?, la hora presente que nos toca vivir, y en mí se ha acabado imponiendo el sentido del deber por encima de cualquier fácil y cómoda consideración prioritaria personal. Quienes me conocéis sabéis que siempre he antepuesto la devoción a Su Majestad el Emperador al afán de lucro, la voluntad de servicio a la laxitud del cuerpo y el alma, la exigencia de la comunidad a la actividad bien remunerada, la labor callada y oscura al honor público. ¡Cuánto más sencillo habría resultado para mí continuar viviendo de las rentas, alejado del peso de los problemas y los compromisos!

– ¡Qué cinismo! -exclamó un noble situado a poca distancia de Ígur, lo suficientemente alto como para que se volvieran con discreción los de su alrededor, pero no lo bastante como para que lo oyeran desde el estrado-. ¡Después de las multitudes que ha tenido que asesinar para robar el cargo, aún tiene el aplomo de seguir el protocolo!

Ígur pensó que para una asesino no debía de ser problema el participar sacrílegamente en el protocolo; después, recordando las instrucciones, consultó su plano de personal. Se trataba del Infante de Arnael.

– Pero acceder a las justas imploraciones -proseguía el nuevo Agon- es para las horas difíciles, y en la actual no me ha sido posible desoírlas, cuando han llamado a mi puerta con tanta insistencia y terminal premura.

– Cuesta creer que nadie detenga esta farsa -dijo De Arnael, subiendo el tono.

Ígur echó una mirada circular, y topó con los ojos furiosos y perentorios de un Oficial de Guardia situado en un ángulo próximo, pero alejado del alcance de su sector; unos ojos que tenían la fijeza incisiva de una orden.

– Os ruego me excuséis, Infante -dijo Ígur al oído del escandaloso inconformista-, permitidme recordaros la obligación de cortesía de mantener las formas en un acto oficial de toma de posesión.

– Caballero -dijo De Arnael, volviéndose con ostentación y sin bajar la voz-, os dispenso del deber que me ampara de ser saludado por vos como un miembro de la aristocracia, sin que tal merced actúe en perjuicio de recordaros que puedo expresar la opinión que me dé la gana. Oibuleus es un ladrón y un criminal y nadie me obligará a tragarme esas falacias.

– Por tanto -proseguía el Agon-, he tomado la decisión de arrinconar la tendencia en mí natural al fervor de la vida retirada y, en contra de las inclinaciones tranquilas de la facilidad, hacer el sacrificio de aceptar este cargo, cuyas ingratas y gravosas responsabilidades infligidas a quien lo detente le serán compensadas, espero y deseo, por la más discreta satisfacción del deber cumplido.

De Arnael resopló ostensiblemente, y de nuevo el Guardia empujó a Ígur con la mirada.

– Infante -dijo Ígur, quizá con más energía de la necesaria, para así aplastar su propia incomodidad-, ante vuestra insistencia, me veo en la obligación de conminaros a que al salir de aquí os pongáis a disposición del Jefe de la Guardia de esta Apotropía, con la advertencia de que si persistís en vuestras manifestaciones me veré comprometido a sacaros fuera yo mismo.

De Arnael se volvió con ojos furiosos, pero Ígur se mantuvo impasible; unas filas más allá se volvió Galatrai, y se miraron largamente. El discurso del dignatario investido finalizó, y el Apótropo de Ordenes Militares cerró el acto con unas palabras.

– Nuestro querido hijo Dan Oibuleus, a quien deseamos la mayor fortuna y tino, se ha referido a momentos difíciles, y ciertamente lo son, principalmente para nuestras tan queridas, y no lo quiera la providencia, tal vez pronto lloradas instituciones; porque a pocos como a nosotros nos ha sido confiada la carga de penar por la división de los mundos, de soportar y mantener para el progreso una realidad fundamentada en la confrontación. ¿No valdría más, por tanto, enfrentarnos sin más, sin sentir absurdos como obstáculos, victorias como impedimentos ni derrotas como confirmaciones, como el que reprochando un suicidio ajeno por amor a una persona en favor alternativo de un suicidio anímico por amor a una idea, por más absoluto que tal idea contenga, no hubiera sido capaz de reprochar un suicidio en nombre de la vida misma, o como aquel otro que, acusado el primer sabio de barbado delirante y el segundo de anquilosado circunlocuaz, no tiene reparo en copiar a aquel a quien el primero a quien he aludido pretende reducir tan sólo a modelo útil para aprender a expresarse? Podemos detener el sol para ganar una batalla, pero no va bien encaminado el que crea que así se detiene el tiempo. Lejos para siempre de nosotros la prisa y la vanidad de los eversores, y por siempre humildes en el empequeñecimiento que a diario proporciona el abnegado servicio a la comunidad y a la preservación de su último sentido.

Acabado el acto, el Infante De Arnael cayó rápidamente en manos de la Guardia, que lo hizo desparecer sin que Ígur tuviera ocasión de tener que preocuparse. Pasaron a un saloncito contiguo, mucho más acogedor (también menos espacioso), y allí Ígur se situó para no perder de vista a Galatrai, que, tal vez consciente de una amenaza, centrifugaba miradas con inquietud. Ígur se encontró metido en un círculo de desconocidos (para él casi todos los asistentes lo eran) que discutían las noticias del día con una mezcla fluctuante de frivolidad y pasión; el caso en controversia era un atentado, presuntamente perpetrado por La Muta, contra un transporte del Gobernador de Taidra, que se había saldado con trece muertos entre los sirvientes y veinte más entre la población civil.

– Basta -decía un anciano peligrosamente enrojecido- con aplicar la vieja preceptiva literaria: busca a quién saca partido del crimen: a las organizaciones de seguridad, a los de presupuestos militares.

– Eso es una simplificación trivial -dijo uno a su lado-; de esa forma nunca se encontrará ninguna explicación, y supone además reducir la humanidad ya no a la miseria discernidora, que eso aún supondría una capacidad de aprendizaje, y por lo tanto, de elección, sino al más salvaje analfabetismo moral.

– Hablar de moral cuando se habla de asesinos es un antídoto para el pleonasmo -dijo un tercero.

– Sí y no; ciertamente, si la hemos aceptado en las instituciones, no veo por qué no podemos hacerlo en las contra-instituciones. El problema es que no tenemos contra-instituciones creíbles. -Se hizo el silencio para escuchar al pretencioso personaje que hablaba-. No, señores, yo no creo que La Muta sea una organización honesta en el sentido de que sea lo que aparenta ser. Si quieren agitar con coherencia a favor de una causa, ¿qué ganan con matar a ciudadanos anónimos? ¿Por qué no atenían contra los Apótropos? ¿Por qué no apuntan al Príncipe Nemglour?

– ¡Cierto! -dijo otro-. ¿Por qué no asesinan al Hegémono?

Se hizo un silencio. Ígur se abandonó a la lógica.

– ¿Por qué no al Emperador? -dijo, de repente convertido en centro de gravísimas miradas.

– Caballero -dijo el iniciador del discurso sobreponiéndose a un coro de toses y frases divagadoras-, yo no quería llegar tan lejos. La Muta pretende el contenido del frutero, y tan lleno como sea posible; ¿qué iba a ganar con dinamitarlo?

– Sólo asesinan Emperadores los locos o los que creen que después los nombrarán a ellos -dijo alguien, y todos rieron.