Lo despidió con un gesto, y el ujier abrió la puerta. En el momento de cruzarla, Ígur se dio media vuelta de repente; Francis, perfectamente inmóvil, lo miraba con una levísima sonrisa irónica.
Listas las diligencias en el despacho del asistente de Francis, Ígur se dirigió directamente a la Equemitía de Recursos Primordiales. Ifact estaba reunido, pero, cosa que sorprendió a Ígur, abandonó la sala para encontrarse con él en el pasillo. Viniendo de escuchar los ecos de la implacable oscuridad anímica de Francis, tratar con Ifact le pareció una maravilla de placidez familiar. En pocas palabras lo puso al corriente, y no le sorprendió ver cómo la cara del Secretario se iluminaba a medida que avanzaba la explicación.
– Lamento que hayas necesitado una razón material para avenirte a hacer lo que tenía que haber nacido de tu conciencia -se debía de encontrar obligado a decir Ifact-, sin embargo, por los caminos que sea, bienvenido al advenimiento del sentido común. Ahora mismo tramitaré el desagravio. -Y, cuando ya se iba, se detuvo-. Por cierto, permíteme que te felicite de todo corazón. ¡Ahora sí que te debes sentir casi dentro del Laberinto!
Volvió un cuarto de hora más tarde, anunciando en un tono que no conseguía disimular su entusiasmo que nadie había puesto ningún reparo y que todos estarían presentes; se habían puesto de acuerdo para el día siguiente a las seis de la tarde en la Apotropía de Ordenes Militares. Vaya, pensó Ígur, que deprisa va la burocracia cuando les conviene.
– Allí estaré -dijo Ígur-. Debo deciros que el Secretario del Príncipe me ha impuesto como condición que a partir de ahora, protocolariamente, dependa de ellos. Me imagino que eso me desvincula de la Equemitía, por lo menos temporalmente.
– No tiene por qué -dijo Ifact-, siempre podemos arreglarnos. -Se echó a reír viendo la cara de Ígur-. No te preocupes, de cara al Secretario del Príncipe todo se hará de acuerdo con sus condiciones.
– Por cierto, aquí tenéis el pliego que me ha obligado a llevarme -dijo Ígur, jurándose que por nada del mundo perdería un solo minuto leyéndolo; como Ifact lo miraba con expresión interrogante tendente a la desaprobación, Ígur optó por una explicación, si no impecablemente verosímil, sí al menos que no insultase la inteligencia del interlocutor-: Como mi residencia no es segura, creo que vale más que vos mismo lo guardéis.
Ifact se encogió de hombros y lo cogió.
– ¿Puedo hacer algo más por ti? -dijo con ademán de volver a la reunión.
– Querría saber qué habéis descubierto en referencia al Magisterpraedi Omolpus. -La cara del Secretario cambió-. ¿Se ha confirmado su muerte?
– No exactamente -vaciló Ifact.
– ¿No exactamente? ¿Qué significa eso?
– Parece ser que el Magisterpraedi ha desaparecido.
Hubo un silencio tenso.
– ¿Qué significa que ha desaparecido?
– Lo siento, no se me ha facilitado más información -dijo Ifact. Ígur tomó aire, con la boca tan apretada que le dolían las mandíbulas; el Secretario le leyó el pensamiento-. Comprendo tus sentimientos, pero te advierto que, con más razón antes o después de un acto de desagravio, estás obligado por honor a mantenerte a distancia del Caballero Milana, y cualquier cosa que le pase comportará una investigación exhaustiva de tus actividades y relaciones con terceros.
Ígur respiró hondo.
– Tenéis mi palabra -dijo, maldiciendo interiormente a la humanidad en peso- de que ningún motivo más de preocupación sobre el honor de la Equemitía, ni del Imperio entero, ha de provenir nunca más de mí.
Ifact lo escrutó, sopesando los síntomas de sinceridad de esa mirada sutilmente desafiante.
– Más te vale -dijo, y volvió a la reunión.
Camino de casa, el sello advirtió a Ígur que tenía que ponerse en contacto con el Cuantificador para recibir un mensaje. Bajó del transporte y lo hizo, y resultó ser Debrel que lo citaba en la torre para ultimar la estrategia del Laberinto. Su primer impulso fue el de ir para allá, pero de una duda pasó a otra, y el dilema que no le dejaba vivir los últimos días se precipitó hundiéndolo en un desasosiego que no hacía más que repetirse que no se podía permitir. Pero la razón es un mal jinete de tantos sentimientos contrapuestos cuando ella misma es uno, y, sintiéndose incapaz de soportar la presencia de Debrel y Guipria combinada con Sadó, Ígur decidió hacer oídos sordos a la convocatoria del geómetra. Sabiendo que no lo podía aplazar demasiadas horas más si no quería que los acontecimientos lo pisoteasen, decidió pasar una noche tranquilo; puesto que no podía ir a su casa, porque allí podrían localizarlo tanto los de la Equemitía como el propio Debrel, desconectó el sello y se fue al Palacio Conti.
Ya casi había oscurecido cuando llegó, esa vez por el Puente de los Cocineros y por la puerta de servicio habitual. En las dependencias auxiliares había un agitación especial, técnicos dando indicaciones y empleados trajinando muebles y restos de comida.
– Llegáis en el mejor momento, Caballero Neblí -le dijo la camarera de siempre-, la Reina de los Dos Corazones estará encantada.
– ¿Y cómo es eso? -dijo él, viendo que el ajetreo no era de organización sino de desmontaje.
– Hemos tenido un día un poco duro.
Isabel Conti hacía los honores, según dijo la camarera, a los invitados que quedaban, pero Fei ya estaba en su habitación. Allí la encontró Ígur, aún con las botas de cuero negro hasta la rodilla, pero ya desabrochadas, y poniéndose ropa cómoda.
– ¿Cómo estás, querido? -dijo ella con la voz rota, pasándole el brazo por el cuello; pero tenía cara de haber llorado. ¿O era el reciente desmaquillaje?
– ¿Qué te pasa?
Fei se apartó. No debía de ser tan sólo el desmaquillaje, pensó Ígur, y se le ocurrió que quizá no se hubiera refugiado en el sitio más idóneo para estar tranquilo.
– ¿Qué quieres que mande traer para cenar?
Ígur la imaginó de vuelta de una orgía, que debía de haber sido terrible, porque se necesitaba mucho para dejar a Fei en ese estado, cuando de la historia de Kiretres y Gandiulunas había emergido tan fresca. Evocó mentalmente a Sadó, y se sobresaltó recordándose la desaparición de Omolpus y que tenía orden de matar a Debrel y Guipria, pero ni una cosa ni otra acabó de aliviarle la inquietud que le producía Fei en un estado en que no la había visto nunca, y como no quería aumentar la adrenalina con revelaciones trastornadoras, decidió no preguntar nada.
– Lo mismo me da -dijo-, no tengo mucha hambre.
Ella le señaló el comunicador.
– Tú mismo, pide lo que quieras. Yo voy a darme un baño.
Ígur encargó ensaladas y fruta, zumos vegetales y un vino ligero, y cuando ya se lo habían llevado le pareció que ella tardaba mucho en salir del baño; se oía movimiento y ruidos de cajones y tijeras, finalmente apareció completamente ataviada para dormir.
– ¿Qué vino has elegido? -dijo con la mirada baja.
Cenaron charlando de años atrás, con comentarios de situaciones curiosas y actitudes observadas, sin entrar en cuestiones terribles ni hacerse preguntas duramente personales. Sin habérselo propuesto, Ígur se encontró atendiendo a Fei como si él no tuviera el menor conflicto y pudiera cargar con los de los demás, y aunque por un momento maldijo la facilidad de las mujeres, ellas que no hacen más que profesiones de sensibilidad, para convertirse en el centro del mundo sin pararse a considerar si los demás también reclaman audiencia, y al final tuvo que reconocer que tener que confortar era mejor que abandonarse a ser confortado, pero no dejaba de inquietarlo el pensar hasta qué punto, de encontrarse ella en otra circunstancia, se hubiera atrevido a fiarse y confiarle su drama particular. La cama es mal terreno para la confianza: aunque hoy no haya peligro, quién sabe mañana.
– ¿No te acabas la macedonia? -preguntó Ígur, y Fei le puso el plato delante.
Se la acabó él, y ella encogió las piernas, se quitó las zapatillas y se sentó sobre los pies. Cuando Ígur terminó, mandaron retirar los platos y se tumbaron en la cama. El se desvistió.
– No te molestes si esta noche… -dijo Fei antes de que la abrazase.
Lo que sea debe de haber sido muy fuerte, pensó Ígur, optando por una renuncia oblicua, que no diera a entender que tanto le daba una cosa como otra, pero que tampoco llevara a suponer que sólo estaba allí para abrevar a la fiera. Miró el perfil de Fei, y lo encontró de una elegancia incomparable; el pecho se elevaba levemente con la respiración pausada, tapado hasta las clavículas por el camisón azul turquesa de mangas largas. La dignidad de la figura conmovió a Ígur, y la abrazó con suavidad, sin avanzar con la mano más allá del hombro. Ella cerró los ojos.
– Buenas noches -le dijo con un beso en la mejilla.
Fei se levantó antes del alba, se vistió sin ruido y se fue sin decirle nada a Ígur, quien, después de que horas antes le hubiera costado conciliar el sueño, la oyó sin desvelarse y protegió su refugio para continuar en la cama hasta las ocho de la mañana. Entonces se vistió y se fue a la Apotropía de la Capilla.
Allí lo recibió el Jefe de Protocolo y lo acompañó hasta la salita en la que se preparaba el Caballero de Preludio. Por el camino, discretamente, el funcionario no le quitaba ojo; ambos tenían presente la escena de hacía dos días. También la tenía Mongrius, y, una vez solos, fue lo primero que le dijo.
– Si lo que querías era propaganda, te felicito -rieron-; no se habla de otra cosa en Gorhgró.
– ¿Qué habrías hecho tú en mi lugar? -dijo Ígur.
– ¿Y ahora qué piensas hacer?
– No tengo más remedio que excusarme; una vez me he avenido, me lo han puesto en bandeja, los tengo convocados a todos para esta tarde. Por cierto, ¿tienes alguna idea de cómo tengo que enfocar el discurso?