Se saludaron, con el cuerpo inclinado, los brazos separados, las manos abiertas y las piernas ligeramente flexionadas. Ígur se sentía entumecido de tanto comer, beber y fumar, y lanzó un ataque de puño con intención de acabar pronto; Mistifal le cogió un brazo y una pierna con la otra mano y, aprovechando su propio impulso, le dio una vuelta por los aires y lo tiró por encima de su cabeza al suelo, fuera del círculo, con una furia tal que Ígur tuvo la sensación de que no le había dejado ni una costilla entera; pero aún le quedaron fuerzas, desde el suelo, para no soltar el brazo de Mistifal, y del mismo impulso tirar y, con una zancadilla, arrastrarlo de cabeza por encima de él, fuera del círculo.
Los espectadores aplaudieron.
– ¡Bien, buen Combate! -dijo Kiaik.
– El negro mantiene la iniciativa -dijo Kirka.
A Ígur le dolía terriblemente la espalda. Había imaginado que Mistifal condescendería, pero el negro lo había sorprendido empleándose a fondo; ¿o tal vez no? En ese caso, existían motivos para preocuparse; Ígur dedicó la ofensiva a esconder movimientos para estudiar los reflejos y la técnica del contrario, que resultaron inquietantemente vivos y depurada. Mistifal lo miraba a los ojos con una -media sonrisa sensual que en tal ocasión resultaba especialmente agridulce. Ígur lanzó un ataque de pie que el otro esquivó y al que respondió con un formidable puñetazo en la cara que lo tumbó de espaldas en el suelo; nada más abrir los ojos vio a Mistifal saltando un metro por encima suyo, y en una décima de segundo botó de lado para evitar los pies del adversario sobre su estómago; de una torsión se puso en pie, viendo puntos de luces de colores en los extremos de su campo de visión, y se aprestó a un nuevo ataque. Mistifal se movía como si bailase, sin perder la sonrisa, Ígur se vio destrozado.
– El agua de la fuente danzará ante la fuerza del sol, tan intáctiles como poderosos los dos -dijo Oxuneumus, sentado en un lado de la mesa, y cogió un guitarrín.
Ígur le echó un vistazo a Kirka, quien, sentada en un ancho banco apartado de la mesa, acogía a Kiaik arrodillado ante sus piernas abiertas al máximo, y le acariciaba la cabeza que se movía de arriba abajo ocultando a los ojos de Ígur el sexo de ella, que echaba la cabeza hacia atrás sin perder de vista el Combate. Mistifal aprovechó la distracción del contrario para triturarle el torso de un formidable trompazo que lo derribó una vez más; Ígur se puso en pie de un salto, esquivando el remate, y consiguió hacer tropezar al rival; pero esta vez fue el negro quien lo arrastró por el suelo, y lo ahogó con los brazos. En el Combate cuerpo a cuerpo Ígur tenía las de perder, y con Mistifal encima empezó a verlo todo de color púrpura. La lengua de Kiaik hacía maravillas, y Kirka emitía 'un gemido con modulaciones roncas y con los brazos en alto se colgaba de la cortina de detrás. Ígur tenía una mano libre, intentó emplearla contra el antagonista, pero Mistifal se revolvió una vez más y le aplastó el antebrazo contra el suelo con el pie. En tesitura de tenor, Oxuneumus cantó acompañado del guitarrín:
La ci darem la mano
La mi dirai di si
Ígur se encontraba al límite de sus fuerzas, por la saciedad y el mareo de la cena, y estudió con frialdad de Caballero las posibilidades que ofrecía el brutal reparto de pesos a que estaba sometido; además, el sudor de los cuerpos dificultaba el sujetar bien al contrincante para quitárselo de encima. Realizó un esfuerzo titánico, se vovió y echó a Mistifal hacia atrás; ambos rodaron fuera del círculo otra vez.
– ¡Ofensiva libre! -bramó Kirka, con la cabeza completamente hacia atrás, tan crispadas las piernas que tan sólo rozaba el suelo de puntillas, las manos de Kiaik pellizcándole los pezones sin abandonar la lamida, las de ella una extendida y la otra arañando la espalda del socio, y todo el cuerpo desatado en una convulsión sin freno. Oxuneumus cantaba:
Moriré creder
De gioia e dolore;
Or, barbari Dei!
M'uccide Famor.
Ígur sintió por primera vez en la vida la posibilidad de estar ante un adversario que no se empleaba a fondo. Le resonaron en la cabeza las ofensivas palabras de Milana, y pensar si era víctima de la condescendencia, de estar en manos de los demás, le renovó las fuerzas; recordó el desenlace de los últimos combates, y se vio capaz de vencer a la sonriente y perfecta máquina de hacer daño. De la izquierda le llegaban respiraciones agitadas entre acordes de guitarrín, en algún momento incluso le parecía oír chasquidos de lengua y sorbetones.
– Se ha detenido el sol para admiraros, oh la Bella y la Bestia -dijo Oxuneumus, la mirada entre los luchadores y, en blanco, en las alturas.
Ígur adelantó los pies con todas sus fuerzas, y le acertó a Mistifal de lleno en el cuello, volteó en el aire y lo pinzó en torsión con los tobillos; el rival cayó hacia atrás con Ígur encima, intentando atraparlo con las manos. Ígur se volvió esquivando y le oprimió las vértebras con los pies. Kirka soltó un chillido escalofriante de rabia y de placer.
– El Combate se ha acabado -dijo Oxuneumus-, y no hay vencedor.
Ígur y Mistifal estaban fuera del círculo, y se soltaron y se pusieron en pie. Ígur nunca se habría permitido la inelegancia de reclamar una decisión de ese tipo, y menos aún cuando no había nada en juego (o por lo menos eso es lo que creía), pero su mirada lo decía todo.
– Cuando ambos rivales salen por tercera vez del círculo -dijo Kiaik alejándose de su ama-, el Combate se declara nulo. -Y se relamió los labios.
Kirka continuaba sentada, con un pie en el suelo y el otro encima del banco, con una sonrisa de soberbia carnicera difícilmente superable.
– Sin embargo -dijo, con la respiración aún entrecortada-, si es que tenéis que demostrar algo más en Combate, aquí me tenéis a mí.
Los dos estaban sudados de pies a cabeza, y la diferencia de motivos los hizo reír. Ígur miró el sexo abierto de la Señora con una mezcla de repulsión y deseo.
– Adelante -dijo Oxuneumus-, si os consideráis con derecho, aquí tenéis la copa del vencedor.
Ígur se acabó de desnudar y se acercó a la anfitriona; ella le clavó la uñas en el culo.
– Oléis a Mistifal, Caballero -murmuró-; me entusiasman los cócteles. -Y se le abrazó.
– ¿Y pues, Señora -dijo él-, acaso no estáis servida, con tan buena compañía?
– Mis socios se gustan más entre ellos de lo que les gusto yo -dijo Kirka-, no valen para más de lo que habéis visto en Kirik.
Ígur se dio media vuelta, y los tres criados estaban de perfil a gatas sobre el círculo del Combate, en disciplina espintriana, Kiaik el primero, Oxuneumus en medio y detrás Mistifal. Ígur puso la mano en el sexo de ella.
– Por lo menos, Señora, os han dejado a punto.
– Sois vos quien me ha dejado a punto. Caballero -dijo ella, y se tumbó en el banco arrastrándolo a él encima de ella; Ígur se excitó y la penetró, sin perder de vista a los otros tres, no del todo tranquilo al ofrecer la retaguardia tan desprotegida a tres animales que de un ataque combinado a buen seguro sabrían cumplir un propósito resoluto.
– No os preocupéis, Caballero, aquí todos somos muy bien educados, y antes de entrar llamamos a la puerta.
Ígur se encontró copulando con una frialdad mental privilegiada, y pensando en si sería por la Demeterina, se le ocurrió que Kirka, o Selima, tenía que tener un punto débil en los abandonos del alba, y tanteó el asunto sin dejar de moverse.
– Creo que he demostrado la bastante buena voluntad como para ser correspondido -dijo; ella abrió un ojo sí y el otro no.
– Claro, Caballero, y creo que sois correspondido. -Se detuvo-. ¿Creéis que es el momento adecuado para serlo de otra manera?
– Acabáis de decir que os entusiasman los cócteles.
– Sí, pero no entre sabores irreconciliables, no soporto el mal gusto. -Ígur se detuvo, y ella le clavó una mirada furiosa-. ¿Tienes prisa por entrar en el Laberinto, idiota? ¿No ves que ya hace tiempo que estás, dentro del Laberinto?
Ígur retomó el movimiento de caderas, un poco inquieto por quién tenía debajo, por qué podía saber que no demostraba, por quién podía ser en realidad, por las órdenes que obedecía. Ella volvió a cerrar los ojos, y parecía perdida en el delirio del placer cuando Ígur descubrió que por más que se esforzara no podía eyacular, y maldijo el alcohol, el insomnio, el cansancio y la Demeterina, por más que acelerase el ritmo, tan sólo conseguía aumentar el impaciente descontrol de Kirka. Se volvió a mirar a los tres socios, y los encontró con la posición cambiada: Mistifal estaba delante y Kiaik cerraba la fila, y los tres los miraban con atención. Ígur intentó abandonar, pero la erección tampoco retrocedía, y de repente se imaginó cayendo extenuado sin poder concluir lo que había comenzado ni por culminación ni por retirada y, viendo el sol ya bastante alto y a Kirka dispuesta a continuar cabalgando, se horrorizó hasta casi la náusea.
– ¡Pentimento! ¡Pentimento! ¡Pentimento! -gritó de repente Mistifal, y él y los otros dos orgasmaron a la vez, él masturbado por Oxuneumus.
En aquel instante, Ígur sintió todo el cuerpo aflojándosele, y también Kirka ralentizaba y profundizaba la respiración talmente como si de parar se tratara, de parar el mundo con fuerza y a la vez con desmayo. Al final abrió los ojos liberado.
– Ahora sabéis qué es hacer el amor con Selima, Caballero -dijo, y lo acompañó hasta la habitación que le había sido asignada.
Nueve días después, Ígur continuaba en casa de Kirka, contando cada mañana y cada tarde cómo se acortaba el plazo anual de Entrada al Laberinto, y cómo ya sólo le quedaban catorce; cada noche tenía que luchar con Kiaik, o con Oxuneumus, o con Mistifal, por turno después de la Demeterina, sin vencer nunca ni ser vencido, y presa después de una extraña y contradictoria pasión acababa haciendo el amor a Kirka en vecindad del amor de los otros tres; se sabía de memoria todas las entonaciones que, sobre pífano o mandolina, y siempre con campanillas y tamborín, las voces de bajo de Mistifal, de tenor de Oxuneumus y de contralto de Kiaik ofrecían a la desorientación de los sentidos; había aprendido todos los secretos del maquillaje, no tan sólo de los ojos o la boca, no tan sólo de la cara y del cuerpo, sino sobre todo del sexo: ninguna sombra resaltante, ningún enaltecimiento del glande en morado o en negro, en oro, en miel o en púrpura, en azul-verde o en brillantez, tenía secretos para él; poca cosa desconocía sobre pelajes de resonancia, fundas de vibración, sabores de superposición, tisanas de retraso, pesas de compensación, agujas de reflejo, colirios de aumento, collares de rugosidad, prótesis prepuciales ultrasensibles, espolones clitoriales y anillos subglandares de barba o de cilicio. Pero no apreciaba progresión en el negocio que le había llevado a ese pozo sin fondo, sino al contrario, cada día veía más lejos no acabar con las manos vacías.