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– Aquí tenéis el texto que os aprenderéis de memoria para declamar a una indicación mía.

Le presentó una hoja con unas quince líneas impresas, que Ígur devoró en un momento. Era una humillación en toda regla, sólo faltaba que el declamador se declarase idiota de nacimiento.

– No pienso decir ni media palabra de todo esto. -Y se la devolvió; el otro esbozó un gesto de no resultarle imprevista la reacción.

– Naturalmente vos haced lo que queráis, pero debéis haceros cargo de que el Excelentísimo Agon no se dará por satisfecho con cualquier cosa. -Ígur escuchaba impertérrito, y al Supervisor le pareció que había posibilidades de negociar-. Veamos, ¿qué es lo que os parece que no podéis decir de ninguna manera?

Compartieron de medio lado la contemplación del papel que el funcionario sostenía como si se tratase de un objeto precioso.

– ¿Este documento es de oficio? Porque no veo por ningún lado nada de lo que dije. ¿Cómo sabrán a quién me refiero?

– Lo único que importa es la frase relativa al Agon -explicó pacientemente el Supervisor; Ígur empezó a señalar párrafos.

– De entrada no puedo cuestionar el hecho de haber dicho lo que he dicho, porque estaré no tan sólo mintiendo, sino afirmando que los presentes son irreales, porque oyeron algo que no he dicho; y si no lo he dicho, ¿qué hacemos aquí? -siguió el texto con un dedo-; tampoco puedo decir que hablé sin querer decir lo que dije, porque a fe mía que no tan sólo quería, sino que aun me quedé muy corto.

El Supervisor movió la cabeza con consternación.

– Así no llegaremos a ningún sitio.

– No puedo decir que me consta la alta nobleza y competencia del Agon, porque no me consta nada de eso -prosiguió Ígur impasible.

– ¿Os consta acaso lo contrario? -esbozó una sonrisa irónica-, porque, naturalmente, a no ser que pretendáis instituir el maleficio de la duda, si tenéis pruebas de una afirmación tan peregrina como la que hicisteis, no necesitáis ningún desagravio.

Ígur prosiguió impertérrito.

– Tampoco puedo decir que hablo por propia iniciativa, porque hablo obligado hasta por la última rata de Gorhgró.

– ¡No pretenderéis cumplir un desagravio afirmando que habláis obligado! -se impacientó el funcionario-. Oídme, Caballero, sé perfectamente que no os entusiasma la situación, pero quiero que sepáis que ni a mí ni a ninguno de los que esperan en la sala de al lado nos hace ninguna gracia, así es que permitidme sugeriros que lo saldemos de la forma más rápida y sencilla posible.

– Perfecto -dijo Ígur interrumpiendo, porque ya veía venir que le volvería a proponer que leyera el papel-. ¿Tenéis confianza en mi honor de Caballero?

– Claro que sí -protestó el Supervisor con vehemencia, ya que decir lo contrario equivalía a aceptar un duelo a muerte.

– Pues entonces dejadme hacer, y guardad esta delicada composición retórica en vuestros archivos de cortesía.

El funcionario se resignó, y a la hora fijada lo acompañó a una sala en cuyo centro, de pie en perfecto semicírculo, estaban el Secretario Ifact (lo que no sorprendió a Ígur), Milana, Allenair, el Agon de los Meditadores, un Asistente suyo, el Secretario y el Jefe de Protocolo de la Capilla, Lamborga, los tres funcionarios de la Capilla presentes en el incidente y tres individuos más que Ígur imaginó enviados del Secretario del Príncipe Bruijma y de otras instituciones ignotamente implicadas. Al fondo, custodiando las entradas, cuatro Guardias. El Supervisor indicó a Ígur el centro del semicírculo que los auditores formaban, y él ocupó el extremo al lado de Ifact.

– Excelentísimo Agon, Ilustres Secretarios, Caballeros y funcionarios -dijo-, el Caballero de Capilla Ígur Neblí de Cruiaña os dirigirá la palabra.

Ígur dejó que el silencio se mascase un cuarto de minuto.

– Excelencia, Ilustrísimos, Caballeros y demás presentes -dijo, firme y ayudado de una gesticulación pomposa-, estamos aquí reunidos porque anteayer afirmé que el Caballero Milana había mamado la polla del Excelentísimo Agon de los Meditadores, y no puedo decir que no lo dije porque todos pudisteis oírlo, y hacer tal cosa equivaldría a sostener que este acto es una farsa absurda, lo que, al margen de quien con todos mis respetos lo pueda creer, no tengo intención alguna de intentar, y si la tuviera, no me serviría de nada. -Algunos de los presentes palidecieron; otros, Allenair a la cabeza, tenían la mirada más encendida que una antorcha-. Por tanto, asumido el hecho, que sería ridículo negar, de que tal afirmación salió de mi boca, me veo impelido a declarar que el Caballero Milana no ha obtenido el Combate de Acceso a la Capilla gracias a haber mamado la polla de Su Excelencia el Agon de los Meditadores, y digo que lo digo porque lo digo, porque si digo que lo digo porque me han dicho que lo diga, me obligarán a volver a decirlo añadiendo que no lo digo porque me han dicho que lo dijera, y que cuando he dicho que lo decía porque me obligaban a decirlo (igual que si ahora hay alguna sospecha de que saduceamente declaro que digo que el Caballero Milana no ha mamado la polla del Excelentísimo Agon de los Meditadores porque lo digo, lo hago bajo alguna coacción, o desde la necesidad de ser creído, al margen de la verdad o la mentira), mentía tan miserablemente como cuando dije que el Caballero Milana ha mamado la polla del Excelentísimo Agon de los Meditadores. Y, sin embargo, hay que distinguir la naturaleza de las dos hipotéticas mentiras, porque así como no me asiste, es cierto, constancia alguna de que el Caballero Milana le haya mamado la polla a Su Excelencia el Agon de los Meditadores, ¿y cómo podría haberla obtenido? -Ifact, el Supervisor y el Jefe de Protocolo de la Capilla parecían al borde de un ataque de apoplejía-, tampoco dispongo, ni, tal y como van las cosas, existen elementos para creer que pueda disponer en un plazo razonablemente próximo, de indicio alguno de que no lo haya hecho, y que cuanto más se la mamase, más le ennobleciese, y aunque no le ennobleciese, más se la mamase, por lo que no me queda más remedio que deducir que también tengo que excusarme de una posible mentira en el otro sentido, ésta sí, con toda la inocencia del desconocimiento, y, en la medida en que hablar de hipotético como mentira, como decir si el vaso está medio vacío o medio lleno, es tan impropio como hablar de hipotético como verdad, en modo alguno se me puede hacer responsable; y tampoco querría que ahora se me imputase que contrapongo inocencia del desconocimiento a certeza de cognición, que lo contrapongo a esta mi natural y, a la vista está, reprobable pasión por la hipótesis; por tanto, hechas las salvedades anteriores, no vaya a ser que saturnalmente ahora se me acuse de coacción moral, y no tan sólo reconociendo el derecho que el Caballero Milana tiene de mamarle la polla al Excelentísimo Agon de los Meditadores, y que gloriosamente lo haya hecho, si a ambos, que son libres, les conviene, y a la naturaleza, que es soberana, le place, sino de una vez y para siempre confesando que no tendría inconveniente, ¿por qué debería tenerlo?, de aplaudir, de loar, con absoluta, con esmeraldina transparencia de corazón, una práctica del goce de la vida tan extendida, tan noble y bien documentada en las artes, en la poesía y en la historia, tengo que afirmar, puedo afirmar y, en verdad, afirmo, despojado por completo tanto de reservas y reticencias como de vestimenta y de argumentos me trajeron al mundo, que no lo ha hecho, y lo rubrico con mi más humilde, mi más rotunda, transparente y sincera imploración de misericordiosa benevolencia y ofrecimiento de la más sumisa disposición a cualquier otra clase de satisfacción que pueda hacérseme el obsequio y el honor de exigírseme. Es más, si en cualquier momento…

– Es suficiente. Caballero Neblí -dijo el Supervisor después de un intercambio de miradas con el Asistente del Agon-. Tened la bondad de acompañarme.

Después de una inclinación marcial de cabeza, volvieron a la salita del principio.

– ¿Ya está? -dijo Ígur-. ¿Lo he hecho bien? ¿No hace falta nada más? Porque ya puestos, si quieren se la mamo yo a ellos. ¿O quizá preferirían darme por culo?

– Caballero, sois incorregible; vuestro carácter os conducirá a situaciones muy desagradables.

– ¿Me puedo ir?

– El Caballero Milana ha solicitado una entrevista con vos.

Ígur sintió el latigazo de la ira.

– Naturalmente, hacedlo pasar -dijo, y sonó como una orden.

Cinco minutos más tarde, el Supervisor los dejó solos en la salita. Ígur clavó sus ojos en los del otro.

– No tengo el poder de un Agon -dijo Milana- para obligarte a rectificar el resto de afirmaciones del otro día, pero quiero que sepas que no lo olvidaré.

– ¿Dónde está el Magisterpraedi Omolpus? -dijo Ígur mirándolo fijamente; se aguantaron la mirada hasta que Milana la apartó.

– Nunca has sido demasiado listo, no me costará nada cazarte el día que quiera.

– No creo que ese día puedas elegirlo entre muchos. A la Capilla se accede con espadas, no con cañas, y de ti Lamborga hará picadillo.

– Ya lo veremos. -Y salió.

Después, Ígur se fue a buscar al Supervisor.

– Espero que nos volvamos a ver en circunstancias más distendidas, Caballero Neblí; en cualquier caso, os deseo mucha suerte en el Laberinto -dijo el funcionario, y lo despidió al final de la escalera-. El aspirante Lamborga os espera en el vestíbulo principal.

Los dos Caballeros salieron juntos de la Apotropía de Ordenes Militares, y por la calle se abandonaron a la carcajada. Lamborga le contó que una vez el Supervisor hubo cerrado la puerta, todos estaban pendientes del Agon, y él se había interesado por la vida y cuitas de Ígur, qué hacía y de dónde había salido, y esa reacción había desconcertado a los demás, en especial a Ifact, que había tenido que responder, y a Milana, que no esperaba que un desagravio tan inconveniente fuera aceptado.