– Caballero, si ahora te arrepientes ya no estás a tiempo -dijo Arktofilax.
– He tenido mejores ocasiones para arrepentirme. ¿Dudáis de los cálculos? Siempre me habéis parecido confiado.
– ¡Confiado! -rió Arktofilax-. ¿Quieres saber por qué me siento confiado?
– Sí; ¿por qué?
– Porque me da exactamente igual que los cálculos de Debrel estén bien o no. Lo mismo me da que el láser del Atrio me achicharre dentro de dos horas como que me achicharre otra cosa dentro de dos años.
El Magisterpraedi había hablado sin acritud, con una dulzura que desarmaba, hasta con una sonrisa que había inquietado a Ígur como no lo habría hecho con aire tremendista. De repente se imaginó en firme la posibilidad de morir fulminado en el plazo de dos horas. ¿Qué sentido habría tenido entonces tanta movilización de esfuerzos? Ígur intentó distraerse charlando, y cuando descubrió que Arktofilax ya había estado en el Atrio anteriormente y que había diferencias, se interesó por ellas; así descubrió, por ejemplo, que la cabeza que colgaba del órgano había sido modificada, y antes no llevaba ni barba ni turbante, y que ese tocado le había sido añadido para ocultar que en lugar de pelo tenía serpientes. El tiempo transcurría más lentamente que nunca cuando Ígur miraba hacia adelante, y a la vez más deprisa que nunca cuando miraba hacia atrás, y cuando faltaba un cuarto de hora para las nueve, cogió el disco que Debrel había preparado.
– ¿Estáis listo? -preguntó, presentándolo a la rendija; el Rotor tenía pinta de estar fuera de servicio hacía años, e Ígur se sentía escéptico respecto a que fuera capaz de moverse.
– No lo introduzcas aún, no sabemos la porquería que puede haber dentro del Rotor.
Arktofilax se situó en el centro de la plataforma entre el Rotor y la Última Puerta, y cuando faltaban nueve minutos para las nueve, Ígur metió el disco, que se acopló con un clac metálico grave y resonante, y se situó al lado del Magisterpraedi. Lentamente, el Rotor se elevó, y acelerándose pesadamente, ascendió por las guías hacia la chimenea, y cuando atravesó el orificio del techo, lo hizo desapareciendo de la vista a una velocidad considerable. La sensación de ausencia y la espera se volvía extraña y perturbadora, e Ígur no le quitaba ojo a la señal húmeda que el Rotor había dejado en el suelo, ni a los residuos de su alrededor, un perfecto molde de un barrizal negruzco. Arktofilax se volvió hacia la Puerta, y una sacudida impresionante les llegó a través de la chimenea; eran las nueve en punto, y el Rotor debía de haber llegado arriba. De repente, el pleno del órgano emitió seis acordes menores atronadores en su registro más grave, que sobrecogieron a Ígur; sentía el retumbar en el pecho, como si le faltase aire, y cuando pararon, aún resonaban una y otra vez por las paredes del Atrio; contuvo la respiración con delicadeza, porque un Caballero de Capilla no permite que ninguna contingencia le altere el pulso. Pasaban los segundos sin que ninguno de los dos mirase el reloj, e Ígur sintió celos de la expresión impasible del Magisterpraedi. Por fin, con la más silenciosa lentitud, se abrió la Última Puerta.
Tal y como habían previsto, el pasillo inicial del Laberinto era una larga escalinata descendente sumida en la oscuridad total, y aproximadamente del ancho de la Puerta, es decir, de tres metros veinte. Ígur y Arktofilax se adentraron en ella, cargados con todo el equipaje y con las linternas encendidas. La escalera no tenía rellanos, y como la trayectoria presentaba pequeñas sinuosidades, no había forma de ver el final; de vez en cuando se apreciaba una interrupción en la continuidad de las paredes: otro camino de escaleras, idéntico al que transitaban, que se añadía a ése. Ígur no se fijó al principio, y después los contaba intentando memorizar el orden, si procedían de la derecha o de la izquierda, hasta que se descontó y se dio cuenta de que si la intención de los constructores era complicar, por no decir impedir, un posible retroceso, lo habían conseguido plenamente, porque pasada una bifurcación, un vistazo atrás mostraba ambos caminos confluyentes exactamente iguales. Poco a poco el recorrido se iba volviendo más sinuoso, el techo era más bajo y el ámbito más estrecho. Las goteras y el calor se volvían asfixiantes, y en algún que otro lugar caían los líquidos a chorro. El hedor era monstruoso.
– Debería haberlo imaginado -se quejó Arktofilax-. El Laberinto de los Pantanos era un jardín de prodigios, y éste es una cloaca. ¿Qué se puede esperar de la Reforma?
El trazado se había vuelto tan angosto que tenían que caminar no tan sólo uno detrás del otro, sino a menudo de perfil o agachados. Finalmente tuvieron que caminar a gatas, lo que por la pendiente del terreno hizo del camino un suplicio inacabable. Ígur iba delante, y llegó un momento en que no pudo pasar.
– Quizá nos hayamos equivocado -dijo con timidez.
– No -dijo Arktofilax-, debe de haber habido un desplome. El esquema de esta parte está muy claro: estamos en un árbol invertido, y me extrañaría mucho que para continuar el trayecto lo tuviéramos que remontar.
– Entiendo que un árbol invertido inicial tiene por objeto, precisamente, impedir el retroceso.
Arktofilax no parecía interesado en la teoría, y pidió a Ígur que le dejara ver el camino.
– Muy bien, habrá que usar el piolet láser.
Según las indicaciones del Magisterpraedi, Ígur redujo con precauciones dos protuberancias rocosas, y continuaron el penoso descenso hasta llegar a una pared.
– Se ha acabado -dijo Ígur-, estamos en un callejón sin salida.
El final era un poco más ancho que el camino, y aunque sin poderse levantar, cabían ambos con cierta comodidad.
– No te precipites -dijo Arktofilax; inspeccionó las paredes y el techo, después limpió el suelo de barro y grava-. Mira, aquí está.
Apartó los residuos alrededor de una ranura circular; era una trampa metálica de unos cincuenta centímetros de diámetro, y tan oxidada que para abrirla tuvieron que utilizar todos los recursos técnicos del equipo.
– Parece que hace años que no pasa nadie por aquí -dijo Ígur cuando la tapa se levantó, y un aire helado les golpeó la cara; asomaron la cabeza, allí reinaba la más perfecta oscuridad.
– Cuidado, que no se nos caiga nada dentro -dijo Arktofilax.
Descolgaron una linterna, y nada, ni una pared ni un suelo reflejó su luz; Ígur descolgó un emisor resonante para medir el volumen aproximado de la estancia, y el resultado le horripiló: más de cinco billones de metros cúbicos. Se mostró escéptico.
– Este aparato no funciona.
Artofilax se rió.
– Sí funciona. Si queremos ver dónde estamos, no nos queda más remedio que descolgarnos.
Ígur interpretó que, por ser el más joven, le correspondía a él, y dispuso el mecanismo de cables anclados a las paredes y se los amarró con mosquetones al cinto; con la linterna más potente se deslizó un par de metros por el orificio, y lo que vio lo dejó aún más atónito que la cifra del emisor resonante; la linterna era inútil, porque todo estaba dotado de una suave fosforescencia verdosa, más intensa en la lejanía, y, además, tampoco le habría servido de nada, porque todo lo que se vislumbraba estaba a distancias tan monstruosas que un punto de luz no habría clarificado nada. Ígur se encontró colgado de un cono invertido que incidía en el interior de una sala descomunal, de cuyo suelo emergían construcciones tan extrañas que a primera vista costaba discernir si eran naturales o producto de la mano del hombre, o una combinación de ambas cosas, y lo mismo se podía decir de las que, como aquella de la que descendía Ígur, talmente estalactitas grandiosas de una material ambiguamente identificable como rocosidades metálicas, bajaban del techo; así como techo y suelo eran profundamente accidentados, y tanto en uno como en otro se apreciaban grietas y profundidades insondables, las paredes circundantes parecían perfectamente escuadradas. Pasado el primer momento de horror espacial, Ígur se esforzó por hacerse a la idea de la estructura del lugar, y apreció una planta cuadrada con un ámbito de kilómetros, y alturas interiores que fácilmente podían superar los cinco mil metros. También percibió que no se encontraban en el centro de la construcción, ni respecto a la altura ni respecto a la planta, sino bastante abajo y cerca de un ángulo, y que el centro lo ocupaba un gran hiperboloide que conectaba en sólido el suelo y el techo; repasó con prismáticos todo el espacio y descubrió que ésa era la única conexión; a partir de entonces, se dedicó a observar los puntos más próximos; en caída vertical había una sima cuyo fondo se adivinaba a kilómetros de profundidad, y en diversas direcciones y diferentes alturas y distancias había protuberancias, cavidades y plataformas en las. que parecía posible aterrizar; finalmente efectuó una exploración visual del cono que lo sostenía; propiamente no era tal, sino un tronco de hiperboloide, casi recto en la parte final y entregado con una curva suave a la horizontalidad del techo, a más de doscientos metros; la base que acogía el orificio, de unos seis metros de diámetro, era tan perfectamente redonda que parecía difícil que fuera natural. Cuando Ígur volvió donde le esperaba Arktofilax, vio diferente aquella reducida estancia; hizo una relación completa de lo que había visto.
– Muy bien -dijo Arktofilax al final-. Ésta debe ser la gran sala inicial, que pertenece al Protocolo de Teseo; el Protocolo de Jasón lo hemos cumplido en la Primera Puerta, y ahora tenemos que resolver un Laberinto clásico con Centro; en realidad, se puede decir que ésta es una parte centrípeta, o mejor, falsamente centrípeta, porque el resto de las entradas son falsas; -se detuvo y esbozó un gesto de escepticismo-; por lo menos, eso es lo que parece. El Centro de esta parte del Laberinto es el hiperboloide que conecta suelo y techo, es decir, la vía de las dimensiones, y se llama Cadroiani.