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– Ya jugaba a esto de pequeña -dijo con una sombra de conmiseración que le hizo sentir aún más imbécil.

– Tienes que fijarte más -dijo Debrel sin misericordia.

Para relajar el intelecto, según dijo, Debrel le propuso dibujar un cubo en proyección isométrica, después trazar la diagonal y tomarla por arista de un nuevo cubo que tenía que ser dibujado como el anterior, y así sucesivamente, siempre en la misma dirección y con un vértice común a todos los cubos, de manera que la bondad del dibujo fuera contrastable al comprobar que la arista de cada nuevo cubo fuera superior a la del anterior en la medida resultante de multiplicarla por raíz de tres, lo que generó una inacabable discusión entre Sadó y Debrel, sosteniendo ella que nunca las proporciones de las medidas virtuales de una imagen en perspectiva, sea ésta de la naturaleza que sea, coincidirían con las proporciones absolutas de las medidas (y citaba el caso especialmente perverso del cubo depositado con dos vértices en perpendicular al plano, cuyo perímetro aparente es un hexágono, y cuyas tres diagonales coinciden en medida aparente con el doble de la arista, y la cuarta es un punto), y Debrel defendiendo el caso teórico del cubo con dos caras opuestas en proyección frontal, y las otras cuatro con las aristas a cuarenta y cinco grados aparentes, lo que permitía trazar una diagonal como la hipotenusa de un triángulo rectángulo aparente, pero además coincidente con el real, formado por la diagonal de la cara frontal, que no es' sino un cuadrado, y una de las aristas a cuarenta y cinco grados, de medidas relativas a uno y raíz de dos respectivamente, lo que proporciona una medida de raíz de tres, que Sadó rechazaba impetuosa porque jamás las apariencias de una proyección abstracta, por más que por la propia ilusión de su falacia coincida con la realidad, podrían servir a una relación proporcional, y sostenerlo era, según ella, una muestra de cinismo por parte de Debrel.

Cuando Ígur ya empezaba a encontrarse a gusto, llegó Silamo y de inmediato fue requerido a hablar del Atrio del Laberinto.

– Es tal como lo habíamos previsto. El Atrio tiene un planta rectangular de grandes dimensiones, con una puerta en cada extremo; la Puerta del Atrio tiene una Guardia fija, y la Puerta del Laberinto tiene el emblema de la Mayoría de Gorhgró grabado en medio, partido entre las dos hojas: un pentágono estrellado, con las cinco puntas con ojos, y un sexto ojo situado en el vértice superior del pentágono regular interior del pentágono estrellado invertido inscrito en el pentágono regular interior del estrellado en cuestión. Justo delante de la Puerta está el célebre Rotor, una pieza circular de unos dos metros de altura por poco más de metro veinte de diámetro, con dieciséis ranuras horizontales, que me ha parecido que son para introducir discos de cuantificación, cuyas distancias he anotado al milímetro; el Rotor tiene un disco de base que le permite girar, y unas guías verticales con contrapesos que le permiten elevarse hasta una cúpula sin linterna. Pero ojo, no hay que olvidar que estamos en la Falera, y que el peñón mide, según consta en el contrato, exactamente mil setecientos veintiuno coma cuarenta y siete metros de altitud; la guía hacia la cúpula es, por lo tanto, una excavación cilindrica en la roca de algo más de tres metros veinte de diámetro, así es que al final sólo hay un punto de luz, y si se ve es gracias a que el interior del conducto está pulido como un cañón. -Silamo hizo una pausa y miró a Debrel sonriendo, como si esperase una aquiescencia que no se manifestó-. Entre la Puerta y el Rotor hay un espacio de un poco más de cinco metros veinte, ocupado a sangre por una plataforma móvil que mide el ancho de la Puerta, la misma medida que el agujero de la cúpula. Aparte de eso, nada más, la estancia está desierta y sin ninguna otra abertura.

– ¿Cuánto mide el Atrio exactamente? -preguntó Ígur.

– Por lo que vi en las especificaciones del contrato de inspección del Conde Barclí -consultó un papel-, mide algo menos de doscientos once metros, cuatrocientos veintiuno y medio de largo, y poco más de doscientos treinta y cinco y medio de alto interior; todo excavado y pulido en la roca. -Se volvió a Debrel-. ¿Qué te parece? ¿Es como en Bracaberbría?

– Me apostaría lo que fuera -dijo el ex consultor-; y te diré más: seguro que con esas medidas y lo que ya tenemos bastará para descifrar todo el Laberinto. De todas formas, parece que el que las ranuras transversales del cilindro acojan elementos de superposición, y el que se haya instalado una chimenea telescópica tan sólo puede deberse a que el mecanismo de superposición sea lumínico, y que, una vez colocado, se haga ascender el Rotor hasta lo más alto del lucernario; y ésa es la cuestión: ¿mecanismo solar o nocturno? Si es solar, estamos a cero y tenemos que comenzar de nuevo; por puro optimismo, pensaremos en un mecanismo astral, ya que disponemos de veintisiete estrellas, y, aún mejor, de una selección de siete.

– Si no lo he entendido mal -dijo Ígur-, se trata de poner la figura adecuadamente perforada en la ranura pertinente del Rotor, y, una vez puesta, automáticamente -Debrel y Silamo asintieron-, el Rotor asciende hasta la boca de la cúpula; si el momento, la ranura y la perforación son las correctas, la Puerta se abre, y si no…

Debrel, Silamo, Guipria y Sadó se miraron, y hubo una fluctuación, que marginaba a Ígur, del fatalismo a la ironía y la crueldad. Al final habló Debrel.

– Para que el Rotor ascienda, existen unos mecanismos fotosensibles que lo bloquean si hay cualquier cuerpo extraño en la sala que no esté situado encima de la plataforma; eso se ha hecho para evitar testigos presenciales de la Entrada, y así, hasta los Guardias y el Agon deben salir, y también para que si la tentativa fracasa no haya supervivientes; porque, para evitar intentos frivolos, todos los participantes en la Entrada han de situarse sobre la plataforma, si hay alguno fuera, el mecanismo no se pone en marcha; si algo está equivocado, hay una penalización terrible, que ya os explicaré otro día. Si todo es correcto, asciende y abre la Puerta.

Después de un silencio, Ígur se rió.

– ¿A quién se le ocurrió? ¿A los de la Apotropía de Juegos?

Debrel se rió.

– Se trata de ser selectivo. Una vez sabes con qué juegas, cada decisión tiene un valor difícil de trivializar; y eso es tan sólo el principio. Todo el Laberinto está formado por trampas mortales.

– Entonces -dijo Silamo-, se trata de encontrar la selección de estrellas o astros que activen el mecanismo.

– Entiendo que si las estrellas no son las adecuadas, se vaya todo al agua, pero ¿y si está nublado? ¿O está parcialmente nublado, y una de las estrellas está oculta? -preguntó Ígur.

– La luz de la totalidad de las estrellas mantiene la Puerta cerrada, y la interrupción de todas las estrellas también; cuando hay nubes -dijo Silamo-, el mecanismo fotosensible se complementa con un sensor de radiaciones que actúa de la misma manera.

– Hay quien sostiene -dijo Debrel- que a ese tipo de mecanismos ya no se les hace responder a estímulos reales, sino que se superponen a una grabación digital que sustituye el efecto, precisamente para evitar que una nube interfiera en el momento preciso, que pase un pájaro o un helicóptero, lo que, aunque la probabilidad sea del orden de milésimas sobre cien, no deja de ser imposible -rió-; pero yo creo que no es así, que el mecanismo funciona de verdad con los agentes reales exteriores.

– Se trata -dijo Silamo- de descubrir qué abre la Puerta, es decir, cuáles son las estrellas, si es que lo son, en qué posición se encuentran, por lo tanto a qué hora, y en qué disposición se han de situar en el disco para activar el mecanismo; para todo eso necesitamos saber la forma que tiene la matriz de recepción y también en cuál de las dieciséis ranuras hay que poner el disco para que la proyección llegue correctamente.

– La intuición me dice que vamos por buen camino -dijo Debrel, y se disponía a proseguir cuando el sello de Ígur emitió una señal, y Guipria le ofreció el Cuantificador.

– Habla desde abajo, si quieres -le dijo, pero Ígur recibió el mensaje allí mismo.

– El Jefe de Ceremonias de la Cabeza Profética me hace saber que Frima ha emitido otro augurio para nosotros.

Debrel sonrió.

– Perfecto, justo a tiempo. El primer poema era un indicio. El de ahora seguro que lo aclarará.

– O acabará de volvernos locos -dijo Guipria, y todos se rieron.

– Ve, no los hagas esperar -dijo Debrel a Ígur-, Silamo y yo estudiaremos lo que tenemos; podríamos encontrarnos mañana por la tarde para tener una sesión a fondo.

Sadó acompañó a Ígur hasta la puerta y la abrió, permaneciendo después en una postura perfecta para que él, al salir, la rozara. La rozó, sin querer pensar en la oportunidad de entretenerse ni en la inocencia de los propósitos de la bella cuñada, y se dijeron adiós con una precipitación sospechosa. Por la calle, un pesar ya demasiado localizado perseguía a Ígur, que como sensación de lo inevitable comenzaba a soportar entre los caprichos de la memoria la envenenada presencia de los ojos de Sadó.

En la Anagnoría de la Cabeza Profética, Ígur fue directamente conducido al despacho del Maestro de Ceremonias, que lo recibió con esa amabilidad meliflua que, una vez conocida y más delicadamente apreciada, no dejaba de parecer demasiado fácilmente transformable en dureza despiadada. Ígur acabó de ponerse en contra de aquel individuo, y se complació, durante los saludos, imaginándose descuartizándolo con un hacha.