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– ¿Aretra o Arietra? -inquirió el Duque Constanz con voz lo bastante fuerte como para que el Trujamán vacilase al oírlo.

– Si llega a decir Araitra o Arictra lo quemamos por Astreo renegado -dijo el Barón Boris riendo.

– ¡Vean, señores, a la luz bondadosa de los dioses la vida de los reinos! -continuó el Trujamán, subiendo la tesitura media octava, y en un momento los actores asieron las barras, y primero Kiretres y después Gandiulunas marcaron un piqué-tourné; la música se convirtió en un continuo del órgano recorriendo los tonos entre toques ocasionales de un instrumento, el oboe da caceta o la flauta dulce, en momentos culminantes-. ¡Vean cómo pasa la confianza de un corazón a otro, cómo la vida se mueve entre el sol y la tierra, cómo Aretra vive entre la luz del Rey Gandiulunas y el respeto del sirviente Kiretres! ¡Canta, hija, salta, baila! -y después de que Kiretres se lanzara en corvas en la barra, Fei agarró la suya, con un fuet, recuperó suspensión atrás y ejecutó un doble superior hasta alcanzar las manos del portor, ante la contención del público, grito final y fanfarria; recuperación en pirueta dextrógira en la barra, y allí, de otra mecida, mise-en-ventre, y después de recibir en bandera los aplausos del público, arco triunfal, otra bandera, y a la banquina junto a Gandiulunas, aplausos y fanfarria de reanudación; el Trujamán, en el tono más grave del registro del contratenor-: Pero el Rey no tiene bastante con ser admirado en el respeto, y ansia ser admirado en el absoluto, lo que prende un fuego que nadie sabe cómo apagar -retumbar del órgano, paso al modo mixolidio, cromorno bajo, tuba, contrafagot y contrabajo, toques secos de trompetas naturales y timbales-, ¡atención, vean, señores, la danza de los astros!

Gandiulunas coge fuegos artificiales, los prende y se los coloca en los pies, en los hombros, y en la cabeza a Fei, que se lanza y hace un passage de jarrettes, el Rey recupera la barra, y en segundo portor se lanza mientras Fei, sujeta de los pies por Kiretres, cruza el gran salón de punta a punta lanzando estallidos de fuego, que dejan una estela de oro, un rastro de chispas, una y otra vez columpiándose, y Gandiulunas le pasa un pequeño incensiario que ella hace oscilar llenando el espacio de un olor renovado.

– ¡A él! ¡A él! -gritó el público, enardeciéndose.

Ígur se dio media vuelta.

– Tranquilo, no es lo que parece -le dijo Mongrius, y la música se volvía cada vez más sincopada.

– ¿Qué es, entonces?

– ¿No te has dado cuenta? ¿No conoces la historia? Fíjate y lo entenderás.

Mientras tanto, Fei había acabado de lanzar las luces de fuego, había llenado el aire de explosiones, con peligro de tímpanos propios y ajenos, y de medusas de luces de colores y nubes de olíbano y, después de un triple superior con pirueta que fue el delirio del público, Gandiulunas la recuperó de manos y volvieron a la banquina.

– ¡Dioses del renacimiento tecnocrático! -prosiguió el Trujamán-, ¿qué es el fuego si no piel?, ¿qué la vanidad, si no sangre?, ¿qué la mirada si no venganza? El Rey ha convertido al sirviente en Príncipe al servirle a la Reina como recompensa de ambos, del Rey como metapremio a ser Rey, del criado por buen contemplador. -Y entonces aparecieron dos auxiliares con dos picas de unos ocho metros de altura con los extremos acabados en estrellas de cinco puntas de unos treinta centímetros, y hoja y punta afiladísimas, y las clavaron en dos agujeros del entarimado, separadas un metro sesenta, es decir, dejando un metro justo entre las puntas enfrentadas, coincidiendo con el recorrido de los trapecistas y en el punto central, donde alcanzaban la máxima velocidad. El público aplaudió enloquecido, y el Trujamán subió una vez más el tono-: ¿Y qué es el Juego, si no peligro? ¡Contra la debilidad de exhibir, el placer de devorar! ¡Contra el vicio de negar, la virtud de arrebatar! -Y los acróbatas repitieron los pasos anteriores, de nuevo con música sincopada, cada vez con más resonancias de himno, pero esa vez los fuegos artificiales estaban en los extremos de la barra, y el Juego consistía en pasar al ágil de un portor a otro, y a cada impulso del columpio a manos de uno o de otro, ya fueran manos o pies de Fei, le despojaban de una pieza de ropa, y en dos pasadas sólo llevaba cubiertos el pecho y el sexo, además de las zapatillas y la máscara-. Vean qué puede más, si el vértigo del placer o el vértigo del peligro; si el placer del Rey que juega a caer o el horror del criado que juega a vencer. -Y en cada pasada cruzaban a gran velocidad el estrecho espacio comprendido entre los estiletes de las picas.

– ¡Mentira! -chilló un espectador de primera fila, en pie de un salto-, esta farsa es intolerable! ¡Los Gúlkuros nunca han robado el Imperio de ninguna exhibición Astrea! ¿Dónde está la Guardia? ¡Viva la memoria del difunto Emperador!

– ¡Muy bien -dijo Mongrius a Ígur-, ése lo ha entendido todo!

– Excúseme, mi señor -dijo el Trujamán continuando tan bien con la entonación que parecía que el diálogo estuviera preparado (aunque, al ver la cara que ponía Madame Conti, las sospechas de que lo estuviera realmente se redujeran al mínimo)-, pero ésta no es más que una escenificación en honor de las bellas musas de un antiguo ejemplo moral.

– ¡Tanto da el significado -se levantó un segundo espectador-, sean quienes sean los personajes, el fondo moral está pervertido! La vanidad es un error, pero ¿cómo se puede calificar que se responda con la traición?

Los que protestaban se enfrentaron entre sí, pero la mayoría del público atendía al espectáculo, y el griterío los aplacó, porque Fei acababa de ser despojada de la pieza superior, y los pechos más espléndidos del Imperio cruzaban boca arriba o boca abajo como centellas cada pocos segundos casi rozando los afilados aceros.

– ¡Verdad perversa! ¡Fuentes de la gravedad! -cantaba el Trujamán, alargando las tónicas al modo de los viejos prosodas; la música, de himno se había convertido en marcha sanguinaria, ya en pleno modo frigio, y las trompetas y los timbales no parecían suficientes para tal anhelo de marcialidad.

– ¡A ras! ¡A ras! ¡A ras! -gritaba todo el público, puesto en pie entre el chisporroteo y la exuberancia de los fuegos.

– ¡Oh vicio, única pasión auténtica, sin excusa ni reciprocidad, sangre de todos los crímenes! -cantaba el Trujamán-, ¡hasta el final!, ¡hasta el final! -Y las diminutas bragas de Fei fueron arrebatadas y quedaron en manos del criado Kiretres.

– ¡Ras! ¡Ras! ¡Más a ras! -rugían como un solo hombre al ritmo de los timbales, el órgano tronando y las trompetas en agudo continuo.

– ¿De qué lado caerá la espada? ¿Resplandecerá la justicia en el fondo del vaso apurado de la pasión? ¿Hasta dónde tendrá el Rey que soportar el abuso y penará tanta imprevisión? -Y en ese momento, Kiretres dejó las bragas de Fei clavadas en una de las puntas.

– ¿Pero cuál es el papel de Fei? -se atrevió a preguntar Ígur a Mongrius a grito pelado.

– ¿No lo ves? ¡Fei es el Imperio en persona!

Trompetería, carracas, címbalos y diquelas.

– ¡Sangre! ¡A sangre! ¡A muerte! ¡Más a ras!

– Ved, almas en resonancia con el espíritu de la conservación de todas las aretraciones, como un amor sirve para herir, como el peligro es un arma que el fuerte en pasión puede volver a su favor, cómo así Kiretres ha catado el veneno de la Reina Aretra, y cuando lo ha hecho no puede ser sino Rey o muerto; pero ¿qué vértigo permite que el amor sea medida del acuerdo que otro desea más que del acuerdo que ya pertenece a uno mismo? ¿Cómo se muere por el amor de la Reina más que por el propio desamor, sino por el acero del enemigo, aunque sean sus labios de rosa final lo que lo contiene? -cantaba el Tujamán, y Fei, con movimientos cada vez más espectaculares y convulsos, acariciaba en cada pasada el sexo de los portores, con las manos, con los labios, o bien, con los brazos en cruz, les atrapaba la cara entre los muslos para colgarse hacia atrás.

Después de una figura a tres, al paso de un trapecista, una de las picas vibró con violencia, y se hizo un repentino silencio: ¿quién la había tocado? Había sido Gandiulunas, que, con el brazo lleno de sangre, volvió a la banquina.

– ¿Desde cuándo -protestó otra vez el de antes- la habilidad de los comediantes determina un desenlace? ¿Hasta dónde tendremos que soportar tanta informalidad y tanta burla? ¿Hasta cuándo tendremos que maldecir los beneficios del renacimiento tecnológico?

– ¡El premio es un castigo, el castigo es un premio! -cantó el Trujamán al son de un fugado de las cuerdas en pizzicatto-, y cada cual canta en la medida de su sueño -timbales-; ¡atención, señores, al último avatar de la Reina Oscura! ¡La gallina pinta de perfil entre las rosas efesias!