Hubo una carcajada general, con la única excepción de un abstraído Arktofilax.
– Amigo mío -dijo Boris-, las mujeres son animaluchos de mente corta pero complicada, y se trata de facilitarles las cosas para evitar confusiones que tan sólo te harán perder tiempo. -Ígur miró a Fei y a Sadó, y vio que ninguna de las dos parecía dispuesta a contradecir-. Son capaces de estar a tu lado por la razón más insólita, pero necesitan conocerla, o creer que la conocen, y tenerla bien situada dentro de sus intenciones y pensamientos monocordes. Las vías principales de acceso a las mujeres son la sensual y la racional, y sólo en casos excepcionales pueden combinarse, pero, sobre todo al principio, no es aconsejable hacerlo. -Madame Conti parecía la más divertida de la mesa-. No debe haber duda acerca del terreno de la pasión en el que se produce el asalto. En principio, el sensual es el más recomendable si se quiere una relación corta, es rápido y efectivo, y si se quiere larga y estable, conviene decantarse por el racional, opción poco recomendable si no se tiene una personalidad muy fuerte o, en su defecto, un espíritu de sacrificio y abnegación a prueba de bomba, porque las mujeres tienen la fijación de creerse el centro del mundo, y que el problema más apasionante y el único que vale la pena esforzarse por resolver es su propia confusión mental, lo que las lleva a la más absoluta ignorancia y desprecio de los demás, si no es para hacer una rápida reducción denigradora, con la única excepción de lo que tenga relación directa con su propia persona.
– ¿Creéis que con el egoísmo se puede llegar a tal indigencia mental? -dijo Fei con suavidad.
– Sería egoísmo si fuera inteligente, pero es simple cortedad, simple incapacidad de imaginar otra cosa que lo que pasa dentro de la miserable causalidad de su mente enana.
– Parece ser que hay quien no deja de dedicar mucho tiempo y esfuerzos a desentrañar la miserable causalidad de mentes tan enanas -prosiguió Fei.
– Y ésa es su imbecilidad -dijo Boris-. El mal de las mujeres es que confunden su mezquindad insidiosa, estéril, y feroz con inteligencia, capacidad de penetración psicológica y conocimiento de la vida, y el desinterés y el hastío de los hombres por tan ridícula actitud con ingenuidad y embobamiento.
Arktofilax soltó una carcajada.
– Barón, debéis ser un entusiasta de Afrodita, si es tan cierto como dicen que la misoginia es distintivo de los heterosexuales más furiosos.
– Magisterpraedi, creo que es la única consecuencia inteligente.
– Habláis mucho de inteligencia, Barón -dijo Fei sin perder la sonrisa-. ¿Tan seguro estáis de poder aguantar el tipo ante cualquier mujer?
Boris rió.
– Me da completamente igual. Enamorarse de mujeres inteligentes es signo de virilidad depauperada.
– Curiosa cuestión -dijo Madame Conti-. ¿Y qué me decís de las mujeres que se enamoran de un hombre porque lo encuentran bello?
– Es lo mismo, pero al revés -dijo Boris con inseguridad.
– ¿En qué sentido lo mismo? -insistió Madame-. ¿En qué sentido al revés?
Ismena y Mongrius se levantaron.
– Con vuestro permiso, nos retiramos un momento -dijo él.
Madame Conti asintió con la cabeza.
– Por supuesto -dijo Boris dirigiéndose a Fei-, hablaba genéricamente. Vos estáis por encima de tales consideraciones.
– Por supuesto, Barón -dijo ella sin mirarlo, sonriendo con una tristeza displicente.
– Las palabras genéricas casi nunca tienen aplicación en la realidad presente -dijo Ígur a Sadó-. ¿No crees?
– Y cuando la tienen se esfuma su fuerza genérica -dijo ella.
– Ahí tienes el dominio de la juventud -dijo Arktofilax a Madame Conti.
– Un arte que se pierde, el de la seducción -evocó ella riendo-, saber convertir en atractivo el propio deseo.
– Barón -dijo Fei-, tengo curiosidad por veros cruzando del mundo genérico a la realidad presente.
– Para mí no hay fuerza genérica que valga la pena conservar en ningún embate de la vida -le dijo Ígur a Sadó.
– Con vos me inquieta lo que tiene de fácil y me atenazaría lo que tiene de imposible -le dijo Boris a Fei.
– Es un lujo que puedes permitirte -dijo Sadó.
– No hace falta que nada os inquiete ni os atenace, Barón -dijo Fei-; estáis en el lado bueno de la bola de nieve. -Y rieron.
Sadó tomó a Ígur de la mano, y él se preguntó si no sería tan inconsciente como las generalizaciones del Barón pretendían. Fei los miró con una sonrisa indefinible.
– No nos engañemos, querido -dijo Madame Conti a Arktofilax-. El retorno es la verdadera despedida.
– ¡Tan exagerada como siempre! -dijo él.
– Míralos -señaló ella al resto de la mesa, en voz baja-. ¿No te recuerdan a nosotros?
– Sí, pero no les envidio.
Un aire de detenimiento se extendió en la reunión. Boris, quizá más borracho de lo que les parecía a los demás, le hablaba a Fei al oído; ella se reía con frialdad.
– La bola de nieve no rueda para todos, pero sí para vos, Barón.
– Parece que no te desagrada volverte mental -le dijo Isabel al Magisterpraedi.
– Yo me puedo permitir todos los lujos, por lo menos hoy. Ya veremos mañana -le dijo Ígur a Sadó, y ella se echó a reír.
– Hoy estás en el Atrio, mañana serás el rey. ¿A qué temes?
– Me desagradaría si me desagradase el paso del tiempo -respondió Arktofílax.
– Así pues, señora -dijo Boris-, confío en que vuestro astro también salga para mí de la bola de nieve, y me permitáis ser el pagador en su totalidad.
Las sonrisas de plumaje cortés y distante evocaron en Ígur pasados y expectativas inmediatas, y, sabiendo lo que estaba por llegar, las llenó de resonancias sexuales; imaginó su impaciencia compartida por tanta discreción, y eso lo excitó aún más.
– Qué queréis, Barón -dijo Fei-. No necesitáis crédito en esta barra, ni puedo daros más de lo que hay en mí: de lo que me pedís no dispongo.
– Te lo doy todo -le dijo Sadó a Ígur-. ¿Te acuerdas? ¿Qué más quieres?
– ¿Qué nos queda por querer, entonces? -le dijo Isabel al Magisterpraedi.
– ¿Qué se puede querer, cuando ves que a las mujeres inigualables morirás sin haberlas hecho tuyas? -dijo Boris.
– ¿Qué se puede querer, cuando ves que a las mujeres inigualables ya las has hecho tuyas? -le dijo Ígur a Sadó.
– Nos hemos tenido -dijo Arktofilax-, y nunca nadie nos podrá quitar ni aquello que puede verse de nosotros. ¿Qué más quieres querer?
Silencios y anhelos de respuesta se cruzaban como las copas y las miradas.
– Te queda el tiempo, amor mío, la extensión de tu triunfo; has vencido a todo aquel que se ha topado contigo, y aunque no fuera así siempre me tendrás a mí -dijo Sadó sonriendo a Ígur.
– Y sin embargo, señora, más vale eso que nada -dijo Boris-, si es que en caso contrario tenemos que topar con el mundo genérico.
– Justamente eso, queridísimo. Quiero querer -dijo Madame-. Lo añoro con toda el alma.
– ¡Me haces tan feliz! -dijo Ígur-. Y sin embargo, después de todo… ¡Qué más me da toparme con una cosa que con otra!
– En absoluto, Barón. Toparíamos con la realidad presente -dijo Fei.
– El deseo es la única fuente de topetazos, querida -dijo el Magisterpraedi-, aunque sólo fuera por eso ya no deberías añorarlo; aquel al que han hecho inmune a su veneno, debe saber reírse de eso.
– ¿Me querrás siempre? -dijo Sadó, y se reía como si fuera una broma.
– Añoras la nostalgia anticipada de la juventud, querida -le dijo Arktofilax a Isabel-. ¿Creías que tendrías más?
– No pongáis esa cara, querido Barón -dijo Fei riendo-; he sido vuestra cuando lo habéis querido, y no haré excepciones la próxima vez.
– No sé si más o menos -respondió la Maestra-, pero sí que sería diferente. -Miró uno por uno a los de la mesa-. Fíjate, el tiempo se les acaba y lo saben, pero no saben hasta qué punto. -Levantó la voz, porque Mongrius se acercaba-. Así pues, amigos, si os apetece, hay un pequeño espectáculo especial para vosotros.
– Esta noche mismo, señora -dijo Boris a Fei lentamente, y le tomó una mano; Ígur lo miró de reojo un poco sobresaltado, y se volvió hacia Sadó.
– Te querré para siempre, amor mío -le dijo.
Mongrius se acercó a la mesa.
– El espectáculo está preparado.
– Vamos, pues -dijo Madame, y todos se sentaron cerca del estrado, tras el cual había instalada una pequeña orquesta, versión reducida de la del día del trapecio volante, y un coro de ocho voces. Una vez todos aposentados, arrancó la música.
Se nel seno vi bulica il core
Il rimedio vedetelo qua.
Entraron en procesión dos parejas con túnicas blancas y capas rojas, precedidas por un adolescente vestido con colores metálicos y con un peinado caprichoso enlazado por una corona de laurel dorado, todo él tocado de una deliciosa ambigüedad sexual (en realidad, Ígur creyó en principio que era una chica, y no de las menos delicadas), y subieron todos al estrado. Ígur reconoció a Ismena y a Destoria, la dama que había conocido en Bracaberbría, y al actor que había hecho de Kiretres el día del trapecio, amante de Fei el día del piano; el cuarto le resultaba desconocido.
– ¡Amables Reinas y Nobles, Caballeros y Damas -cantó con una tesitura muy tierna de soprano el adolescente erigido en Trujamán, con fondo de pífano y tamboril-, ésta es la verdadera historia en el tiempo que veréis de los ínclitos Arktós y Cuneitela -y se adelantaron saludando Ismena y el desconocido, cubiertos de un maquillaje opaco y blanquecino que quería indicar vejez-, representados por la noble Ismena y el incomparable Firmin, ¡y los ascendentes Harpsifont y Setolmene que encarnan la gran Destoria y Poldino sin rival! -se inclinaron los otros dos, maquillados con más brillantez; Ígur se fijó en los espectadores de la primera fila, entre los que destacaba un hombre enorme, redondo y porcino hasta la náusea-; vean ahora el tránsito de los tiempos, revoluciones y oposiciones de los cuerpos en sucesión -y, con un cambio de la melodía a la modalidad jónica, los cuatro actores iniciaron un baile más bien rígido en el que las parejas se intercambiaban tanto en cruz como en círculo; a Ígur le hipnotizaba la monstruosidad del hombre obeso de carne blanca, labios delgados y manos minúsculas y delicadas que insistían en la idea de un helada y turbadora singularidad genital; el joven Trujamán levantó la voz en canto agudo-: ¡Angeles de la Aufklärung! -Y el baile ganó movimiento y plasticidad-. ¡Vean cómo el recuerdo de unos alimenta el porvenir de otros! -Y Firmin besó a Destoria mientras Poldino evolucionaba alrededor de Ismena-. ¡Tanto en las afinidades como en los géneros, los flujos de la vida iluminan los latidos de los tiempos! -Y tal y como Firmin y Poldino se apartaban, Ismena y Destoria se acercaron hasta tocarse; Ígur se fijó en Fei y Sadó, y confirmó cómo en su pensamiento se habían intercambiado el atractivo basado en elegancia discreta y el reclamo de la evidencia sexual, y entonces la música cambió de ritmo, pasó al modo lidio, e Ígur, que había perdido un momento de vista la escena, se encontró con que Ismena y Destoria se desnudaban la una a la otra, y el Trujamán adquiría tintes sincopados-: Para sucederse, hay que quererse, y así la loba Cuneitela y la lóbrega Setolmene -una vez desnudas pero con las joyas tintineantes, Destoria se puso a gatas e Ismena, tumbada por debajo de ella orientada al revés, le chupó los pechos, y lentamente fue avanzando hasta besarle el sexo y ofrecerle el propio en la boca; entonces se le colgó de las caderas abrazándoselas, y arqueándose levantó la pelvis hasta que los labios de la otra llegaron a ella-. ¡Ah, cruel Setolmene, chupadora de las bondades de Cuneitela! Ved el detenimiento de la sucesión, que no fundación, porque como dice el antiguo dicho,