Después de tres días de intensa preparación de la Entrada al Laberinto, el jueves diecinueve de Abril a primera hora de la mañana Ígur fue a la Apotropía de la Capilla, donde iba a celebrarse el Combate de Acceso entre Lamborga y Milana. Nada más llegar le esperaba una sorpresa, porque cuando le pidió al Jefe de Protocolo que le había recibido que le acompañase a la Cámara donde se preparaba Lamborga, el funcionario le dijo que el procedimiento del Acceso había sido detenido, y que el Caballero Decano de la Capilla lo esperaba en el despacho. Ígur se encogió de hombros y se dejó acompañar. Allí Maraís Vega lo recibió acompañado por Per Allenair y por otro Caballero de unos treinta años y la cara llena de cicatrices, y una figura tan imponente como la de los otros, que le fue presentado con el nombre de Gudolf Berkin.
– Querido Caballero Neblí -dijo Vega con una fría suavidad nada untuosa-, siento mucho tener que interrumpir el procedimiento, pero ha aparecido una cuestión sobre la que necesitamos imprescindiblemente tu aclaración, que no dudo será del todo satisfactoria.
– Estoy a vuestra disposición -dijo Ígur, completamente desorientado; Allenair lo miraba con una altivez tan distante y severa como si estuviera ante el enemigo más execrable.
– Se trata -prosiguió Vega- de la forma en que fue eliminado el Caballero Meneci en la Playa de Reibes -Ígur mudó la expresión, y Vega abrió una mano-. Parece ser que no hay testigos directos.
– Si no lo entendí mal -dijo Ígur intentando sofocar la indignación-, el Código de la Capilla incluye el beneficio del honor en un Combate entre Caballeros, precisamente por encima de cualquier testigo presencial; ¿o es que tengo que demostrar la inocencia antes de ver una prueba de que soy culpable?
– No se trata solamente de eso -intervino Berkin, a quien Ígur supuso de alguna forma vinculado a Meneci-; abandonar a un adversario herido no son precisamente laureles para el honor de un Fidai.
Ígur miró a Allenair, que no le quitaba de encima unos ojos impasibles.
– ¿El Caballero Meneci ha sobrevivido? -dijo-. Entonces, ya que su honor no debe estar en entredicho, le podéis preguntar a él por la rectitud del Combate.
– Eso no viene al caso -insistió Berkin-. Comprenderéis que, dados vuestros antecedentes… insultos en público a un alto dignatario del Imperio, uso fraudulento de la Séptima Demeterina, intento de estafa en la distribución de beneficios de la Entrada al Laberinto…
Hizo un silencio que reclamaba respuesta; Ígur se maravilló de cómo había trascendido enseguida el incidente sobre la participación de Silamo, y se preguntó quién lo habría filtrado.
– ¿Así pues qué queréis? -preguntó, mirando a Allenair, cuyo mutismo le inquietaba más que todas las sacudidas verbales de los demás.
– Vuestra palabra de que de ahora en adelante actuaréis con la integridad modélica de un Fidai -dijo Vega con una mansedumbre que contrastaba con la dureza de fondo de sus palabras.
– La tenéis ahora mismo y hasta sus últimas consecuencias -dijo Ígur.
– Sé que es así -dijo Vega sonriente-, y sé, además, que aunque quisierais no podría ser de otra forma, ahora que tenéis la compañía y el magisterio del Magisterpraedi Arktofilax. Por cierto, los componentes de la Capilla del Emperador me han encargado que os pida le transmitáis la invitación formal para visitar esta casa que nunca ha dejado de ser la suya.
– Lo haré con mucho gusto -dijo, aliviado-. ¿Por qué no lo invitáis formalmente por la vía del sello?
– Sabéis muy bien -se adelantó Vega al exabrupto de Berkin- que el sello de un Magisterpraedi tiene el acceso barrado, y con él sólo se pueden comunicar directamente el Apótropo y el Emperador. -Fue hacia la puerta, y los demás lo siguieron-. Celebro que todo se haya arreglado -la cara de Berkin y Allenair era de no haber tenido suficiente, pero no se atrevieron a contradecir al Decano-; ahora podéis asistir al Caballero Lamborga hasta el momento de la ceremonia.
Y sin más explicaciones, el Jefe de Protocolo lo llevó a la salita de siempre, donde Lamborga se preparaba para el Combate.
– ¿Qué ha pasado? ¿Cuál es el problema? -le dijo nada más llegar.
– No te preocupes, todo está en orden -dijo Ígur.
Lamborga lo miró levantando la vista desde la silla, con una sonrisa confiada; ¿o tal vez fuera desconfiada?
– Pero ¿qué pasaba?
Ígur revisó las armas como si fuera él quien iba a combatir; dejó la espada en equilibrio con el centro de gravedad en su mano abierta.
– ¿Estás en buenas condiciones? -Lamborga esbozó un gesto de evidencia-. Ya veo que te has recuperado, pero ¿estás en plena forma? Quiero decir si te has entrenado. ¿Seguro que has trabajado los reflejos y la fuerza?
Lamborga se echó a reír.
– Claro que sí. Me gusta que te preocupes tanto por mí. Ya sé que tienes un doble interés por que gane.
Ígur se vio obligado a justificarse.
– No tengo ningún doble interés, sino uno bien sencillo: quiero que mi amigo, que eres tú, entre en la Capilla; que Milana desaparezca es cuestión de tiempo; en todo caso, es pura urgencia. Suponiendo que tú -habló más lentamente y recalcando-, que es mucho suponer, y yo estoy convencido de que no será así, pero en fin, suponiendo que tú no te lo cargues ahora, puedes poner la mano en el fuego que antes de dos días me lo cargo yo.
Rieron.
– Esperemos que te ahorres la molestia.
El Ayudante de Protocolo lo fue a buscar, y con el ritual que Ígur ya se sabía de memoria fueron a la Sala de Juicios; parecía que el Combate de Mongrius hubiera tenido lugar hacía dos días, pero que del suyo propio hiciese tres años. Ocupó su puesto, y esa vez la Capilla estaba a rebosar, por lo que Ígur dedujo, con una sombra de celos, que el objeto del interés del público continuaba siendo Lamborga.
– ¿De verdad te encuentras bien del todo? -insistió.
– Sí, ya te lo he dicho. Y si no, ya es tarde para echarse atrás.
Ígur siguió a Milana con la mirada. Sus propias dudas participaban de una angustia indefinida. El Juez esperó a que los contrincantes se situaran, y empezó el discurso.
– La vida presenta al mismo sol hojas diferentes de idéntica apariencia, cada cual es en su sitio y ese instante la antonomasia y el paradigma de la hoja. Pero la hoja cae y aparece otra, que también debe caer, y que la única dimensión trágica que le quepa sea no saberlo no es un pleonasmo sino una bendición. ¡Ay, Caballeros, buenos Caballeros, de la hoja arrancada verde del árbol! -Levantó los brazos-. Desde mi Poniente me dirijo al Este, y a mi escudo el Caballero azul Sari Milana, a mi lanza el Caballero lila Kuvinur Lamborga. Excepcionalmente, la vida dispondrá hoy de un solo determinio, y el vencedor, de todas las prerrogativas. -Ígur sufrió un sobresalto; la alteración de las normas habituales acostumbra responder a una razón concreta, y la de ésa se le escapaba-. Corresponde la ofensiva al Caballero azul. -Y cuando ambos estuvieron en sus puestos, levantó la voz-, ¡Que ya empiece a ser lo que tiene que ser!
Los contrincantes se saludaron y se situaron en la segunda planta; Ígur quería encontrar más elegante y bien plantada la figura de Lamborga, y siguió los movimientos de Milana como si su mirada pudiera entorpecerlos. Después de tres toques de espada por el exterior, Lamborga ofrecía punto por la postura del arma, y cuando Milana lo acometió en estocada simple, se defendió desviando y, en el tiempo de equilibrar el cuerpo hacia atrás, cargando sobre la pierna izquierda, la mano uñas arriba, el cuerpo y los pies triangulados; retomaron la posición de defensa e Ígur respiró tranquilo, porque le pareció que Lamborga respondía bien, y además ahora la ofensiva era libre. Pero pocos segundos después de situada la postura, Milana la mejoró pasando a su medio proporcional sin desunir el arma, y por la parte de fuera y con toda la fuerza operante tiró una estocada de cuarta parte del círculo, con un movimiento accidental, corriendo el atajo hasta ejecutar la herida en la diametral del pecho; la sacudida estremeció a Lamborga y lo lanzó hacia atrás a la vez que Milana retiraba el arma. Ígur dio un salto y se precipitó a la plataforma; Milana se apartó, pero su Padrino se dirigió al Juez.
– El determinio de la vida no se ha acabado -protestó.
Ígur se inclinó sobre el cuerpo encogido de Lamborga, que respiraba con dificultad.
– ¿Cómo estás, amigo mío? -Le puso la mano en la herida; la sangre le brotó entre los dedos, y levantó la vista hacia el Juez-. Señor, el Caballero necesita ayuda urgente.
– El vencedor dispone de todas las prerrogativas -insistió el Padrino de Milana.
El Juez subió al estrado y puso la mano en la cabeza de Lamborga, que cargó inánime; Ígur lo sostuvo, y el Juez se levantó.
– El vencedor -anunció- ha ejecutado su prerrogativa, y la vida ha acabado el determinio.
Dos enfermeros fueron hasta donde Ígur intentaba desesperadamente hacer reaccionar a Lamborga, y lo apartaron con cortesía. Tumbaron al herido en una camilla y se lo llevaron, e Ígur, pasando de la tradición de bienvenida al vencedor, los siguió hasta la enfermería de la Capilla.
– Me temo que se pueda hacer poco por el Caballero -dijo uno de ellos.
– ¿Qué queréis decir? -se resistió Ígur.
En la enfermería colocaron sensores en la cabeza y el pecho del herido.
– El Caballero está muerto.
Ígur sintió unas tenazas heladas por todo el cuerpo.
– ¡Tenéis que hacer algo! -dijo, ofuscado de dolor.
– Lo siento. El arma le ha atravesado el corazón.
Ígur se sentó en una silla junto a la puerta, un poco apartado, y completamente aturdido contempló cómo los empleados preparaban el cuerpo de su amigo para el traslado. Se dio cuenta de que, por más que hubiera considerado la posibilidad, el desenlace del Juicio de Acceso le pillaba desprevenido, y se lanzó a un vertiginoso precipicio de autorreproches: por qué no se había ocupado personalmente de la preparación de Lamborga para el Combate, por qué, por lo menos, no se había asegurado de que se encontraba bien antes de permitir que se presentara, por qué había descuidado tan brutalmente sus deberes de Padrino de Acceso, qué Laberinto valía la muerte de una de las pocas personas que le había fiado verdad y nobleza.