Выбрать главу

– Deja a este puerco y ven conmigo -le dijo Serránila a Fei-. Tengo tres días preparados hasta la Isla del Lago.

– No tengáis tanta prisa en contraer enfermedades contagiosas -dijo ella, e Ígur quería creer que igualmente y con el mismo tono podía haber dicho lo contrario.

– ¿Qué otra aspiración puede tener un obseso sexual de buena familia? -dijo Boris.

La orquesta trinaba un trémolo de pífanos y tamboril, y el coro, con suavidad de alejamiento:

Oggi molto, doman poco,

Ora in térra ed or sul mar.

Ígur y Sadó se apartaron del grupo y se sentaron junto a un espejo. Ella lo miraba fijamente a los ojos embelesada, y él la miró por el espejo; Sadó no apartó los ojos, y, en el espejo, a Ígur le pareció como si ella mirase a otro, y su sonrisa se le antojó tierna y enamorada de veras, mucho más que la de la mirada directa, mucho más excitante y temblorosa.

– Así, se trata de construir un buen engaño -dijo con suavidad.

– ¿Qué dices?

Mongrius escanciaba personalmente vinos excepcionales en las copas de cristal, Madame Conti y Fei llevaban la voz cantante, e Ígur pensó que en los brazos de las butacas quedarían marcas de las garras de las aves de rapiña. ¿Un pensamiento para Debrel y Guipria? ¿Dónde debían estar en ese momento?

– Te pasas la vida en esta sala, amigo mío -le decía el Duque Constanz a Dilmau-. ¿Nunca estás con tu mujer?

– ¡Qué dices! ¿No sabes que le tengo horror al incesto? -dijo el otro.

– Quien te oyera pensaría que no has tenido madre ni hermanas -dijo Madame Conti.

– Mientras no se le marchen las hijas, no tiene que preocuparse.

Ígur miró a Sadó de reojo, un poco preocupado por el ambiente inaugural de su nueva residencia, pero ella parecía muy entretenida, y se mantenía en un segundo plano discreto sin retraerse de la conversación. Madame Conti la tomó del brazo.

– ¿Te parece todo bien? ¿La habitación está a tu gusto?

– Oh sí, señora, todo está perfecto.

– Así me gusta -dijo, complacida-, creo que nos entenderemos. Si te hace falta cualquier cosa, no dejes de decírmelo.

– Entonces, Caballero Neblí, nos veremos a menudo si vais a ser el Campeón del Laberinto -dijo Constanz.

– Así lo espero -dijo él.

El Duque y Boris sonrieron.

– La espera del Caballero… -dijo el Barón, y el otro le hizo una señal.

Fei y Sadó iniciaron una conversación, y cuando Ígur se quiso sumar a ellas, los dos nobles lo entretuvieron con tecnicismos burocráticos, y puesto que ambos eran personajes influyentes, no se atrevió a desairarlos para enterarse de qué podían estar diciéndose ellas. Poco a poco desistió de aumentar el vértigo, decidió no hacer preguntas con posibles respuestas torturadoras. Se repetía una y otra vez que cuando se renuncia a algo en favor de otra cosa, lo único seguro es que se perderá aquello en que se ha cedido, pero nunca que se obtendrá lo que en compensación se pretende, y, aunque muerto de curiosidad y ganas de quedarse, pensó en irse como quien planea un crimen contra sí mismo. En el momento en que la música era más evocadora y Fei y Sadó le parecían más bellas, se levantó consumido de pesar, con la fuerza de un siglo de premeditación a sus espaldas.

– Adiós, queridas amigas y amigos.

– ¿Cómo es eso, ahora nos dejas? -protestó Madame Conti.

Sadó intentó retenerlo, y cuando se convenció de que era inútil se levantó y lo acompañó hasta la puerta. De lejos, sentada entre las fieras y sin dejar de sonreír, Fei no le quitó ojo hasta el último instante.

X

Ankmar, a poco más de media hora de vuelo de Gorhgró, era en tiempos de Ígur Neblí una turbulenta población portuaria, con la fachada de mar triturada por la infraestructura de transportes y abastecimientos y la industria pesada, toda ella gris y atronadora, y las calles manchadas a perpetuidad por petroleosas acuosidades que parecían emerger de una profundidad inevitable y maligna.

Ígur llegó a mediodía, con un calor asfixiante que contrastaba violentamente con el aire aún fresco de Gorhgró, y sin perder tiempo se ocupó de localizar al tal Beremolkas, lo que no le resultó difícil, porque la dirección estaba en el índice del Cuantificador. Llegó a las cuatro de la tarde, y encontró la casa rodeada por la Guardia de la Mayoría de la ciudad.

– No se puede pasar -le dijo un Suboficial; Ígur le mostró el sello, y cuando el otro se cuadró le ordenó que fuera a buscar al oficial en jefe; un minuto más tarde tenía delante a un hombre de unos treinta años y aspecto preocupado.

– ¿Caballero Neblí? -se presentó-. Teniente Leonid. ¿En qué puedo serviros?

– Vengo a ver a una persona de este edificio.

– Por supuesto me tenéis a vuestra disposición. Pero, lo lamento, ha habido un homicidio y tengo que acompañaros. ¿Puedo saber a quién venís a ver?

El Teniente se comportaba con amabilidad, e Ígur prefirió no discutir.

– Al señor Beremolkas.

Leonid lo miró con atención.

– Tened la bondad de seguirme.

Lo llevó por un pasillo lleno de Guardias y gente de prensa hasta una habitación interior. Allí, colgado del techo por el cuello, pendía un hombre desnudo con la mitad derecha del cuerpo perfectamente desollada, cráneo y sexo incluidos, y un charco de sangre y excrementos aún fresco en el suelo. Ígur levantó la vista hasta lo que quedaba de las facciones, impresionado por el insoportable hedor y el bochorno y el enrarecimiento del aire.

– ¿Beremolkas? -preguntó; el oficial asintió.

– Hace dos horas que ha muerto. Las manchas de semen en la pared -se las señaló-, que el laboratorio me acaba de confirmar como suyas, y la altura, que corresponde perfectamente a la trayectoria parabólica, indican que lo desollaron nada más colgarlo, cuando aún tenía convulsiones, observad las manchas de sangre en el techo y las paredes. Es un ritual de los traficantes de la Séptima Demeterina de La Muta.

Ígur procuró que la sonrisa naciente no le aflorase a los labios. No tenía duda de que era cosa de Meneci.

– ¿Tenéis algún indicio?

Había moscas en abundancia. Ígur se puso de espaldas al ahorcado.

– Lo único mínimamente significativo que nos han dicho los vecinos es que la última visita que ha recibido ha sido la de un viejo jorobado que ha salido a una hora muy aproximada a la del homicidio.

He aquí cómo se ha disfrazado la Expedición Simbri, pensó Ígur.

– Debía ser la primera vez que lo veían, me imagino.

El Oficial lo miró con atención; le propuso salir, e Ígur aceptó inmediatamente.

– Caballero Neblí -dijo, ya al aire libre y alejados de los demás-, las razones de vuestra presencia aquí no son de mi incumbencia, pero tengo la obligación de preguntaros el motivo de vuestra visita a la víctima. Espero que lo comprenderéis.

– Os comprendo perfectamente, y lamento no poder comprenderos ni una palabra más. Las competencias son las competencias.

– Si al menos me pudieseis proporcionar algún indicio. De alguna forma debéis situar lo que ha pasado.

Para Ígur, el problema era saber si el hecho de asesinar a Beremolkas siguiendo el ritual de un sector de La Muta obedecía al simple deseo de hacer recaer las sospechas en otro para, por lo menos, quitarse de encima a la Guardia de la Mayoría, o bien si, verdaderamente y al margen del asunto del Laberinto, o incluso formando parte de él, había alguna cuestión con La Muta y las Demeterinas. Como última posibilidad pensó que acaso el hecho no guardara relación con la Expedición Simbri, lo que tampoco era inaudito, pero añadía el problema de convertir al azar en protagonista de la función. Aun así, la solución le gustó.

– Teniente, éste es un asunto entre la Agonía de los Meditadores y la facción financiero-militar de La Muta. Ese hombre era un enlace que jugaba a tres bandas con otra institución cuyo nombre no estoy autorizado a revelaros. -El otro lo miraba con toda la desconfianza del mundo-. Ahora, a cambio, quisiera que me informaseis acerca de sus actividades públicas.

– Poca cosa. Jefe del Departamento Comercial del Monopolio de Transportes con las Jéiales.

– ¿No dependen del Príncipe Simbri?

– Efectivamente, Caballero.

Ígur maldijo el retraso de las gestiones. Meneci le llevaba ventaja, y tal y como Debrel había dicho, no tenía escrúpulos a la hora de jugar sucio; Ígur sabía que después de arrancarle a Beremolkas la información deseada, lo había matado para que la competencia no la obtuviese, y sonrió pensando si Leonid acabaría por descubrirlo. Le agradeció las atenciones y, como a partir de las cinco cerraban las oficinas, buscó un hotel, finalmente un mal menor porque en Ankmar hasta el mejor barrio estaba negro de humo y apestaba a basuras y a verdura podrida, cenó y se fue a dormir.

Al día siguiente, Ígur recordó que tan sólo le quedaban veinticinco días para el límite de la Entrada al Laberinto, y se fue a la Delegación General de Transportes de las Jéiales. El escudo del Príncipe Simbri le advertía desde el frontispicio del espléndido palacio que ocupaba. En el interior topó con toda clase de impedimentos burocráticos, desde empleados reunidos hasta empleados ausentes, documentos no disponibles y terminales fuera de servicio. Pronto se dio cuenta de la ingenuidad que había cometido al imaginar que en una empresa dependiente de la expedición rival le facilitarían las cosas. Acabó estrellado en la mirada hostil de una Secretaria de enormes gafas; no había duda de que allí todos sabían quién era el Caballero Neblí, y de las instrucciones que habían recibido. Inició la retirada y, en mitad del vestíbulo de salida, un hombrecillo cargado con un gran bulto se le echó encima. Ígur se quedó quieto esperando una excusa.