Todo eso vieron Ígur y Silamo en su primer día de estancia, después de instalarse en un alojamiento del centro y contratar los servicios de un guía razonablemente entendido y no demasiado ladrón.
A la mañana siguiente, una vez apalabrada para media tarde la visita a Erastre, Ígur quiso volver a examinar el Laberinto, esa vez él y Silamo solos, si es que eso era posible entre los rebaños de visitantes completamente incapaces de distinguir nada.
Intentaron identificar el aspecto exterior del recinto con el de Gorhgró, aunque la gente, los perros y las palomas hicieran tan difícil imaginar el horror sagrado que durante tantos años lo había regentado, que Ígur llegase a cuestionarse el propósito de conquistar su Laberinto, si el triunfo había de comportar un resultado semejante. Se lo hizo saber a Silamo, y el estudiante se echó a reír.
– Gasta compasión ahora que no importa; cuanta menos te quede para cuando llegue el momento, mejor.
Pronto llegaron a la conclusión de que sobre el terreno no aprenderían nada más acerca del Laberinto de los Pantanos (así se le particularizaba, igual que al de Gorhgró lo llamaban La Falera) que no pudieran saber estudiando los planos que se diseñaron después de la conquista de Arktofilax y, puesto que incluso la idea de presencia de la mítica construcción costaba de evocar tras la evaporación total de peso y sentimiento histórico a que el lugar había sido sometido, decidieron encaminarse al azar a cualquier otra parte.
Vista la dificultad para descubrir las maravillas de los miles de palacios, uno de los principales atractivos de Bracaberbría para el visitante errabundo eran los puentes, tan diferentes de los de Gorhgró, que, por la abrupta travesía del Sarca, tenían algo de fortificación, y a menudo habían sido necesarias grandes audacias de ingeniería para unir vertiginosamente niveles muy diferentes, como en el caso de los de acceso a la Isla de Ixtar, y allí la propia naturaleza del terreno y del río obligaba a construirlos de un solo arco, o con dimensionados irregulares. Gracias a que la única dificultad técnica que planteaban era la distancia a salvar y la firmeza del terreno, y, por lo tanto, no tenían problemas para ser construidos en el más perfecto orden estructural, los puentes de Bracaberbría, vistos en conjunto, eran un formidable recital de estilo y ejercicios formales que ofrecían una continua y agotadora competición de elegancia en la que cada uno superaba al anterior, con inacabables variedades de curvas, perfiles y combinaciones de elementos auxiliares; había una extensa bibliografía sobre historia, tendencias expresivas, soluciones técnicas y maestros y escuelas de la póntica de Bracaberbría, e Ígur se empapó del catálogo canónico para identificar las épocas y los géneros. Los había de todas clases, desde puras pasarelas metálicas de menos de diez metros (catalogadas con un número y en el índice final en letra pequeña), que unían callejuelas marginales, hasta los más cercanos al mar, propiamente viaductos de unos cuantos kilómetros de largo, más anchos que la más ancha de las avenidas, algunos hasta con torres, cuerpos escalonados y terrazas ajardinadas con árboles de cuarenta metros de altura que, de lejos, parecían matojos insignificantes sobre el lomo de un animal fabuloso; los más antiguos y famosos tenían nombre propio, advocación y una historia más o menos tabulada, recogida en poemas esculpidos en lápidas sobre las puertas de acceso. Contando todos los brazos del Delta y las canalizaciones mayores, había exactamente quince mil ciento cincuenta y un puentes catalogados, de los que eran utilizables tan sólo un treinta y cinco por ciento; el resto estaba en ruinas (de muchos no quedaban más que los pilares o las torrecillas de acceso) o bien eran reutilizados como viviendas, de diversos grados de ilegalidad y tolerancia, siempre más posible ésta en la otra cuando no se ocupaban vías principales o próximas al centro; la guía tenía un asterisco para identificar los practicables y ahorrar trayectos vanos, pero aun así era imposible estar al día de todos los derrumbamientos. Al final de un dilatado recorrido por una avenida que por el otro extremo no parecía tener final, Ígur y Silamo se encontraron ante uno de los catalogados como útiles que había caído hacía una semana; la arcada central había cedido a la altura de uno de los pilares, y el tramo correspondiente, de casi trescientos metros, reposaba aún suspendido del otro pilar, como una serpiente abrevando o un paquebote hundiéndose. Detenidos en aquel canal a más de un kilómetro y medio del paso cortado, y teniendo que retroceder, como mínimo, dos o tres más para poder seguir en esa dirección, Ígur y Silamo recalaron como en un remanso, fascinados por la magnificencia del desastre y en extraña comunión silenciosa. La tarde caía lentamente y la corriente del río, contagiada también por la lentitud de los astros inmensos o inmensamente lejanos, les parecía el más inexorable reloj de su destino, acogida en su luz violeteante igual que el cansancio definitivo del puente la pasión del cazador de un solo tiro.
Se hacía tarde y estaban muy lejos del lugar de la cita con Erastre. Emprendieron el camino cambiando a menudo de transporte y recorriendo algún tramo a pie, porque la coordinación vial de Bracaberbría era problemática como consecuencia de la subdivisión municipal propiciada por la situación; la ciudad, al contrario de Gorhgró, que se estructuraba como un densísimo anillo residencial en torno a la Falera y de un centro comercial y administrativo donde prácticamente no dormía nadie, se había asentado como una retícula difusa de densidad residencial irregular con tendencia decreciente a medida que se alejaba del antiguo núcleo condensado a partir del Laberinto, donde por razones de seguridad y confort se concentraba la residencia, y que, una vez abandonada y perdida la imagen de conjunto, inducía al forastero a transponer su imagen al resto y, por tanto, a perderse en la inmensidad, todo él dilatación y distancia, del Delta, no tanto por la complicación intrínseca geométrica sino por la acumulación agotadora de repeticiones, por la angustia de lo inalcanzable, por el ahogo anticipado de lo indefinido, del desconocimiento del límite y de la terrible presunción del infinito.
Ígur y Silamo encontraron la residencia de Erastre, situada muy al interior, en una isla menor de la parte oriental del Delta, en una zona oscura de acumulación de corrientes en la que era difícil distinguir el terreno sólido del líquido, el transitable del fangoso, invadido todo por películas vegetales en esporádicas ebulliciones, de efluvios de metano y fuegos fatuos, de formaciones hojosas con bulbos excrecentes, que a ojos del espectador desprevenido o demasiado imaginativo parecían ocultar vigilantes monstruosos que cualquier imprudencia podía desvelar, todo ello rodeado de un crepúsculo continuo y bochornoso abrazando mortalmente cualquier diferenciación, sin nada lo bastante fuerte ni lo bastante alto para romper el horizonte, y un curioso crepúsculo de sutilezas verdescentes con malignas cualidades de sumersión en un aire espeso del eco gravísimo y profundo del gong lejano y a la vez presente de la nada. Allí en medio, entre los rumores insondables, sonidos acuosos y aullidos que la indiferencia y el desgaste del pánico querían creer de pájaros, entre la inquietud húmeda, el calor del tiempo suspendido y las neblinas pestilentes que las autoridades sanitarias habían advertido pobladas de malaria, cólera y fiebre amarilla, se ocultaba el viejo Palacio que el Mayor de la ciudad había donado, en premio, al descubridor del secreto del Laberinto de los Pantanos, una estructura de madera alzada para emerger del cieno, y con una pelada y no demasiado segura pasarela de acceso, también de madera y con una sola barandilla.