– ¿Por qué no? -dijo.
II
El Laberinto de Gorhgró era el Último del Tercer Anillo que aún faltaba por conquistar. El Primer Anillo constaba de trece Laberintos, y el Segundo, de doce; la memoria de todos ellos era ya tan lejana, que ni su enumeración reviste interés; además, de algunos se había perdido incluso su localización, o pertenecían al fondo indistinguible de ciudades desaparecidas; el Tercer y Último Anillo constaba de cuatro Laberintos (el quinto de los inicialmente previstos nunca llegó a construirse); los tres anteriores, por orden de conquista, estaban en Perighart, Eraji y Bracaberbría; a los dos primeros hacía setenta y cincuenta años respectivamente que se había entrado, y ya quedaban pocos que pudieran recordar las vicisitudes; al de Bracaberbría, en cambio, tan sólo hacía veinte, y estaba fresco en la memoria de buena parte de la población del Imperio.
La tradición del Tercer Anillo, establecida setecientos años atrás, cuando bajo la dinastía de los Yrénidas se construyeron los cuatro Laberintos, determinaba que el Guía y Jefe de la Expedición de Entrada (o de Conquista, como se llamó más modernamente) debía proceder de la expedición al anterior Laberinto; los acontecimientos habían cargado tal uso de un carácter maléfico. La conquista de los dos últimos había culminado con la muerte enigmática de sus Jefes, nunca explicada de manera convincente por sus supervivientes, erigidos más tarde en Jefes de la expedición siguiente, y a su vez accidentados fatalmente dentro del Laberinto doblegar el cual era su principal responsabilidad. El único hombre aún con vida que había entrado en un Laberinto era el Magisterpraedi Teke Hydene, más conocido por el título advocativo que por trofeo consiguió en las salas de Bracaberbría: Arktofilax; él había vencido en el Laberinto de la ciudad del perpetuo oro poniente, bajo las órdenes del mítico Ajstor Beiorn, vencedor de Eraji; Beiorn y tres componentes más de la Entrada habían muerto dentro del Laberinto, y de los tres restantes, dos habían salido en un estado de obnubilación irrecuperable, y el tercero, Arktofilax, con el más incomprensible desinterés por los honores y la beligerancia pública que suscitaba; después de un periodo de inadaptación y excentricidades, había acabado por retirarse a una antigua posesión familiar, renunciando al ducado que el Emperador le concedía, acogido tan sólo a la orden de los Magisterpraedi (distinción nobiliaria canónica que se otorga a los Caballeros de Capilla que se retiran tras una brillante trayectoria de servicio), y al abrigo de un círculo reducido de amigos que lo cuidaban y lo protegían de la indiscreción y la voracidad pública. Arktofilax se había convertido en mito inaccesible, y el mero anuncio de su retorno era en política un tópico que nunca había dejado de actuar como revulsivo social de primera magnitud, a causa de la renovación que operaba en el misterio del interior de los Laberintos: ¿Qué se tenía que destruir para consumar la Entrada? ¿Qué destruía al destructor? ¿A qué causas obedecía el implacable silencio del superviviente? El secreto de la doma del Laberinto era el poder que lo situaba por encima de los demás, y, vistos los resultados, era también su desgracia; ni él ni Beiorn habían pasado a la historia como felices vencedores, sino más bien como almas truncadas por una experiencia que de alguna forma, incomprensible para la comunidad, parecía ser terminal.
Las condiciones indispensables para ser aceptado como aspirante a entrar en el Laberinto eran, en el orden de requisitos objetivos, tres: el estudio y el conocimiento completo del Laberinto de Bracaberbría, la autorización y el apoyo del Imperio, y, si no era posible la dirección, sí al menos la colaboración de Arktofilax. Gorhgró era pieza codiciada de un ejército de arribistas, cazadores de fortuna y nobles en diversos grados y naturalezas de ruina que asediaban a los Caballeros de Capilla con las más variadas y exóticas proposiciones económicas y políticas. Muchos habían probado suerte, y la mayor parte habían llegado a un punto aceptable en el primer requisito (por otra parte, de valoración incierta: no había nadie que examinase a los aspirantes, y aunque así hubiera sido, el alcance de una cierta serie de conocimientos es siempre relativo, y aún más en el marco de la selva de discrepancias en que se movían los expertos en la materia); pocos habían superado el segundo: la burocracia del Imperio era celosa de sus prerrogativas, y los privilegios costaban demasiado caros para quien no dispusiera de una gran fortuna con que apagar las tensiones que comporta su otorgamiento; de los pocos que superaron ese segundo obstáculo, ni uno solo pudo llegar más allá del tercero: Arktofilax, asqueado de todo, había acabado por cambiar de residencia y convertirse en ilocalizable; pero antes de eso, se había negado en redondo a recibir visitas relacionadas con el asunto. Aun así, el Imperio había concedido dispensas y, finalmente, dos expediciones se habían adentrado en el Laberinto de Gorhgró, la primera hacía doce años, y siete la segunda; jamás se supo nada de los que entraron, y la leyenda de los horrores que contenía el interior de la Falera se asentaba ahora sobre una base concreta: ¿Cómo habían muerto los expedicionarios? ¿Atrapados por un insoluble problema geométrico o topológico? ¿Aniquilados por un mal desconocido? En esta situación, y consolidada la fama del Laberinto como el desafío más peligroso del Imperio, y, en consecuencia, como el más alto manantial de prestigio, a pesar de saber que su problema principal sería encontrar y convencer a Arktofilax, Ígur Neblí se concentró en su decisión de conquistarlo.
Pero Condición previa indisociable a la de Entrador era el Acceso a la Capilla, por lo que Ígur se ocupó de ello sin dilaciones.
La misma tarde de la inscripción de Ígur al Combate contra Lamborga, y veinticuatro horas escasas después de haberse entrevistado por primera vez, el Secretario de la Equemitía de Recursos Primordiales convocó a Ígur y Mongrius a su despacho a una reunión a puerta cerrada, sin la presencia habitual del Ayuda de cámara.
– Vuestro comportamiento de esta mañana -dijo Ifact con acritud extrema- es por ambas partes injustificable. Si bien se explica en el caso del Caballero Neblí, que desconoce las vicisitudes de Gorhgró, en el vuestro, Caballero Mongrius, espero que me expliquéis las razones que os han guiado, y en verdad deseo que no sean tan oscuras como imagino como para que, si lo son, tengáis el valor de decirme la verdad.
– Señor -dijo el aludido con un aplomo que revelaba la gravedad de la situación-, no ignoro la evidencia de los beneficios que, a medio plazo (aunque por otra parte, bastante problemáticos), la actuación del Caballero Neblí proyecta sobre mi humilde persona, pero os juro que en ningún momento ni por mis votos ni por mi honor habría permitido que ello fuera un factor, ya no determinante, sino tan sólo en juego. Si he consentido en ser padrino de inscripción del Caballero Neblí, ha sido porque la firme resolución de un Caballero sobre sus actos no merece la ignorancia ni la displicencia, y porque la probabilidad de que el Caballero Neblí derrote al Caballero Lamborga, que reconozco que no es esplendorosa, justifica, en caso de producirse, la esperanza del goce de asistir a la eclosión del que sería un personaje excepcional entre la flor y nata de la Capilla Imperial.
El Secretario se quedó mirándolo fijamente, y después enarcó las cejas.
– Es a vosotros mismos a quienes deberéis rendir cuentas a partir de ahora -dijo, y se levantó de la silla; Ígur y Mongrius hicieron lo mismo rápidamente-; en todo caso, lo hecho, hecho está. Ahora quisiera saber el terreno que pisamos.
Cruzaron la estancia. Ígur pensó en la primera vez que había estado allí, reprodujo sensaciones y corrigió recuerdos. Ifact abrió una cómoda de donde asomó, proyectada por un mecanismo, una panoplia con armas de madera. Extrajo dos espadas que reproducían con exactitud las de los Caballeros de Capilla, utilizadas en el Combate de Acceso, y entregó una a cada uno.
– Señor, el protocolo… -dijo Mongrius en voz muy baja.
La inesperada confrontación le complacía aún menos que a Ígur. El Secretario le interrumpió.
– Se trata de un ejercicio informal, olvidaos de mi presencia y regios tan sólo por las reglas intrínsecas; no hay prioridades ceremoniales, os saludáis y al ataque -miró a Ígur-; comprended, joven, que necesito saber ante qué debo estar prevenido.
Los improvisados contrincantes se colocaron las medias máscaras (ambas verdes con ribetes anaranjados, como corresponde al entrenamiento), se saludaron y se pusieron en guardia.
Una décima de segundo después de que las dos hojas de caña se hubieran rozado tan suavemente como repliega una mariposa sus alas al posarse, Mongrius lanzó su primera estocada. La situación le humillaba y quería acabar cuanto antes. Ígur la frenó en seco y con un rapidísimo molinete arrancó el arma de manos del antagonista quien, indiferente a la espada que, apartada por los aires por la de Ígur, volaba hacia atrás, asestó un golpe rapidísimo con el pie izquierdo al flanco derecho de Ígur, éste curvó el cuerpo para dejar pasar la extremidad del contrario, y darle un empujón con la mano izquierda que le obligase a continuar el movimiento, a la vez que le pegaba una fuerte patada en horizontal en el otro tobillo, con lo que Mongrius perdió el equilibrio y cayó de espaldas en el preciso instante en que su espada caía frente a él a seis metros de distancia. Rápido como una centella, Ígur le saltó encima, y con su propio impulso lo inmovilizó con las rodillas al tiempo que le ponía en el cuello la espada ficticia. El Combate había durado exactamente cinco segundos.