Silamo dispuso las agrupaciones al margen, y también la doble acotación indicada por Debrel.
– Es curioso -dijo Silamo-, la numeración correspondiente a veintiocho estrellas, que aumenta en una cifra la anterior, produce coincidencias notables con las cifras que hemos manipulado hasta ahora: el 22 de Vindemiatrix, el 14 de Canopus, el 9 del Algol, el 6 de Aldebarán; son todas cifras de los pasos anteriores. Veamos, el problema ahora radica en si hay que quedarse con las siete estrellas o aún se tiene que eliminar una más.
– ¿Podría ser que el desdoblamiento de Capela fuera un indicativo de eliminación? -preguntó Ígur, y Debrel asintió.
– Y que el desdoblamiento de la en el lugar decimocuarto fuera la eliminación del 7, que es su mitad. Fijaos que la reaplicación de la serie aditiva a las estrellas seleccionadas nos lleva a un nuevo desdoblamiento del 1, que ya no es Capela solamente, sino también Arcturus.
– Tari sólo es preciso otro indicativo del 6 para eliminar Capela -dijo Silamo-. Además, las eliminaciones del 7 y del 28 están asociadas: 7 X 4 = 28, y, por contra, 9 X 3 = 27.
– Ya lo tengo -dijo Debrel-, esta juventud, siempre tan lenta de reflejos -rió mirando a Ígur-; volvamos a Arktofilax: tiene diez letras, y la que ocupa el sexto lugar es , emblema del número de oro; si aplicamos la sección áurea a la propia palabra Arktofilax, es decir, 'sobre' Arktofilax, 10/, tomando =1,618 obtenemos 6,18 y, por aproximación, el lugar que ocupa la letra. Por lo tanto cerramos el círculo, y se confirma que 6 es el número de estrellas a considerar.
– Muy bien -dijo Ígur-, pero ¿cómo sabemos que hay que eliminar Capela y no Vindemiatrix?
Debrel se rió; Ígur miró a Silamo, y el gesto de su cara le consoló de que sus conocimientos en ese punto no le permitieran compartir el sentido del humor del Maestro.
– '' también quiere decir más allá de Arktofilax, que, no lo olvidemos, es la constelación que contiene a Arcturus, y por lo tanto indica escoger lo que va después y eliminar lo que hay antes, es decir, Capela.
Ígur se hizo el firme propósito de leer la Ley del Laberinto tan pronto como le fuera posible; los criterios de selección le parecían de una arbitrariedad escandalosa, y no entendía en qué se basaban para decidir si una reiteración o una coincidencia servían para descartar una solución o para darla por válida.
– ¿Y ahora qué? -preguntó.
– Ahora hay dos cosas que hacer: primero, no perder de vista la serie de las veintisiete iniciales, porque aún pueden ayudar a resolver alguna duda, y segundo, centrarnos en los seis que hemos encontrado: el Uno, los Dos y los Tres: veamos -dijo a Silamo- qué nos puedes decir.
– Empecemos por los Dos -dijo Silamo-, Thuban y Aldebarán, las alfas de las constelaciones del Dragón y del Toro, emblemas claramente laberínticos, en cierta manera enfrentados y por otra parte complementarios: el Dragón pertenece al Protocolo de Heracles como Guardián de las manzanas de oro, o al de Jasón como Guardián del vellocino de oro; Guardián de oro en cualquier caso. El Toro pertenece al Protocolo de Teseo, y por lo tanto indica claramente su protección del centro del Laberinto, y en cierta manera representa el peligro de la resolución final, así como el Dragón, sin dejar de ser a su vez una gran amenaza, protege la Entrada y es, por lo tanto, un obstáculo más específico. -Debrel asintió con un gesto que no le comprometía a ninguna aprobación clara, y Silamo continuó-: Algol, Canopus y Vindemiatrix me parecen indudables emblemas del fuego, del agua y de la tierra, y los adscribiría, por lo tanto, a los Protocolos de Perseo como Cabeza de la Medusa, del Nilo como piloto del barco de Menelao, y de Afrodita, que no era otra la virgen del Zodíaco, aunque la asociación con las cosechas la haya identificado con Deméter o incluso con Perséfone; un factor a no desestimar es el nombre clásico de la constelación, Astrea, a quien advocan los Astreos como todos sabemos, y donde se podría encontrar una fuente ciertamente inquietante.
– Creo que con los datos de que disponemos es prematuro buscar conexiones de ese tipo -le interrumpió Debrel.
– En cualquier caso, los Tres corresponden a tres estratos diferentes de la resolución del Laberinto -concluyó Silamo.
– No lo entiendo -dijo Ígur-; ¿no habíamos quedado en que los Dos se refieren a la Entrada y a la Resolución? ¿Dónde se sitúan, entonces, los Tres?
Silamo iba a explicarse, pero Debrel le indicó con un gesto que se quería ocupar él mismo.
– Las tres divisiones entre el Uno, los Dos y los Tres responden a estratificaciones conceptuales, o categorías de pensamiento, sobre el Laberinto. Los Dos cumplen claramente una función de puente, y así, el Toro se aplica al nudo del Laberinto, es decir a los Tres, y el Dragón, como animal metafísico, indica la resolución de la Entrada, ya completamente en el terreno mental de las intenciones, pero a partir de ahí también representa el Laberinto en conjunto, y en concreto se aplica al Uno, que es Arcturus. Atención, porque el verdadero obstáculo del Laberinto es Arcturus: el Único, el Vigilante de la Osa inmóvil, y del concurso de los Dos y de los Tres resultará la manera de vencerlo.
Silamo cogió el poema de la Cabeza Profética.
– El último verso dice: '¡Al oso vencerás, al blanco cuerpo desnudo!'
Debrel se echó a reír.
– Queda mucho por decir, pero me parece que por hoy más vale que lo dejemos. Las seis estrellas proporcionan un abanico inconmensurable de claves en lo que respecta al interior del Laberinto, pero os recuerdo que aún no nos han resuelto la Entrada. Creo que ahora lo más importante es avanzar en los pasos siguientes.
– ¿Localizar a Arktofilax? -preguntó Ígur.
– Ya me estoy ocupando, y Arktofilax será difícil de encontrar; de momento parece que nadie sabe nada; en cualquier caso, resolveríamos poca cosa teniéndolo aquí, porque él es en esencia un hombre de acción, y la digresión teórica intelectual le pone nervioso -se detuvo y sonrió-; claro que con el tiempo puede haber cambiado. -Se dirigió a Ígur-: ¿Cuándo vas a ver al Secretario de Bruijma?
– El sábado por la mañana.
– Perfecto. Una vez hayáis llegado a un trato, haz que te consiga una autorización para visitar el Atrio del Laberinto; nos la traes, y que vaya Silamo, que conoce los mecanismos y sabe en qué se tiene que fijar para descubrir los adecuados esta vez. Además, a partir de ahora conviene que te concentres en las cuestiones estratégicas y nos dejes las técnicas a nosotros, y así te ahorrarás quebraderos de cabeza conceptuales.
Ígur se levantó resignado a no ver a Sadó. Silamo lo acompañó abajo, y por el camino se le ocurrió que era sospechosa la facilidad no tan sólo con la que resolvían los problemas técnicos, sino sobre todo cómo obtenían facilidades de las instituciones. Se lo comentó a Silamo, pensando en una cosa, y el discípulo del geómetra lo interpretó referido a otra.
– No te engañes -dijo, en el umbral de la puerta-, la suerte ha sido trabajar con el Maestro: él tiene una prioridad de programas que no ha conseguido depurar nadie más, en manos de otro aún estaríamos en la primera decodificación. Pero no te hagas demasiadas ilusiones en cuanto a las facilidades iniciales, ya conoces el refrán: Quien mucho corre, pronto se para.
El sábado por la mañana Ígur hizo dos horas de antesala en el vestíbulo del despacho del Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma. Cuando, finalmente, fue recibido, la excusa que pronunció el Secretario tenía el tono rutinario de la frase hecha sin la menor intención de que el interlocutor se la crea, pero con la violenta seguridad de que no tendrá más remedio que tragársela. Ígur sintió las mieles de la ira agitando sus intenciones. Pensó que algo así nunca se habrían atrevido a hacérselo a Arktofilax, y estuvo tentado de soltar un exabrupto y desaparecer.
– Vos diréis el motivo de vuestra visita -concluyó el Secretario, un tal Pauli Francis; Ígur optó por atenerse a las formas establecidas, va que eso era lo que parecía exigírsele.
– De acuerdo con la Euménide Equemitía de Recursos Primordiales, y con la benevolencia de la Capilla del Emperador, hemos tenido la osadía de iniciar gestiones para informar y practicar la Entrada a la Falera, y de acuerdo con los usos y la tradición consagrados por la devoción a las más nobles iluminaciones del Imperio, y con todo el respeto, humildad y sumisión, tengo el honor de solicitar a este Excelentísimo Secretario el favor de las diligencias para la bendición eponímica del suyo, que es también el nuestro, Príncipe magnánimo y nobilísimo.
La expresión impenetrable de Francis dio a entender a Ígur que quizás no se había sobrepasado con la retórica, y con cierto espanto se imaginó las consecuencias de un defecto en la apreciación en la que, para recrearse, había imaginado exceso; eso redobló su furia, y se sintió ridículo: la ferocidad disfrazada de sumisión ante una estatua de piedra.
– El momento es difícil y complicado -dijo el Secretario-, y hay que meditar cada paso con atención y detenimiento. ¿Puedo saber de qué asesoría técnica disponéis?
Ígur se asustó. ¿Qué pasa, pensó, tan ocupados estáis conspirando para ocupar el sitio de Nemglour que no os queda ni un hueco para otra decisión?
– El geómetra Debrel tiene la bondad de ocuparse de ello -dijo, en el mismo tono.
Francis continuaba inmutable. Era un hombre de unos sesenta años, frente alta, pelo escaso y canoso, de figura imponente y fisonomía helada.
– Nos os puedo responder en este momento, Caballero -ni te has dignado a aprender mi nombre, pensó Ígur, y si lo has hecho, lo desprecias-; las gestiones son diversas, y no sería conveniente entrar ahora en un conflicto de intereses. Sin embargo, podéis contar con que vuestra petición será atentamente considerada, y que nos pondremos en contacto tan pronto como hayamos llegado a una conclusión; entre tanto, si existe alguna otra cosa que pueda hacer por vos, tendré mucho gusto en complaceros.