– ¿Estás de acuerdo? -le preguntó Guipria a Sadó, y la hermana menor asintió.
– Perfecto, entonces. Ígur te acompañará ahora mismo.
Hubo un momento de desconcierto y contemplaciones.
– ¡Ahora mismo!
Debrel sonrió.
– No hay que dar más oportunidades de las imprescindibles. A Ígur ya le han enviado Fonóctonos una vez. No sé de dónde procede la orden de matarnos, es decir, sí lo sé, pero no a través de quién, en fin, el caso es que ahora nos tienen a todos juntos, y más vale que no nos quedemos aquí muchas horas más. -Rió viendo la cara de Sadó-. Tampoco es preciso que salgamos corriendo ahora mismo, pero hay que desaparecer esta noche -se dirigió a las mujeres-, tan pronto como tengáis lo imprescindible, comemos algo y nos vamos. Atención -rió-, que ya os conozco. Sadó que coja lo que quiera, pero tú una bolsa y nada más.
– ¿Y tú, no te vas a llevar nada? -le dijo Ígur cuando Guipria y Sadó hubieron salido; Debrel abrió los brazos.
– Yo llevo encima todo lo que voy a necesitar.
– ¿Y Silamo?
– De Silamo me ocuparé ahora mismo -tecleó el Cuantificador-, aún tengo amigos en la Administración que lo colocarán discretamente algún tiempo, hasta que pase todo esto.
Ígur quería preguntar qué pensaban hacer él y Guipria, pero no se atrevió. Notificó a la Secretaría del Príncipe Bruijma vía Cuantificador que salía de viaje por asuntos del Laberinto, y después se abandonó a la contemplación de la espléndida sala del torreón, el último resplandor del crepúsculo en torno a la Falera que contenía el Laberinto, causa directa de la desgracia de Debrel. Se preguntó qué sería de la casa, y se volvió al macizo lejano fascinado por su atractivo maligno.
– ¡Maldito Laberinto! -exclamó-. He sido la causa de tu desgracia.
– En absoluto -dijo Debrel, completamente pausado-. Hace tiempo que no nos quitan ojo, y si no hubiese sido el Laberinto habría sido otra cosa. Además -rió-, ¿quién dice que nos quieran matar en relación con el Laberinto? ¿Por qué tendrían que hacerlo? ¿Por haberte ayudado? En ese caso, ¿no les resultaría más sencillo matarte a ti?
Ígur pensó que él era más difícil de eliminar que un hombre de sesenta años y su mujer.
– ¿Qué puedo hacer por vosotros? -dijo con la solicitud más sincera de su vida.
Debrel se tocó la frente.
– ¡Y qué más quieres hacer, querido amigo! Perdonar nuestra insensibilidad y nuestro desagradecimiento. Acabas de salvarnos la vida poniéndote tú en peligro, y ni siquiera te hemos dado las gracias.
Guipria y Sadó se reincorporaron y, puesto que nadie tenía hambre, tomaron fruta y bebida fresca. Se produjeron una serie de silencios, se tejió entre ellos un cruce de miradas que suplicaban y perdonaban todo lo que las palabras no pueden, y las lágrimas y las risas no sofocan. Guipria se levantaba a menudo, a caballo entre la prisa que el momento imponía y la nostalgia de retrasar el abandono definitivo de un dominio de felicidad. Porque, pensó Ígur, si yo que he estado media docena de veces soy presa de un anhelo desasosegado por retener la imagen y las sensaciones de un lugar maravilloso al que nunca podré volver, ¿qué debe estar pasando por la cabeza de los demás? Una mirada fugaz hacia afuera, otra hacia adentro; era ese momento del atardecer en el que ya no hay residuo de sol pero todavía no es de noche, ya no entra luz por las ventanas, pero ni los objetos del exterior han dejado de ser visibles, ni es lo bastante oscuro como para que los cristales se hayan vuelto espejos, sino que, recién encendidas las luces, parecen cuadros en penumbra.
– ¿Queréis algo más? -dijo Guipria; nadie dijo nada, y ya no convenía aplazar más el momento; Debrel se levantó.
– Ahora -anunció-, saldremos de aquí separados; Ígur y Sadó primero, y después nosotros.
Cuando los cuatro se pusieron de pie, se desató la tensión.
– ¿Cómo podremos vernos? -preguntó Ígur a Debrel, excitado por la risa de dolor de Sadó.
– Por supuesto que a partir de ahora dejaremos de vernos -fluctuó entre el humor y la tristeza-. Ya lo ves, ahora tendrás que espabilarte sin mí; venga, no pongas esa cara, que el mundo aún es pequeño para ti.
– ¿Pero volveremos a vernos? -insistió Ígur, bordeando la desesperación, pero también con cierto temor al ridículo.
Guipria no le dijo una sola palabra a Ígur, pero le dio un abrazo tan largo y fuerte que alejó toda frase posible. Debrel y Sadó se miraron inacabablemente, y ella estalló en llanto y se lanzó a los brazos de Guipria.
– ¡Te echaré tanto de menos! -dijo Guipria bajito y con los ojos medio cerrados.
– ¿Cómo podría congraciarte? -gemió Sadó sin contenerse-. ¡Querría decirte tantas cosas!
– No tengo ninguna desconfianza en cuanto a tus buenos sentimientos -le sujetó con las manos la cara llena de lágrimas y se las besó con ternura-, y quiero que tú tampoco sientas ningún resquemor, ¿me entiendes? Te quiero mucho y no quiero que sufras por nada.
Se miraron los cuatro, y Debrel atajó la imprevisible escalada emocional.
– Ahora marchaos. Y tú -miró a Ígur-, que nada te distraiga de lo que tienes que hacer.
Ígur y Sadó salieron abrazados, él con la bolsa en la otra mano, deteniéndose a menudo para contemplar la torre de Debrel. La última vez vieron cómo, empezando por los pisos altos, las luces de las ventanas se apagaban, de una en una.
Cuando Ígur entró en el Palacio Conti por la puerta de atrás, en compañía de Sadó, pidió a la camarera que los llevase directamente a ver en privado a Madame Isabel. Una vez los tres solos, después de las presentaciones, Ígur explicó el caso a la dueña del Palacio, y donde esperaba una bienvenida desenfadada y sin reservas le sorprendió una reticencia observadora y reflexiva.
– ¿Así que cuñada del geómetra Debrel? -La miró con una aprensión que la sonrisa no conseguía disfrazar-. Claro que puede quedarse de momento, pero más adelante, en fin, ya lo veremos, vamos muy justos de habitaciones -una empleada entró a reclamarla-. ¿Me perdonáis un momento?
Salió. Ígur se excusó con Sadó y alcanzó a Madame Conti en el pasillo.
– Isabel, ¿qué pasa? Tienes uno de los Palacios más grandes de Gorhgró. ¿Desde cuándo no tienes sitio para un favor a un amigo?
– Mi querido inocente Caballero -lo miró con ternura burlona-. Cuanto más te observo más me pregunto si sabes a qué juegas.
Ígur no estaba de humor para reticencias.
– Si no me puedes dar un motivo consistente para negarte, tendré que interpretarlo como una cuestión personal.
– Está bien -rió-, que se quede. Y ahora, si me permites… Esta noche tenemos celebración, pero no sabíamos seguro si podíamos contar contigo.
– ¿Ah sí?
Madame Conti ordenó las disposiciones de la estancia de Sadó, y una criada la llevó a la habitación pertinente, menos remota que la de Fei y también menos bonita y confortable y, por supuesto, mucho más pequeña. Ígur quiso estrenarla, y ella no se resistió; ansiosos desahogaron la melancolía en que la separación de Debrel y Guipria les había sumido, y al acabar, dudosamente ganada la serenidad pero no perdida la tristeza, en realidad quizá también más asentada, bajaron al salón central, que Ígur no había vuelto a ver desde el día del trapecio, a la anunciada celebración.
Se trataba, claro está, de la victoria de Mongrius en el Combate de Acceso. Mongrius, con más relaciones que Ígur en Gorhgró, había tenido tiempo y recursos para organizar una fiesta completa, con invitados y sin improvisaciones. Los asientos para los espectadores se había retirado, y todo eran mesas y sillas para cenar, algún sofá, y en el centro un entarimado para una orquesta con predominio de vientos y percusión. Cuando Ígur y Sadó entraban, un coro de adolescentes entonaba entre la sensualidad y la languidez:
Placido é amor, andiamo,
Tutto ci rassicura.
Felice avrem ventura,
Su su, partiamo or or.
En el centro, oficiaban la fiesta Fei, completamente recuperada a juzgar por su aspecto y actividad radiantes, y Mongrius, que recibía el homenaje de los presentes. Junto a Madame Conti estaba el Duque Constanz y el Barón Boris Uranissor, y más apartados, el gestor Dilmau y el dermatógrafo Serránila. Ígur les presentó a Sadó, que para la ocasión se había puesto un vestido amarillo bastante extremado, que contrastaba con el blanco plateado de Fei.
– Querido Caballero Neblí -dijo Constanz-, permitid que sea el primero en daros la enhorabuena.
– ¿Por qué, Excelencia? -preguntó Ígur.
– ¿Cómo, amigo mío, no habéis visto el Cuantificador? -dijo el Duque-. Se acaba de hacer pública la Eponimia del Príncipe Bruijma a la Entrada al Laberinto, y todos, aquí, sabemos quién está destinado a ser el héroe.
– Como no podría ser de otra forma -dijo Boris riendo-, tratándose de un vigilante tan estricto del tráfico de mamadas de polla.
A esas alturas, a Ígur le daba igual una cosa que otra.
– Barón, si tenéis la boca seca y queréis poneros a la cola, no tengo ningún inconveniente.
Hubo una carcajada general.
– No hay nada como un buen aprendizaje de la casuística del Laberinto -dijo Constanz, y recitó:
Cosí s'allenta la castigatezza
quiví ben ratta dall'altro girone,
ma quinci e quindi rade apotropezza!
– ¡Vaya, qué bella reunión para comerse el mundo de un bocado! -dijo Madame Conti rodeada de risas-, la nobleza, la hermosura, la juventud y la caballería.
– ¿En dónde estoy yo, Sultana? -preguntó Dilmau.
– Tú eres la montura de la caballería -dijo Fei, a su lado.
– Es otra montura la que quiero cabalgar -dijo él, mirándola de pies a cabeza sin ambajes-. Reina de las Yeguas ¿te gustaría suicidarte conmigo?
– Sólo con mirarte no hago otra cosa.
Ígur la observó con pesar. Toda ella resplandecía como una jova, y se preguntó cómo era posible que una mujer tan bella, una diosa, se dignase relacionarse con un animal cuya sola presencia la deslucía. Ígur sabía cuántos mecanismos del comportamiento están destinados a apagar las pasiones, y prefería sufrir que matar una pasión. Miró a Sadó, intentando inútilmente recordar cómo la veía y qué pensaba de ella tan sólo una semana antes, y en cambio sí fue capaz de reproducir hasta qué punto, con Fei, lo que al principio de conocer a una mujer te aparta del arquetipo de la belleza es visto como un defecto, cuando esa mujer te gusta cada vez más te gusta precisamente por esa distancia del arquetipo, hasta que llega un momento en que tal separación se ha fundido completamente, y esos cuerpos que antes le habían correspondido parecen ahora fría materia de contemplación indiferente.