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– No quiero oír ni una palabra más -dijo Allenair-, vamonos ahora mismo.

Un minuto más tarde, sin Milana ni Allenair, el Secretario de la Capilla se dirigió a Ígur con expresión compungida.

– Qué incidente más desgraciado, Caballero Neblí. Comprended que, aunque estamos dispuestos a defenderos hasta donde el Caballero Milana os ha ofendido poniendo en duda la rectitud de vuestro Combate en Cruiaña, no podemos apoyaros en el punto donde habéis introducido en la conversación a la persona del Agon de los Meditadores.

Todo había sido tan precipitado que Ígur sintió de repente como si cayera de un sueño. Miró a Lamborga, y sonrieron.

– Eminente Secretario -dijo Lamborga-, no os procupéis, la Capilla no resultará perjudicada.

– Hay que buscar una solución enseguida -dijo el Jefe de Protocolo.

– Estamos seguros de que el Caballero Neblí encontrará la mejor -dijo el Secretario, y los acompañó a él y a Lamborga hasta la puerta.

Una vez solos, Ígur y Lamborga no tardaron en reírse de la escena, y cuanto más hablaban y más variantes y posibles desenlaces imaginaban, más gracia les hacía. Lamborga tuvo el delicado detalle de no especular con las represalias que esperaban a Ígur, y, sentados en la terraza de un salón público, se dio cuenta del afecto que le profesaba.

– Te encuentro cambiado -le dijo-. No te ofendas, pero no me pareces el Caballero implacable y controlado que me venció en la Capilla.

Ígur no se quitaba de la cabeza al Magisterpraedi Omolpus, ni a Debrel y a Guipria, ni, presidiendo la confusión, entre unos y otros, más agridulce en el pensamiento que en la vivencia, el despuntar radiante de Sadó. Estuvo a punto de sincerarse con Lamborga, de contárselo todo y pedirle consejo, pero no se atrevió, presa del abatimiento más agudo al percatarse de que las únicas personas con las que tenía verdadera confianza, y a las que podría haber consultado el caso, eran justamente a las que le ordenaban matar.

– Verdaderamente -dijo con vehemencia-, soy impresentable; tú con un Combate de Acceso a la vista, y yo obligándote a contemplar mis desórdenes mentales.

Lamborga protestó desmintiendo, y acabaron hablando de Allenair, probablemente el miembro más poderoso de la Capilla después del Decano, y de las posibilidades de la candidatura de Ígur a la Entrada del Laberinto frente a él. Lamborga creía que la indignación de Allenair ante las palabras de Ígur provenía sobre todo de la posibilidad de verse involucrado con la Orden de los Meditadores.

– En cualquier caso -le quitó importancia-, yo no me preocuparía por Allenair más de lo razonable -rió-. Considero que ha estado contenido, tiene fama de ser hombre que no está para bromas.

A medida que el golpe se enfriaba, Ígur se dio cuenta de la distorsión que las palabras de Milana había filtrado entre él y Lamborga; nunca se habría atrevido a preguntarle si se había dejado ganar en el combate de Acceso a la Capilla, pero la más remota posibilidad de que lo que había dicho Milana fuera cierto, y hasta la afirmación más salvaje dicha con aplomo suscita una duda, por pequeña que sea, introducía, por regla de tres, una grave incertidumbre en las expectativas de Lamborga de vencer a Milana ante la Capilla. Cuando iban a pedir más bebida, el sello de Ígur avisó de que se pusiera en contacto con el Cuantificador.

– Permíteme -se excusó, y se retiró deseando que no se tratase del asunto de Debrel y Guipria.

Esa vez el mensaje era doble: el Secretario de la Equemitía lo reclamaba con urgencia, y el Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma lo citaba para la mañana siguiente; se despidió de Lamborga hasta el día del Combate, y se separaron de buen humor.

– El mundo cada día es más pequeño, y no hay que preocuparse por la porción que no tenemos delante -dijo Lamborga cuando ya se alejaban.

En la Equemitía, cuando Ígur se encontró en el despacho de Ifact y resultó que el Secretario le obsequiaba con una indignada y larguísima perorata sobre las imprevisibles consecuencias de insultar en público al Agon de los Meditadores, respiró poco a poco y sin atreverse a cantar victoria viendo que la orden sobre Debrel y Guipria no se nombraba. Ifact derivó al hecho, según él aún más grave, de que no se trataba tan sólo del resultado objetivo de tal actuación, sin duda nefasto en el asunto del Laberinto, que también dependía de otros, sino que, intrínsecamente, comprometía de manera funesta su prestigio como Caballero, y hasta ponía en peligro tal condición. Pasaban los minutos, Ígur se preguntaba por qué Ifact no le hablaba de Debrel y Guipria, qué estrategia seguía. ¿O es que la orden provenía de otro sitio? ¿Era posible que una decisión de ese tipo escapase al control del Secretario? Ifact cargó las tintas, citando antecedentes poco alentadores, sobre la situación y las perspectivas inmediatas, incluidas posibles represalias de la propia Equemitía. Por fin acabó y se quedó mirando a Ígur fijamente; se hizo un silencio que se podía cortar con un cuchillo.

– Veo que no tienes nada que decir -exclamó Ifact con los ojos muy abiertos.

– Milana me ha dicho que Omolpus está muerto.

– ¡A mí qué me importa Omolpus! -explotó el Secretario, y rodeando la mesa señaló a Ígur con el dedo-. No sé si eres un inconsciente o un loco.

– ¿Está muerto, entonces? -le interrumpió Ígur, pensando que ya daba igual.

Ifact dejó caer los brazos con abatimiento, y movió la cabeza negando tres veces.

– Caballero Neblí, y no sé si voy a poder dirigirme a ti mucho tiempo de esta manera, eres superior a mis fuerzas. -Recuperó el tono normal de voz-. No sé nada de Omolpus, y a fe que me sorprende lo que dices. Como sabes, un Magisterpaedi no tiene terminal de Cuantificador en su casa, y hay que ponerse en contacto con él a través de la Mayoría. Lo intentaré y ya te diré lo que averigüe.

– Os estaré por siempre agradecido.

El Secretario se sentó irritado y se puso a revolver papeles.

– Te he dicho lo que te tenía que decir, y no añadiré ni una palabra más -protestó sin levantar la vista-. Si tú no solucionas el problema que has creado, lo solucionaremos nosotros.

Y lo despachó sin más.

Por la calle, Ígur se sintió incapaz de averiguar qué pasaba con Debrel y Guipria. Afrontó cómo desobedecer una orden prioritaria, y pensó que tenía que hacer de tripas corazón y tirar adelante cuanto antes mejor. Camino del transporte que lo conducía a casa de Debrel, las piernas se negaban a llevarle, y resolvió que si Ifact no le había dicho nada, quizá valía más dejar la ejecución para el día siguiente, así es que se fue a su casa aliviado por la decisión, como si mañana fuera el día más lejano de su vida.

Cuando llegó a su casa había oscurecido, y soplaba un viento helado que conservaba aún las últimas nieves. En la plazuela de delante vio a los dos mimos encogidos resguardados el uno contra el otro, envueltos en trozos de tela y papeles, con un minúsculo fuego encendido y una botella de vino malo por la mitad. Los miró sin esperar que la contemplación lo iluminase para nada, como no podía haber sido de otra forma, y se entristeció profundamente. Aunque la noche anterior no había pegado ojo, le costó un par de horas poder conciliar el sueño.

Ígur salió temprano a ver al Secretario de Bruijma, y nada más salir del edificio se dio cuenta de que eludía la contemplación de los mimos que yacían a pocos metros, el uno completamente encogido casi sobre el fuego, el augusto intentando desentumecerse.

En la antesala del Secretario Pauli Francis esperó dos horas y media y, por lo tanto, tuvo tiempo de todo, de indignarse, de relajarse, de evocar los coitos con Sadó, de compararla con Fei y resolver que no quería dejar de ver a ninguna de las dos y, sobre todo, de darle doscientas vueltas más a la cuestión principalmente terrible, la de Debrel y Guipria. Cuanto más pensaba, menos entendía ya no el silencio de Ifact, sino la pasividad de la institución ante el flagrante incumplimiento de sus designios. ¿De dónde provenía la orden? Decidió esperar a ver qué pasaba, consciente de hasta qué punto, tratándose de lo que se trataba, podía ser fuente de sorpresas desagradables. Por primera vez pensó seriamente en la posibilidad de desacatar la orden, y eso lo enardeció hasta tal punto que tuvo que controlarse para no empezar a argumentar y a gesticular solo.

Finalmente el ujier lo condujo al despacho del Secretario Francis.

– Caballero -le dijo sin preámbulos-, os hago saber que el Príncipe Bruijma os concede el honor de hacerse cargo de la Eponimia de la Expedición al Laberinto, que a partir de este momento pasa a llamarse Entrada Bruijma; el resto de las condiciones están en la hoja que os será entregada cuando salgáis. Sólo me queda deciros dos cosas: Primera, que a partir de ahora quedáis relevado de la dependencia prioritaria de la Equemitía de Recursos Primordiales, y que, por lo tanto, cualquier decisión importante que tengáis que tomar, no tan sólo referente al Laberinto, se nos consultará previamente sin excusa. Y segunda, tengo entendido que habéis protagonizado un incidente desde cualquier punto de vista indigno y lamentable, al término del cual habéis ofendido gravemente a Su Excelencia el Agon de los Meditadores. Puesto que el Principado no puede involucrarse, ni tan siquiera de nombre, en cuestiones tabernarias, concertaremos de inmediato un desagravio público con Su Excelencia el Agon, en presencia de todos los asistentes a la ofensa.

– Señor, si me permitís… -empezó Ígur, pero el otro le cortó.

– No repliquéis, Caballero. Es condición indispensable si queréis la Eponimia del Príncipe. Si os negáis, no tan sólo no la obtendréis, sino que dudo mucho que consigáis alguna otra. -Hizo una pausa para comprobar que Ígur se tragaba el silencio-. Para que sea explícito y manifiesto que el Príncipe Bruijma no tiene parte en el asunto, se tramitará el desagravio a través de la Equemitía, y será el último protocolo que cursaréis a través de dicha institución. -Esperó a que Ígur asintiese, y prosiguió-: Pasad al despacho de mi asistente, que introducirá las claves necesarias en vuestro sello y os hará entrega de las condiciones; todo, naturalmente, sujeto al cumplimiento del desagravio, que vigilaremos de cerca.