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– Y, sin embargo, es muy posible que eso te llevara a uno de los errores más comunes. No sé si has pensado en la diferencia de modelos de cooperación que existe entre el de un sistema en el que, cuando preguntas, presupones que te dirán la verdad, y, por lo tanto, si te mienten lo aprecias como una peculiaridad, y el de otro en que estás obligado a suponer que no te la dirán, y, por lo tanto, que lo hagan o no lo aprecias en el marco de la mera factorialización de la certeza. Una vez más, la norma de comportamiento te la proporciona el Juego, que es una de las pocas disciplinas que te permite tratar un fenómeno como un conjunto verdaderamente cuantificable sin categorías de valor. Lo importante es la estrategia, no pensar en la obtención del factor puntualmente favorable, eso es lo que hace el burro que corre detrás de la zanahoria, sino en lo que tiene que conducirte al éxito final, prescindiendo de las bondades aparentes inmediatas, y con los sacrificios parciales que sean precisos. En algunos casos es fácil de distinguir, hasta es elemental, por ejemplo, apostar a la carta más alta, o en el póquer mismo, donde todo el mundo sabe que no gana quien tiene mejores cartas, sino quien mejor las juega, pero en otros, sobre todo cuando tú mismo eres una pieza del Juego, puede ser más complicado.

– Cuando tú mismo eres una pieza del Juego, pocas metaestrategias te harán ir contra ti -dijo Ígur.

– No lo creas. Es cierto que, por más que la naturaleza humana sea proclive a la multiplicidad del Juego, el movimiento que va en contra del sujeto no lo hace nadie, salvo el suicida, pero muchas veces lo que a pequeña escala parece un perjuicio no es más que un peldaño para obtener un mayor beneficio futuro. Por ejemplo, ante una confrontación cerrada, la única manera segura de ganar es apostar contra ti, porque nunca sabrás con seguridad si en la confrontación vencerás, pero tienes en cambio la certeza de que, si quieres, puedes ser derrotado y, por tanto, ganar la apuesta. Todos vivimos apoyándonos en lo que nos es favorable.

– ¿Y en el caso a que nos referíamos antes?

– Ahí es donde aparece por primera vez la factorialidad, a cuantificar los siguientes elementos: primero, el coste de la operación, estratificado temporalmente paso a paso, y la evaluación de costes en el futuro, incluidos los judiciales, por lo tanto los lúdicos; segundo, las posibilidades de estrategias a favor o en contra tuya de terceras fuerzas, dicho de otra forma, la posibilidad de aparición de factores externos que desequilibren el primer cálculo.

– ¿Cómo se puede evaluar? Es imposible prever todos los factores que intervienen en una operación tan compleja.

– No es una cuestión tan metafísica como llegar arriba de todo de una jerarquía, siempre puedes jugar con aproximaciones hasta un porcentaje de imprevisión aceptable; te lo proporciona la propia mecánica factorial. Prosigamos: el tercer grupo de elementos por cuantificar, suponiendo que consigas desarticular a los individuos objeto del problema, son las condiciones en que tal problema se reproducirá gestionado por otros individuos que tú no conoces, porque la estadística demuestra que todo fenómeno ilegal de generación espontánea es producto de una malformación social o histórica profunda y, por tanto, muy difícilmente cuantificable y, en cualquier caso, absolutamente fuera de tu alcance, y, aunque elimines a los individuos, el problema se reproducirá enquistado en otro lugar en condiciones equivalentes. Por lo tanto, volverás a estar en el punto de partida, con el inconveniente de que habrás creado un precedente en tu persona y te habrás convertido en la bestia a batir, al margen de que el nuevo grupo tendrá la experiencia de lo que haya pasado con el anterior. ¿Cuál es la solución? La factorialidad te la da: actuar, si las condiciones de reproducción son lo bastante lentas y difíciles como para tener un tiempo aceptable de tranquilidad, o dejarlo correr, en caso contrario; ésos son los casos extremos, y realmente los más interesantes; normalmente, la cuantificación factorial conduce de nuevo a soluciones clásicas: una vez en lo alto de la organización, pactar con la plana mayor, operación que por lo menos te asegura dos cosas: que no habrá expansiones que tú no conozcas, y que, con esas reglas encima de la mesa, no se hará ningún movimiento contra ti, lo que introduce, por cierto, el concepto de Juego Continuo. Fíjate que todo lo que te digo es válido tanto para influir en una organización desde la Administración (observa que digo Administración, no Imperio), como al revés: las altas instancias del Imperio no tan sólo son abordables también a través de las normas del Juego, sino que son las más especialmente sensibles, y no hay regla de protección que un especialista invente que otro no sepa contrarrestar. Si no puedes evitar el mal, contrólalo, y si te repugna participar, dedica al bien de la humanidad el beneficio material que obtengas, no serás el primero: el noventa por ciento de la caridad del Imperio proviene de las cloacas, eso lo sabe todo el mundo. Si eres un payaso moral tan duro de pelar que a pesar de todo lo que has tenido que presenciar para llegar tan lejos no te place la solución, aún te quedan dos alternativas: primera, el metacontrol; pero para ejercerlo con eficacia hay que tener mucho poder, de hecho, al margen de los Príncipes en su terreno, sólo metacontrolan el Hegémono, el Apótropo de la Capilla y los Equémitores; el problema del metacontrol es la facilidad con que se pierde de vista el campo. La solución a que ha llevado la práctica es que el metacontrol forme parte del campo, y entonces se genera automáticamente un meta-metacontrol, una dimensión más de Juego Continuo. -Respiró hondo-. Al final, si no eres un maestro consumado resulta difícil no confundir los términos.

– Llega un momento -dijo Ígur- en que la confusión es total.

– Es decir, el control es total -rieron.

– ¿Y la segunda alternativa?

– Introducir ineficacia y desorden dentro de la organización -dijo Arktofilax- y, si estás dispuesto a jugarte el tipo, con muchas posibilidades de dejártelo en el intento, fomentar la insidia y el enfrentamiento entre los sectores inmediatamente inferiores al jefe supremo, principalmente entre los aspirantes a sucederlo. Te dejarás el cuello seguro, y quizá sea lo mejor para ti, pero si lo haces bien arrastrarás contigo a unos cuantos de los gordos.

– Enfrentar sectores puede conducir a una guerra abierta, y no sé si eso es más controlable que las situaciones latentes.

– Controlable quizá no, pero sí metacontrolable. En cualquier caso, es perfecto para eliminar al sector que te convenga, siempre que tengas acceso a sus recursos, y la medida también te la da la factorialidad. Desarmar grupos beligerantes es, por principio, equívoco y susceptible de maquinación y, por bien que un único mando controle la operación para asegurar la sincronía, siempre puede haber un agente intermedio sobornado o amenazado, o jugador, o infiltrado de otra causa, o simplemente, y eso es lo más probable, incompetente, que retrase la última acta de bloqueo de la concesión, con lo que uno de los bandos dedicará el último envío a liquidar a un enemigo desarmado.

Ígur tuvo una idea repentina.

– A pesar de lo que habéis dicho, veo que, por una cuestión de recursos, la sistematización se plantea a favor del sistema.

Arktofilax esbozó un gesto despectivo.

– ¿Cuándo, en toda la historia, has oído hablar de una sistematización de estructuras administrativas en contra de un Imperio?

– Me refiero -insistió Ígur, un poco incómodo-, a que en realidad nosotros jugamos abiertamente a favor del sistema.

– Si lo crees así… -la expresión de Arktofilax se suavizó-. Hace doscientos años, por sus ideas perseguían a filósofos y científicos, hace cien ya sólo perseguían a los políticos disidentes, y hoy únicamente a los beligerantes activos que representan un factor de desorden público muy pernicioso y concreto. ¿Los ideólogos? Tanto da, que digan lo que quieran, quedarán ahogados dentro de un océano de falsa información, de material de historia y pensamiento que nadie sabrá si es falso o no, y a nadie le importará, quedarán confundidos entre los histriones del gesto tópico como un tópico más, como una caricatura de la discrepancia, ineficaces, hasta que no se sepa qué va a favor y qué contra el sistema, porque se habrán desdibujado del todo los límites entre dentro y fuera del sistema, si desde tu punto de vista te ves capaz de distinguirlo claramente del Imperio.

– Me extraña -dijo Ígur- que con vuestra visión de la vida no hayáis intentado hacer algo para ayudar a los demás.

Arktofilax lo miró con detenimiento, e Ígur se dio cuenta de la futileza de la observación. ¿Qué había hecho el Magisterpraedi en todos esos años en que la opinión pública lo tomaba por desaparecido?

– No me aparté de odiar a los poderosos para dejar de despreciar a los mediocres.

Ígur consideró más seriamente que nunca la posibilidad, que se le había ocurrido desde el primer momento, de que Arktofilax le estuviera poniendo a prueba, y quizá tomándole el pelo. Siempre había creído que el radicalismo era producto del estrato central de la sociedad, del más conservador, bienpensante y en apariencia contemporizador, como los padres que, sin abandonar las formas, de hecho promueven el atolondramiento que ya de pequeños han inspirado en los hijos, aunque de puertas para fuera lo censuren, y oír a ese hombre, que lo había tenido todo en la vida, hablar como un adolescente que tiene que gritar para que se le oiga, abría inciertas posibilidades de motivaciones y actitudes. ¡Qué lejos Arktofilax del clásico raquítico mental, idealista ayer, prostituido hoy, que tiene que inventar a cada paso mecanismos de defensa para no odiarse en la abdicación, para concordar su vida de hoy con los propósitos de antes y presentar el cambio como la lógica evolución de la inteligencia?

Tres horas después habían repasado gran parte de los estamentos y las mecánicas del Imperio bajo el prisma de los Juegos y, por tanto, del Laberinto, e Ígur tenía más curiosidad que nunca por saber qué problemas concretos les esperaban en su interior.