– Quizá sea lo mismo -dijo Ígur, distendido el ambiente.
– Y, sin embargo -decía el hombre enrojecido, respirando con dificultad-, ¿por qué nos está permitido decir este tipo de cosas en público? ¿Por debilidad del poder? ¿Por ambigüedad? No nos engañemos: el gobernante tiránico es el inseguro; es el que se siente fuerte el que sabe que hay que permitir a ciertos personajes decir ciertas cosas en determinados momentos, que incluso le conviene que las digan, porque no sólo no cuestiona el ejercicio del poder, sino que, por contraste dadas las escasas consecuencias, demuestra la debilidad del adversario y aún los refuerza.
La conversación derivó hacia la moralidad de la Ley Imperial que penaba duramente el pago de los rescates de secuestros de nobles, práctica habitual de La Muta; un dignatario minúsculo ponían en cuestión el célebre emblema moral del Hegémono de que una vida humana es lo más valioso, porque incluso una ley establecía que su valor está por debajo del de un principio político.
– Una vida humana no puede estar por encima de toda consideración desde el momento en que, impidiendo el pago del rescate, se confirma, ¡y se ejecuta!, el precio establecido por los secuestradores por ley y refrendación hegemónica oficial.
Ígur no veía la forma de salir de las viejas historias de facciones: La Muta y los Astreos convienen al gobierno, que mantiene la adversidad hecha a medida; como siempre, pública intransigencia, acuerdos privados.
– ¿Y cómo podría ser, si no? -dijo un anciano con pinta de militar retirado-. Nunca ha salido nada bueno de los discursos amenazadores y retrógrados. ¿Queréis una sociedad estable? Dad motivos a la mayoría para que se vuelva conservadora.
– ¿Se necesitan motivos para volverse conservador? -dijo Ígur-. De pequeño me advirtieron que es ley de vida.
– Joven Caballero -dijo el hombre rojo-, hay distancias que aproximan.
Entonces Ígur miró hacia donde estaba Galatrai, al que había visto hacía unos segundos, y ya no estaba; seguramente acababa de salir, y, dejando a los interlocutores con la palabra en la boca, se fue a toda prisa; alcanzó al Infante en el pasillo, cuando se alejaba a paso ligero.
– Infante Galatrai -le dijo, una vez a su lado-, quedáis detenido en nombre del Imperio; os ruego que no ofrezcáis resistencia. Tengo orden de conduciros al puesto de información más próximo.
El noble lo miró con una amargura inconmensurable, e Ígur se sintió disminuido por su ignorancia sobre aquel hombre de mediana edad y aspecto que revelaba distinción, por no saber, y por tanto ser inferior, las esperanzas y los afanosos pasados que como simple instrumento él truncaba. De repente se le ocurrió cómo le hubiera aliviado que aquel hombre se hubiera rebelado, o que hubiese intentado huir, pero no sucedió nada de eso. Con una tristeza que llevó al límite la incomodidad del Caballero, se dejó llevar.
– Como podéis ver -dijo con una sonrisa crispada-, estoy a vuestra disposición.
En silencio salieron a la calle nevada, y se dirigieron hasta el puesto de información; allí Ígur introdujo el sello en la terminal del cuantificador, y en pocos segundos salió una tarjeta con la respuesta cifrada. Galatrai, presa de gran tensión, se volvió de espaldas, y rutinariamente Ígur leyó:
«Este hombre no debe llegar a ningún otro edificio oficial. Orden de terminarlo inmediatamente.»
El texto pilló a Ígur desprevenido, y tuvo que hacer un esfuerzo de autocontrol esperando el momento en que la víctima se diera la vuelta; de todas formas, el Infante parecía estar pendiente incluso de su respiración. Seguramente, desde el principio ya sabía qué le esperaba.
– Salgamos -dijo Ígur, y se adentraron en unos jardines solitarios.
Debía de estar todo calculado, pensó; sabían que me pondría en contacto desde aquí, y tenían previsto este sitio como escenario ideal. Fue enfureciéndose poco a poco, estrellándose mentalmente en la estrechez de no poder exteriorizar ningún sentimiento. ¿Qué querían, comprometerle? ¿No se les había ocurrido nada más macabro que la sangre para tenerlo bien atado? Ígur había matado en combate, pero era diferente. ¿Por quién le habían tomado, por un Fonóctono? Poco a poco se fue calmando. El asunto tenía toda la pinta de un examen. La Equemitía probaba su fidelidad. ¿O a lo mejor su imbecilidad? ¿Cuál sería el precio de la desobediencia?
– No soy tan ingenuo como para imaginarme que estamos aquí para disfrutar del clima -le interrumpió Galatrai, su voz con una modulación perfectamente controlada, tan sólo delatora de sentimientos extremos por su debilidad-. Os ruego que acabemos cuanto antes.
Ígur le miró a los ojos, lo que no había hecho desde que se había enterado de la orden. De repente le pareció odioso, indigno, una rata de alcantarilla. De rebote, también se lo pareció a sí mismo. ¿No existía dignificación posible?
– Pues yo no soy un asesino de hombres indefensos, así es que os ruego que os defendáis. -Y le ofreció un arma.
– Sé perfectamente quién sois, Caballero Neblí, y las posibilidades que tengo de sobrevivir en un Combate contra vos. -Rió con la mirada enturbiada por la desesperación-. ¿Qué queréis, descargaros de culpa? ¿Una justificación os permitirá dormir más a gusto esta noche? ¿Queréis que os diga que es inútil que me dejéis escapar, porque mañana enviarán a otro? ¿Queréis que intente huir, o, mejor aún, que intente mataros? No, Caballero Neblí, os habéis puesto a la cola del poder y tenéis que tragar la mierda y la sangre que os corresponde. Aún tenéis suerte, ¡os podían haber endosado trabajos peores! Pero no esperéis que yo os ayude a pagar la cuota; yo pongo el pellejo, y vuestra parte es a vos a quien le corresponde ponerla.
Galatrai sudaba, a pesar del frío de aquel maldito mediodía. Ígur se impacientó ante aquellos ojos orgullosos que no le dejaban respirar, que le dañaban más que la indignidad de todos los encargos insultantes del Imperio juntos. ¿Qué se había creído aquel desgraciado? ¿No se había enterado de que a él le daba igual cargar con una culpa, que el único problema era la pura transferencia estética, la traición al propio sueño? De repente se volvió a indignar, se dio cuenta de que era débil, y que todo eran excusas y dilaciones, que si Galatrai se lo hubiese llegado a proponer, él incluso le habría ayudado a huir. Daba lo mismo si Ifact le había elegido la víctima adecuada para ponerlo entre la espada y la pared o si, realmente, toda la especulación pertenecía tan sólo a su delirio y ese hombre desafiante que se agitaba delante suyo era únicamente un criminal a quien sus superiores, que confiaban en él, le habían encargado que enviase donde le correspondía. Sí, debía de ser eso; era extraño que no se hubiera dado cuenta a simple vista de que no era más que un degenerado y un criminal.
– ¡Basta de cháchara! -dijo, y de un solo golpe de espada a dos manos le cortó la cabeza en redondo; saltó hacia atrás para no salpicarse y, una vez el cuerpo hubo resuelto su caída y se hubo asentado en la horizontalidad definitiva, lo arrastró lejos de la evidencia del público y extrajo de él las tres pruebas obligadas para demostrar que el trabajo se había cumplido escrupulosamente.
Aquella tarde, después de la visita de rutina a la Equemitía, en donde se le notificó la formalización de la cita con el Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma para el sábado por la mañana, Ígur fue a la Anagnoría de la Cabeza Profética. Allí fue recibido de inmediato por el Maestro de Ceremonias, un hombrecillo untuoso, de aire afeminado, que se frotaba las manos sin cesar, que le invitó a pasar por la entrada especial, lejos del público.
– Si hubierais anunciado vuestra visita, Caballero Neblí, no se habría producido el lamentable incidente de los funcionarios de la entrada -Ígur intentó excusarlo, pero el Maestro no se dejó interrumpir-, y yo mismo os habría recibido el primer día. No sé si el motivo del honor que nos dispensa la presencia del más joven Caballero de Capilla, y uno de los más brillantes, es de orden técnico o consultivo, pero en cualquier caso acabo de dar orden de bloquear los accesos a la Cabeza Profética, que está a vuestra disposición por tanto tiempo como os sea preciso.
Le hizo pasar a una salita.
– Estoy en trámites para iniciar una Entrada al Laberinto, y me interesa todo lo que en el orden técnico me pueda ser de utilidad.
El Maestro de Ceremonias lo miró con una sonrisa, mezcla de adulador y máscara de una intensa concentración.
– ¿Puedo preguntaros quién es vuestro Príncipe Epónimo?
– Estamos en proceso de negociación -mintió Ígur, vacilando, y el otro levantó las cejas con escepticismo-, muy avanzado.
– ¿Quién os asesora en el aspecto técnico? -dijo el Maestro con aires de no merecer la pena continuar la conversación sobre el Laberinto si la respuesta volvía a ser negativa.
– Kim Debrel.
Ígur se sintió de repente examinado, y en falso. Encontró débiles sus aspiraciones, improvisadas o con una base poco seria o fundamentada. El Maestro parecía afectado por la revelación de aquel nombre, pero Ígur no conseguía adivinar si positivamente.
– Mucho me temo -se destapó finalmente el dignatario- que en el aspecto técnico no pueda enseñaros nada que no podáis aprender al menos tan bien al lado de Debrel. Creo que lo más útil -la mirada se le iluminó de repente- es que le hagáis una consulta a la Cabeza.
Ígur se sobresaltó… No tenía ninguna intención de entrar en ese juego bárbaro y atávico, materia de analfabetos y bromistas.
– No creo que tenga un interés en concreto…
– Para vos, la consulta es gratuita -inmediatamente extendió las manos en señal de excusa-; ya sé que no es ésa la cuestión, pero la Apotropía, ¿entendéis?, estaría muy honrada si le aceptaseis una admonición como obsequio. -Y, viendo la cara de Ígur-: ¿Tampoco? Qué se le va a hacer, supongo que por lo menos querréis verla. -Sonrió, y bajando el tono de voz-: Nunca se sabe qué sorpresas puede deparar el interior de un Laberinto…