A una indicación suya los Asistentes colocaron sobre la mesa una construcción mecánica parecida a una esfera armilar, y él la manipuló para introducir la restricción de ambos emblemas y la advocación de Lamborga, y al terminar invitó a Ígur a ponerla en funcionamiento. El aparato consistía en nueve anillos de metal concéntricos, cada uno de un color, unidos axialmente, cada cual con el anterior y el posterior, mediante finísimas varillas, y provistos de un sistema de contrapesos de alta precisión que permitía introducir ciertas condiciones; cada círculo de los tres interiores tenía una pesa, dos los tres siguientes, tres los dos de a continuación, y cinco el exterior; el artefacto se presentaba en una de las dos posibles posiciones más ordenadas (la otra la formaban todos los círculos en el mismo plano), con cada una de las pesas en proyección radial a los vértices de un hipotético dodecaedro circunscrito; cuando Ígur lo puso en movimiento de un suave golpe donde su respiración de Caballero le indicó, el mecanismo efectuó sin emitir el más leve sonido de roce una serie de giros componiendo figuras sorprendentes y caprichosas para quien no conociera las reglas que lo regían, a velocidades diferentes, de repentinas quietudes a inesperados y rapidísimos giros encadenados, hasta que se paró en seco en una posición; la base formaba un círculo dividido en porciones regulares graduadas, y la pesa colgada de los anillos que quedó más próxima fue tomada como indicador de la solución a la primera recuesta planteada. El auxiliar se acercó sin tocarlo, y miró al Juez, quien con un gesto de cabeza asintió.
– Diez horas y ocho minutos. Es el León.
Acto seguido, el Juez impulsó el mecanismo tras otra manipulación previa; acabado el movimiento leyó las posiciones de los dos saquitos que habían quedado más próximos de la base.
– Esta es la posición definitiva: Norte, lila y ofensiva para el Caballero de Preludio Kuvinur Lamborga, que se advoca a Libra. Sur, amarillo marcado y horizontalizado en negro para el Caballero de Pórtico Ígur Neblí, que se advoca al León. Si no existe razón terminante que lo impida, convoco el Juicio de Acceso para dentro de quince minutos.
Hubo cierta agitación entre los presentes. La espera no beneficia a los nervios ni a la concentración, pero ir más deprisa de lo esperado produce un vértigo difícil de controlar. Era el tiempo justo de prepararse, Ígur y Mongrius, siempre precedidos por el Ayudante de Protocolo que tenían asignado, fueron a una habitación donde había toda clase de armas, así como un guardarropa completo. El funcionario les anunció que para cualquier cosa que necesitasen estaría en la antecámara y dos minutos antes de la hora les avisaría, y les dejó solos.
– ¿No consideras la posibilidad de perder? -dijo Mongrius cuando el Ayudante cerró la puerta; la tranquilidad de su protegido le desbordaba, y tanto le molestaba no entenderlo como imaginarse a sí mismo en tal contingencia.
Ígur continuó preparando lo que debía llevar para el Combate; las espadas, esa vez iguales para ambos contrincantes, eran de acero y titanio, y tan duras y afiladas que el más leve contacto con el contrario se resolvería en una terrible herida; Ígur sabía que en terreno de defensa, Lamborga contaba con una gran ventaja sobre él, porque Libra disponía de las pinzas del Escorpión, mientras que el León tenía la piel del animal (reducida modernamente a una pelta blanda de dimensión media, y ciertamente de piel de león); las pinzas del Escorpión (seguramente ganadas por Lamborga, junto a la advocación, en alguno de sus anteriores combates canónicos), dos garfios de hierro en los extremos de una Y de fresno reforzada con nervaduras de acero, eran un arma más terrible que la espada.
– Si creyera que voy a morir no me habría dado tanta prisa, ¿no crees? -dijo sonriendo.
Mongrius observó aquellas facciones, que reflejaban cierto aire melancólico y a la vez proclive a la atrocidad; no podía olvidar la humillación que había sufrido en la Equemitía, y sus sentimientos se debatían entre una noble (y también guiada por una lógica elemental de la estrategia) esperanza en el triunfo, y un irreconocido deseo secreto de ver al intruso implorante y vencido; pero los celos son una de las peores lacras del Caballero, y Mongrius procuró desterrar los malos pensamientos.
– Te deseo un triunfo incuestionable y rápido -le dijo de todo corazón.
Ígur le respondió con una inclinación de agradecimiento, y el Ayudante de Protocolo les anunció que quedaba un minuto para el Combate.
La Sala de Juicios de la Apotropía de la Capilla era una pieza rectangular, de veintiuno por un poco menos de treinta y cuatro metros, un extremo ocupado por las sillas del público, y el otro por la Plataforma cuadrada de Combate, sobre la cual se cernía una cúpula dorada que se proyectaba en toda la amplitud del espacio, y de donde provenía la iluminación que, insuficiente, era reforzada por un cincho de antorchas colgadas a media altura de las paredes. La asistencia la formaban unas quince o veinte personas, todas ellas Caballeros de Capilla, a quienes Ígur, consciente de ser el blanco de la curiosidad, resistió la tentación de mirar detenidamente por temor a que la frialdad de sus ojos pudiera arredrarle. Desde un estrado opuesto a los espectadores, presidía el acto el Secretario de la Capilla (el Apótropo estaba ausente de Gorhgró), con la presencia destacada de Dimitri Malduin, el Agon de los Meditadores (superior del aspirante Lamborga), cuya presencia había sido objeto de una larga controversia protocolaria, ya que un Agon ostenta mayor categoría que un Secretario de Apotropía, pero las reglas de la Capilla establecen un rango en que se salta sin fisuras del Emperador al Apótropo, del Apótropo al Secretario, del Secretario a los Caballeros de Capilla, y de ahí a las jerarquías habituales; al final la cuestión se había resuelto con una altura compartida de la cátedra, con el Secretario en el centro y el Agon a su derecha; completaba la presidencia, al otro lado del Secretario, y en representación de la opción de Ígur, Peer Ifact, su protector. Uno de los laterales de la estancia estaba ocupado, en toda la amplitud de la zona de la plataforma, por un gran espejo de una sola pieza.
Cuando los competidores hubieron entrado en el recinto acompañados por los Ayudantes de Protocolo, el Juez ocupó su sitio en el lateral frente al espejo, y tras una señal del Secretario de la Capilla y con la concurrencia en perfecto silencio, se les dirigió con solemnidad.
– Hoy es un día de alegría, como los son todos aquellos en que nuestra Capilla se ve aumentada con un nuevo Caballero -miró a ambos intensamente; Ígur se esforzó en ver la cara del Agon, el personaje de más alta jerarquía que había visto jamás, pero el contraluz de las antorchas se lo impedía-; que ningún pensamiento más que la pureza de vuestra victoria haga mella en vuestro espíritu, porque estáis aquí para ganar, y a pesar de que la vida, efectivamente, obrará que uno gane y otro pierda, la propia vida decidirá más tarde si el que hoy gane habrá perdido, y si habrá ganado el que pierda, tanto si conserva la vida como si nó -hizo una pausa y bajó el tono-; en todo triunfo hay la tumba de una esperanza; las fobias nacen de derrotas, las filias de moratorias. -Hizo una nueva pausa, y alzó el brazo izquierdo en dirección a la plataforma-: Tomo Poniente para mí, y me dirijo al Este; a mi escudo el Caballero lila Kuvinur Lamborga, a mi lanza el Caballero amarillo con marco y horizonte negros Ígur Neblí. Tomad vuestras posiciones. -Cuando se hubieron situado, el Juez prosiguió-: La vida tendrá hoy tres determinios, y la ofensiva corresponde al Caballero lila; el vencedor dispondrá de todas las prerrogativas. -Esperó a que los contrincantes se preparasen para el primer asalto y, una vez tocados con las medias máscaras, última fase del ritual, pronunció la fórmula exclusiva de la Capilla para abrir el Combate-: ¡Que ya empiece a ser lo que tiene que ser!
Ígur adoptó la posición de defensa, y Lamborga se mantuvo en perfecta inmovilidad. Ígur lo observó con detenimiento; era bastante más alto que él, y una cabellera larga y rubia le asomaba bajo la máscara trapezoidal de color lila ribeteada en oro; aquello no era un ejercicio de prueba en un despacho de la Equemitía, ni tan siquiera un Combate de Acceso a Caballero de Pórtico con armas ficticias; allí estaba en juego la totalidad de su futuro. Ígur recordó las indicaciones de sus maestros sobre los peligros de la excesiva complacencia en la contemplación del adversario, en la absorción y la descarga de fuerzas que puede devenir de la fascinación del riesgo, de los vaivenes emocionales que provoca.
Los extremos de las espadas se tocaban sin presión, Ígur comenzó a inquietarse. Los segundos pasaban, y Lamborga no se movía; si el primer asalto transcurría sin figura ni resolución, el segundo determinio no sería de tres minutos, sino de dos, y el tercero de uno; Ígur adivinó que su rival esperaba un Combate corto y había optado por menospreciar la figura en favor de la resolución. Ígur esperaba el gong del primer minuto, momento a partir del cual el lila perdería la ofensiva si no la había ejercido, pensando que entonces sería su momento de atacar; pero tres segundos antes del término, Lamborga atestó una estocada fulgurante en el cuello de Ígur, quien, totalmente sorprendido, la atajó con la espada y echándose hacia atrás, ni una defensa ni otra fueron lo bastante contundentes y el arma del contrario ensartó la máscara y se la llevó clavada; del impulso, los contrincantes dieron un giro de ciento ochenta grados y quedaron enfrentados con las posiciones intercambiadas.
– ¡Deteneos! -gritó el Juez; la regla establecía que no se podía combatir desenmascarado, y señaló la espada del lila.
Lamborga libró la máscara de Ígur del extremo del arma, con lentitud calculada, y se la alargó con el brazo extendido; ambas espadas apuntaban al suelo; la mejilla de Ígur presentaba un corte finísimo, en donde se dibujaba un hilo de sangre; el amarillo recuperó su máscara y se cubrió, sin que mediara palabra entre ellos.