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Hacia la noche, Ígur estaba ansioso por ver a Sadó y temblaba por ver a Fei, y en pleno agridulce de pulsaciones decidió que ya no podía alargar más el momento de hacerles una visita.

– Con vuestro permiso, ahora me debo a mis amistades -dijo una vez recogidos los papeles; Arktofilax lo miraba con curiosidad, y se sintió obligado a explicárselo-. Se trata de la cuñada de Debrel, a la que he conseguido alojamiento en el Palacio Conti.

– ¿El Palacio Conti?

– Sí, es un Palacio privado de expansión. Si queréis venir… -añadió por puro compromiso, pero el Magisterpraedi le sorprendió.

– Me parece que sí, me gustaría -sonrió-, es decir, si no te importa.

– Al contrario -dijo Ígur con sinceridad, pensando que sería bastante curioso ver en casa de Isabel a un hombre de maneras tan ascéticas que ya en el Palacio Gudemann parecía fuera de lugar.

En pocos días, las nieves se habían fundido en Gorhgró, y los alrededores abruptos del Palacio Conti ya no se presentaban, como poco antes, entre nieblas y hielos, sino con una nueva exuberancia de aguas exaltadas; el paso del Puente de los Cocineros le pareció a Ígur más corto que nunca, a pesar de que Arktofilax lo impacientaba entreteniéndose a cada paso a contemplar las vistas. Abrió la puerta de servicio, y una camarera nueva, que no desmerecía de las demás, salió a recibirlos; Ígur no necesitó presentarse.

– ¿Queréis pasar directamente al salón? ¿O preferís encontraros con Madame o con alguien en privado?

Antes de decidirse, encontraron a Fei en un saloncito de paso.

– Por fin ha vuelto nuestro campeón -sonrió sin sombra de reticencia; Ígur no sabía en qué forma la llegada de Sadó habría trastocado las cosas con Fei, y todas las posibilidades lo inquietaban-. Qué bien estás -continuó ella; Ígur se la presentó a Arktofílax, y contempló con detenimiento su estudiado vestido negro; sin duda, aquel día había una fiesta.

– ¿Cómo se ha portado el mundo por estas latitudes? -le preguntó, con mucha más frialdad de la que sentía.

– Mein Schatz! Was frag ich nach der Welt! -dijo ella, con una carcajada que fue correspondida por Arktofilax mucho antes que por Ígur-. Si me permitís, os acompaño.

Fueron los tres hasta la gran sala, y justo en la puerta les salió al paso Sadó. A Ígur la situación le resultó especialmente incómoda, porque no quería exhibir debilidades ante el Vencedor del Laberinto, y en presencia de las dos no sabía por dónde tensar o aflojar para no perder nada. Presentó de nuevo, y sintió a flor de piel el vértigo del enfrentamiento. La dama de negro y la dama de rojo sonrieron con todas sus armas e Ígur recordó cómo al principio de conocerla Fei le había parecido demasiado violentamente sexuada, con una evidencia de reclamos tan rotunda que bordeaba la ordinariez, y cómo en su trato había él refinado la imagen hasta volverla exquisita; y Sadó, en cierta manera al contrario, en principio la había encontrado falta de fuerza y de volumen, demasiado discreta y delicada, y ahora, también a causa del trato, y quizá por la separación, tomaba para él una brutalidad de atributos atractiva con una inmediatez mucho más penetrante y descarada. Fueron los cuatro hacia el centro del salón lleno de bote en bote, con fragmentaciones momentáneas cuando tenían que pasar de uno en uno o de dos en dos entre mesas demasiado juntas, y retomando después la intrascendencia de la conversación interrumpida. Al verlos, Isabel Conti dejó a sus interlocutores y fue a su encuentro. Fei y Sadó se quedaron en segundo término.

– Madame Conti, os presento al Magisterpraedi Hydene -dijo Ígur, con curiosidad; ninguno de los dos movió ni un dedo, y tuvieron que pasar los segundos para que Ígur se diera cuenta de que no se decían ni una palabra y, sin que nada pasara, o precisamente por eso, la escena se transformó de repente; Arktofilax parecía contener un ensueño ignoto, y ella, con una media sonrisa, tenía los ojos tan brillantes que cuando tomó aire para hablar se le empañaron.

– ¡Cuántos años, Señor Magisterpraedi!

Ella se abandonó finalmente a la sonrisa.

– ¡Evaporados en un tris en el Palacio Conti!

– Era el Palacio Králakai cuando tú y yo…

– Ya entonces eras la reina, aunque la piedra no llevara tu nombre.

– Era demasiado joven…

– Tú eras demasiado joven y yo tenía demasiada prisa.

Magníficamente indiferentes al hecho de ser el centro de las miradas, se cogieron las manos y se retiraron a una mesa reservada. Ígur interrogó a Fei con la mirada.

– ¿No lo sabías? -Soltó una carcajada-. Arktofilax fue el gran amor de juventud de Isabel.

Sadó no se esforzaba en fingir distracción. Se espejearon recíprocamente las expectativas de los tres.

– Y bien, ¿que ha pasado en la piedra estos días que he estado fuera?

Sadó se echó a reír.

– ¡Aquí han pasado muchas cosas! -Y miró a Fei.

De repente Ankmar, Polcarm, Luiri, Reibes y Lauriayan desaparecían, horrores, peligros y excesos vividos se convertían para Ígur en miniaturas incluibles en un solo desprecio ante tan sólo la posibilidad de un arañazo a las fibras sensibles de sus amores, y más aún de la una contra la otra. Miró a las dos, que reían igual y el efecto le resultaba tan diferente, y la diferencia a la vez tan excitante y dolorosa.

– Perdonadme -dijo Fei, y los dejó.

Mientras Ígur pensaba si se había ido porque la requería otra compañía o porque ésa se le antojaba extraña, Sadó lo miró inquisitiva y risueña; Ígur presintió revelaciones agridulces, sin manera de evitarlas.

Nada tenía importancia salvo lo que pasaba en aquella sala.

– ¿Has pensado en mí? -dijo ella.

Ígur se veía en la cima estrecha de una peña azotada por un tifón. ¿Qué va a pasar?, pensaba; va a pasar de todo, es la quietud luminosa que precede a las grandes resoluciones.

– Sentémonos aquí -propuso.

Camino del tresillo los abordó un hombre de unos treinta años.

– Caballero Neblí, hace tiempo que os busco porque creo que hay unas cuantas cosas que debéis saber. -Y puesto que Ígur no lo reconocía, cambió de tono-. ¿No os acordáis? Soy Cuimógino, nos encontramos por primera vez en circunstancias poco agradables.

– Claro que sí -dijo Ígur-; lamento mucho no haber podido hacer más por vuestro hermano.

– Por mi hermano ya no se puede hacer nada; dije que os compensaría como pudiera: tengo una información que os puede resultar muy útil.

– Muy bien, pero ahora no podemos hablar. ¿Os importa que nos veamos otro día? Si me queréis decir dónde puedo localizaros…

– Cuando queráis, pero no os conviene tardar mucho; me podéis encontrar en la Hegemonía, en el Departamento de Coordinación Interior de la Secretaría de Relaciones con los Príncipes.

Ígur quedó desconcertado.

– ¿Trabajáis para Marterni?

– Es el Secretario. ¿Lo conocéis? -preguntó Cuimógino sin sorpresa; Sadó se acercó a Ígur y discretamente le pasó la mano por la cintura.

– Sí. Es decir -intentó ajustarse a la prudencia-, no mucho. -Tuvo un momento de inspiración-. ¿Trabaja en vuestro Departamento un tal Silamo Admui?

Cuimógino sonrió.

– En mi Departamento no, en la Secretaría de Relaciones con los Príncipes. Es uno de vuestros colaboradores en las investigaciones del Laberinto, ¿no?

Los dedos de Sadó tecleaban por el espinazo de Ígur, y de repente se le despertó el interés por charlar con aquel hombre.

– Ahora excusadme, tengo que dejaros. Me pondré en contacto con vos.

Ígur y Sadó se sentaron no demasiado lejos de donde imaginaban a Madame Conti y al Magisterpraedi en las alturas estáticas de la evocación. Ígur no se atrevía a hacer preguntas concretas, y de vez en cuando le asaltaban dudas de fondo. ¿Por qué Isabel no le había hablado nunca de Arktofilax? La verdad es que tampoco tenía por qué haberlo hecho. ¿Dónde habían ido Debrel y Guipria? ¿Qué hacía Marterni en el Palacio Gudemann, en compañía de Hydene? ¿Era casual que Debrel hubiera empleado a Silamo con el Secretario de Relaciones con los Príncipes? Si pudiera saber cuántos días hacía que Marterni estaba con Gudemann, o cuándo convino la visita, las relaciones de causa y efecto cobrarían un poco de luz.

– ¿Estás triste? -preguntó Sadó.

Los ojos le brillaban con la picardía alimento de las suposiciones que laceraban a Ígur, disparado cada vez con más fuerza a la sensación brutal de sentirse muy alto, pero en falso. Cuimógino se alejó, Fei entraba y salía con uno y con otro, y Madame Conti y Arktofilax continuaban fuera del tiempo.

– ¿Has sabido algo de Kim y Guipria? -preguntó Ígur.

– No. ¿Y tú?

Como la claridad blanquecina que en la culminación del temporal toca de repente el centro del encapotamiento más tenebroso, llevada por el cruce de los más inciertos propósitos, Fei se acercó a la mesa de al lado. Los tres interlocutores, de edades comprendidas entre veinticinco y cuarenta años, la trataban con la distancia y la fachenda del que no quiere mostrar sentimientos en lugar público, y a la vez con la cortesía tendente a la brutalidad en la que se sobreentienden intimidades pasadas; ella navegaba triunfal las aguas que Ígur no podía evitar que tan secretamente lo atormentaran, sonreía aquí y allá con una mesuradísima mezcla de inteligencia serena y sensualidad desenvuelta, con tal dominio de sus gestos que no hubiera tenido que modificarlos ni para el esplendor de un trono ni para la presidencia de una orgía.