– Ven, querido, abrázame.
Ígur sentía esa inestabilidad inconcreta e insistente de cuando uno se olvida de algo y no sabe de qué, y quizá ni sabe que se olvida algo, pero tiene un impedimento animaclass="underline" el cuerpo le advierte, y la cabeza no sabe cómo hacerle caso.
– ¿Sabes de qué te aviso?
– Sí, y me doy por avisada -dijo, e Ígur estaba casi seguro de que ella se lo había tomado como un juego y por condescender lo seguía.
Pero, sin más datos en la mano, tal vez ella lo había interpretado correctamente, y él era el más perdido de los dos. Dentro de un juego temporal subjuntivo, se dio cuenta de que él ya había fallado, de que no había sabido advertirle de lo que debía, y ni tan sólo podía saber a qué se había referido cada suposición recíproca.
– Pronto -dijo Ígur-, cuando todo cambie… Crees que tú y yo…
Fei no dijo nada. Las luces de Gorhgró, empapadas en niebla, se anticipaban al alba y pisaban su inicio. Hacía frío en todas partes, e Ígur se fue a su casa a intentar dormir unas horas.
A media mañana lo despertó el sello, y, al ponerse en contacto, el Secretario de la Equemitía reclamó su presencia. Hacía sol y había amainado el viento, y los indigentes del portal ya no estaban; en cambio, en la plazoleta de enfrente, dos mimos, uno clown y otro augusto, representaban su número con escaso público. Ígur se entretuvo lo justo para comprobar que no valía la pena perder ni un minuto, y se fue a la cita.
En el Palacio de la Equemitía, conducido directamente al despacho de Ifact, le sorprendió encontrar allí a Mongrius. Se saludaron con efusión mediatizada por el silencio del Secretario.
– Deseo que la estancia en Bracaberbría te haya sido provechosa -dijo Mongrius, y puesto que no hizo ningún movimiento para marcharse, Ígur entendió que su presencia guardaba relación directa con el motivo del requerimiento de Ifact.
– Ígur Neblí -dijo el Secretario-, por razones que ahora sería largo de especificar, se ha puesto de manifiesto la conveniencia de que Per Allenair no obtenga la eponimia del Príncipe Bruijma, y aunque la expedición Simbri parece ya bastante avanzada, ha decidido optar por tu candidatura. Me he ocupado en persona de algunas gestiones, y he podido saber que pronto serás citado por su Secretario de Relaciones Exteriores. He querido hablar contigo en persona para que sepas que en cierta medida tus intereses son los nuestros, y no te olvides de que, también en cierta medida, nos representas, y debes actuar en consecuencia. -Ígur sintió cómo renacían en él las dudas y la indignación que le había llevado al exabrupto ante el Maestro de Ceremonias de la Cabeza Profética, y pensó que era un buen momento para empezar a controlarse; Ifact prosiguió-. El Secretario del Príncipe es un hombre de guardadas formas y muy celoso del protocolo, y no conviene darle motivos de inquietud. Por otra parte -le entregó una cásete minúscula-, aquí tienes tus órdenes -Ígur lo miró con recelo-, no te quejarás, a cambio de sueldo y cobertura oficial, no te hacemos trabajar demasiado. -Él y Mongrius se echaron a reír, pero no Ígur-. El mensaje depende aún de dos variantes que hay que introducir en el Cuantificador central a lo largo del día, y no será legible hasta medianoche; pero no hay código de alarma una vez esté a punto, de manera que conviene que no se te olvide.
Ígur se lo guardó, y el Secretario lo despachó entre observaciones intrascendentes. Mongrius lo acompañó a la puerta, y una vez allí se unió a él para buscar transporte.
– ¿Tienes presente que eres mi padrino de Acceso a la Capilla? -le dijo, con aire de hablar de una fiesta.
– Claro que sí -dijo Ígur.
– El Combate es el veinticinco de Marzo, exactamente dentro de tres días, a las diez de la mañana.
– Allí estaré.
Mongrius sonrió.
– ¿No me deseas suerte?
Ígur lo escrutó.
– Yo no creo en la suerte, y menos en un Combate a muerte entre dos. Pero -dulcificó la expresión- te deseo todo el acierto del mundo.
Mongrius notó que Ígur no deseaba su compañía para ir allí adonde iba, y lo dejó solo.
A media tarde, Ígur fue a casa de Debrel.
Cuando llegó, coincidió en la entrada con Sadó y Silamo, que, de muy buen humor, le hicieron saber que Debrel no tardaría. Sadó llevaba un precioso vestido blanco bordado con motivos geométricos, y el pelo recogido en un moño cruzado que remataba una cola de caballo alta; estaba alegre y comunicativa, e Ígur hizo un esfuerzo por no echar un exceso de leña a ese optimismo. Se instalaron los tres en la sala de arriba, sirvieron bebidas y los habituales caprichos para ir picando, y se abandonaron a la contemplación de la puesta de sol sobre Gorhgró. El día era excepcionalmente claro y benigno, y la Falera se recortaba como una masa troncocónica oscura en medio de las oleadas de edificios, entre las que se dibujaba a la perfección el curso del Sarca, que exhalaban huidizas tonalidades doradas en las que costaba distinguir entre reflejos de sol poniente y transparencias de fachadas porticadas. Cuando ya la Falera lo había ocultado, las formaciones de nubes tenían una magnificencia de formas y colores que obligaban a quien contemplaba a ceder a la ilusión de estar viendo el mundo, o de estarse viendo a sí mismo, y al menos en seis direcciones parecía haber puntos de fuga al infinito del horizonte. Ígur fue presa de una tierna ferocidad, y cuando ya se había precipitado al deseo de tener delante al Príncipe Bruijma, al Anágnor de la Cabeza Profética, al Apótropo de la Capilla y hasta al Hegémono Ixtehatzi para decirles lo que pensaba de su ruindad, la conversación fue aguándole lentamente los caminos de la adrenalina. Pero el dominio de la puesta continuaba, en ese momento con lilas y matices verdosos de negritud, e Ígur cogió la mano de Sadó; sorprendido él mismo por su gesto, inesperado de tan imaginado, se preparó para cualquier reacción, desde el rechazo cortés o crispado hasta una aceptación más o menos calurosa y participativa, y se encontró con la más absoluta de las indiferencias; Sadó ni retiró la mano ni lo animó a persistir, hasta continuó hablando y riendo como si no pasara nada. Eso excitó a Ígur, y hubiera aumentado el volumen del requerimiento si no llega a aparecer Debrel, que enseguida lo preparó todo para ponerse a trabajar con Ígur y Silamo. Sadó, sin embargo, se sumó a la discusión como una observadora atentísima y sonriente, dejando a Ígur turbiamente intrigado con sus procesos mentales.
– Ya lo tenemos todo resuelto -anunció Debrel-; por cierto, el poema que nos enviaste ha sido la confirmación perfecta. Creo -rió- que podrás subirte a la plataforma del Rotor razonablemente tranquilo.
Todos rieron.
– De algo hay que morir -dijo Ígur en voz baja, y estuvo a punto de soltar una carcajada, porque acababa de descubrir que le interesaba más Sadó que el Laberinto, y puestos a elegir en aquel momento la hubiera escogido a ella.
– ¿Le has echado un vistazo a la Ley del Laberinto? -le preguntó Debrel, a lo que Ígur reconoció que no-; no importa, de todas formas te aconsejo que lo hagas antes de la Entrada.
Ígur se comprometió, y todos se dispusieron a escuchar a Debrel.
– Los Laberintos del Tercer Anillo se dividen en sectores, cada uno de los cuales se rige por los conjuntos de leyes de funcionamiento específico, llamados Protocolos. Cada Protocolo tiene su Apótropo, título que, en este caso, tiene un carácter iconográfico y designa la deidad protectora o advocativa de un determinado elemento o parámetro, y no se debe confundir con las superintendencias tutelares del Gobierno. La localización de los Protocolos constituye, juntamente, y muchas veces consustancialmente, con la apertura de la Puerta, el enigma principal del Laberinto. El modelo clásico, al que correspondía el de Eraji, y también, creo, hay muchas probabilidades por el final de la selección de estrellas en los Tres de que corresponda al de la Falera, consta de tres partes: la primera es un semiretículo con callejones sin salida de entrada única (eso no tiene discusión) y diversas salidas posibles, como mínimo cuatro y como máximo nueve, que conducen a retículos perfectos de una única entrada cada uno, con el problema de que cada uno de los retículos está perfectamente aislado de los otros y que tan sólo uno tiene una salida correcta; el peligro de tomar uno equivocado no está, en principio, en que haya ningún obstáculo concreto, ya que no tienen salida y se comportan de nuevo como callejones sin salida, sino en una pérdida de tiempo y de orientación, y en una dificultad adicional para reencontrar la entrada, que puede comprometer gravemente el éxito de la expedición y hasta la supervivencia. Una vez localizado el retículo adecuado, y resuelta su salida, lo que en principio no ha de suponer ningún problema si se conocen las reglas de los Laberintos canónicos, llega la tercera parte, que geométricamente constituye un árbol; así como en la primera parte y en la segunda (que, en realidad, con rigor tipológico, podrían asimilarse como una sola, y la distinción no proviene más que de las dimensiones y de la textura ambiental) el enemigo es el tiempo, porque se presta a repetir recorridos y, una vez perdido el camino correcto, a acumular equivocaciones y a alejarse de la resolución, ¿cuál es aquí el verdadero peligro? Que no es posible ninguna equivocación, porque su estructura sin cruces impide las reiteraciones, y también, por lo tanto, las rectificaciones; todos los dilemas son entre izquierda y derecha, y todas las terminaciones acaban en una trampa irreversible excepto una, que es la salida; la clave de la resolución de esa parte acostumbra a presentarse al principio en forma de enigma. ¿Cuál es el gran dilema? Dónde y cómo se proyectan en esas partes los Protocolos que hemos obtenido.