Ígur accedió (¿qué, si no, había ido a hacer allí?), y el Maestro le hizo pasar por un corredor transparente y con una iluminación violentamente blanca, como la de un hospital; todo, en realidad, tenía en el interior de ese edificio el aire malsano de un hospital sagrado y terminal. La sala de la Cabeza Profética era un volumen de planta hexagonal y altura igual a una quinta parte del diámetro de la circunferencia circunscrita, lo que significaba cinco metros en los ángulos, medida que se reducía a tres en el centro, ocupado por la Cabeza de Turudia encima de un pequeño podio, coincidente con una depresión casetonada del techo que ocupaban los diferentes aparatos de iluminación y acondicionamiento, y de donde colgaba la campana de cristal que protegía el insólito objeto. Ígur y el Maestro entraron por las escaleras del subterráneo (las paredes no tenían aberturas), por un ángulo que correspondía a la nuca de la Cabeza, de forma que la primera visión fue posterior, y, por tanto, no excesivamente brusca. El espacio se rodeaba de los corredores periféricos para el público, vacíos en ese momento. Al lado de la Cabeza de Frima, dos técnicos con batas blancas se ocupaban de vigilar las constantes y las emanaciones proféticas, en apariencia ajenos a los movimientos de los consultantes; los aparatos de acondicionamiento emitían un grave ronquido de fondo, casi inaudible, y se percibía un olor difícil de situar entre los animales, vegetales y minerales, y del todo imposible de describir, pero ante el cual el visitante primerizo pasaba de la intimidación a la inquietud, y acababa en horrorizada renuncia a perseverar en su intento de clasificación; además, cuando se había llegado hasta ahí era inútil hacer nada, porque se estaba totalmente impregnado de él.
A medida que daban la vuelta para situarse de cara, una vertiginosa incertidumbre inundó la voluntad de Ígur Neblí. La Cabeza Profética parecía menor que una cabeza normal, quizá por efecto del aislamiento y la distancia, quizá por la falta de pelo, y la imagen intemporal de la base criminal de las filosofías se impuso por encima de cualquier pensamiento, acompañada de forma creciente por una excitación difícilmente situable en relaciones de causa y efecto. La costumbre y los antecedentes han cargado la decapitación de una agitación sexual irreversible y salvaje, y pocos, ante la belleza sin esperanza de la Gran Cabeza Profética, podían apagar su aceleración. De repente, el recuerdo de Galatrai, el más reciente decapitado, se le impuso con un sobresalto retrospectivo de revelación, y a la sensualidad anterior se sumó la de una naturaleza pujante, la del goteo de la sangre en la nieve virgen, el surco por fusión, de levísimo vapor de origen humoral, la barbarie apestosa de la disolución del alma, de la soledad contemplada desde la más implacable univocidad.
– Dominio de Aidoneo -dijo uno de los Guardianes de bata blanca.
– Como podéis ver, ahora descansa -dijo el Maestro.
Ígur había preferido mirar la estancia durante el trayecto, para reservarse la visión de la Cabeza cuando la tuviera de cara; en ese momento la miró de frente. La Cabeza estaba cortada a la altura de la barbilla, y tenía un sospechoso color rosado, uniforme y opaco. A Ígur le pareció que perfectamente podía ser de plástico; pero, quizá producto del ambiente, algo de horror sagrado habían conseguido que la rodeara. Cuando con más indiferente racionalidad la estaba contemplando, porque aquellas facciones le recordaban a alguien y no conseguía descubrir a quién, la Cabeza abrió los ojos de par en par con violencia. Ígur sintió un vuelco en el pecho y en el estómago.
– Señor -dijo uno de los Guardianes al Maestro-, la cinta graba.
– Fijaos, Caballero -dijo el dignatario.
Los ojos y los labios de la Cabeza se movían con gran lentitud, y emitían un sonido apagado que recordaba malignamente un zumbido de abejas silabeado. Ígur se sentía preso de una parálisis dulce y pegajosa, que empezaba por las rodillas y acababa por el habla. La apoderada racionalidad combatía furiosamente en su interior, pero no sabía contra qué.
– ¿Qué es eso? -dijo Ígur, incrédulo y afectado a la vez.
– No hace falta que luchéis -dijo el Maestro con benevolencia-. ¿Dominio de Aidoneo, habéis dicho? -se dirigió a los empleados-: Hacedme una copia cuando esté, y antes limpiadla -y, de nuevo a Ígur-: no tenéis que explicaros nada que os cuestione, Caballero. La profecía es una dimensión moral; no una superstición en el sentido de transferencia de la conciencia ni, por lo tanto, irresponsabilidad del pensamiento, sino mayéutica del estado de cuestión del yo; la Profecía científica llega a donde nunca soñó llegar el psicoanálisis; no es revisión exterior del futuro, sino estado de cuentas de tu presente. ¿Porque qué es el tiempo, sino intención?
– El tiempo es la muerte -exclamó Ígur.
– Sois un sentimental. Caballero, y exageráis injustamente; el tiempo es la vida, y ahora no me vengáis con que la vida es la muerte. -Miraron a la Cabeza Profética, que cerraba los ojos con una lentitud constante e inhumana que recordaba la puesta de un astro. Eso es lo terrible de la vida, pensó Ígur; creer que es otra cosa, y redescubrir cada día que no hay nada más que lo mismo. Uno de los Guardianes le llevó al Maestro un papel en una bandeja-. Veamos qué tenemos aquí -dijo, y lo leyó; después se lo pasó a Ígur con una cierta ceremonia que no suavizaba una sonrisa amable-: Es para vos, si queréis concedernos el honor de aceptarlo como nuestra contribución a la gesta de la Entrada al Laberinto.
Ígur no podía rehusar, y lo cogió con una inclinación, a la que correspondió el Maestro cuando tuvo libres las manos. Se trataba de un poema, o de cuatro líneas dispuestas como taclass="underline"
Más NO EL leopardo cabalgado es regalo,
Que UNo de los Dos, de los Tres con la PROcura,
Que allí do arribéis, divisa para TU presente
AL OSo vencerás, Al BlanCO cuerpo deSNUdo.
La Cabeza parecía perfectamente dormida, pero Ígur creyó adivinar en sus labios la brasa de una burla.
– Pero yo no he preguntado nada -adujo.
– La Cabeza es soberana de sus prerrogativas -dijo el Maestro-, y tan pronto puede no responder a quien le pregunta, como dirigirse a quien cree que no tiene nada por descubrir.
Acompañó a Ígur a la salida, y le despidió con toda suerte de buenos deseos y ofrecimientos, así como una invitación formal a volver.
En su casa aquella tarde, Ígur recibió notificación de Debrel de que la decodificación había dado resultado, y una invitación para el día siguiente a la hora que quisiera. Más tarde, a través del Cuantificador del sello, que tenía obligación de tener conectado cuando estaba en casa, recibió una alerta de disponibilidad de la Equemitía; cuando pidió ampliación de datos, se le dijo lacónicamente que, en caso de abandonar la residencia, mantuviera abierto el sello.
Buscó información en los informativos, y no tuvo que esperar mucho, porque la noticia había puesto en estado de alerta a todo el Imperio: el Príncipe Nemglour acababa de morir, y la lucha por el poder estaba abierta.
VI
A la mañana siguiente, Ígur se presentó en casa de Debrel, y lo encontró en compañía de Silamo, enfrascados en el trabajo; una vez más, faltaban Guipria y Sadó. Ígur empezó por comentar la nueva situación una vez desaparecido el Príncipe Nemglour, pero Debrel parecía más interesado en otros asuntos, y pidió que le relatara los acontecimientos de los dos días anteriores; a Ígur le sorprendió el grave silencio de Debrel al escucharlo, en contraste con la gracia que la vez anterior le había hecho el ataque de los Fonóctonos. Acabó por hacer una alusión casual al poema Profetice, y Debrel y su discípulo levantaron la cabeza como ante un factor vital.
– ¿Lo tienes aquí? -preguntó Silamo.
– Por supuesto -dijo Ígur, y se lo mostró; prácticamente se lo arrebataron de las manos; él también lo volvió a leer, sorprendido ante el calibre del interés mostrado y, tal vez por no saber muy bien qué decir, intentó ironizar-. No conocía vuestra afición a las disciplinas oraculares.
Debrel sonrió por primera vez, sin retirar la mirada del papel.
– Una observación que no honra a tu inteligencia, y una actitud que debes corregir con urgencia si quieres conservar la vida. -Silamo rió, y Debrel miró a Ígur fijamente a los ojos-. No, joven Caballero, soy uno de esos podridos numeristas que hay que lograr que se extingan, y no creo en las virtudes proféticas de ese dudoso trozo de gelatina regenerada; pero la disciplina oracular, como tú la llamas, se ejerce en la recepción y la interpretación del fenómeno, por más dudoso que sea el fenómeno intrínsecamente, y el Cuantificador de la Anagnoría de la Cabeza Profética está conectado con la red cuantificadora central del Imperio. Este papel, dependiendo de en qué bando juegue el Anágnor, es o bien un regalo inapreciable, o bien una trampa mortal.
Debrel lo copió a mano antes de devolvérselo, Ígur lo releyó dos o tres veces, sin atreverse a reconocer su más absoluta incomprensión del contenido.
– Naturalmente -intervino Silamo-, ahora no nos dice nada, y seguro que incluso cuando tengamos algún indicio a la luz de otros elementos, se necesitará un desciframiento exhaustivo.
– Guárdalo bien -dijo Debrel-, más adelante nos puede resultar muy útil; ahora ocupémonos de acabar esta decodificación; pero antes, Silamo te explicará qué hemos descubierto hasta ahora.
Y mientras Debrel continuaba trazando en los papeles, el discípulo le mostró otros a Ígur.
– Como puedes ver, la cinta de la segunda decodificación ha llenado mucho material -dijo Silamo-, y el programa no ha localizado más que un punto coherente, que corresponde una vez más al alfabeto griego; es una frase, quizá un título: '