Ígur encontró poco clara la última relación.
– ¿Inicial de qué? ¿Del Laberinto?
– No, del proceso deductivo de las Estrellas. La Serie Inicial se debe asociar con el seis, o quizás con el siete, pero antes tenemos que encontrar la relación. -Continuaba mirando la inscripción-. Ya lo tengo, gracias a ti. Me has preguntado si el enigma es obra de geómetras o de filólogos.
– De etimólogos -lo corrigió.
– ¡Lo mismo da! La sigma indica serie sumatoria, y todo buen numerólogo sabe que el 9 está ligado a todos los juegos sumatorios, porque de la virtud de dejar invariable una suma final se derivan todas las propiedades de las series. -Ígur se mantuvo expectante, y Arktofilax prosiguió-: Se trata de las sumas finales obtenidas a través de las sumas sucesivas (o los productos por números naturales, si se prefiere) de las nueve cifras. Por ejemplo, el 2 produce la serie 2, 2+2=4, 2+2+2=6, etcétera; cuando se sobrepasa el 10, se vuelven a sumar las dos cifras obtenidas. Las series, naturalmente, son nueve. -Las escribió:
Ígur observó la formación de bloques en pares y nones, y cómo las series completaban el ciclo cuando aparecía un nueve en la suma, y a partir.de ahí se repetían, y también cómo las cifras que sumaban 9 producían series recíprocamente inversas hasta antes de llegar al 9.
– Es curioso el caso del 3 y el 6, que son las únicas series dentro de las cuales la suma de las cifras del ciclo completo no es 45, como en las demás, sino dieciocho.
– Muy bien, Caballero -dijo Arktofilax-, he ahí el verdadero enigma que ahora tenemos planteado: ¿cuál es la Serie Final/Iniciaclass="underline" la del 6 o la del 7?
– Si no hemos descartado la doble aparición de Capela en la serie completa, tampoco tendríamos que descartarla ahora en la reducida, por tanto debería ser el 7, pero el 6 es la cifra que nos abrió la Primera Puerta, y por tanto la inicial.
– ¿Te inclinas por el 6? Piensa que con el 7 obtenemos 9 bloques de opciones iguales, mientras que con el 6 sólo obtenemos 3 -miró de nuevo la inscripción-; volviendo a los geómetras y a los etimólogos, ¿tienes idea de qué lugar ocupa la en el alfabeto griego?
Ígur contó mentalmente.
– ¡El dieciocho! -exclamó-. Por lo tanto, la solución es el 6…
– Sí, pero observa que la única secuencia 1,8 de todas las series se produce en la del 7, y precisamente en el lugar central.
Ígur miró a Arktofilax con desesperanza.
– ¿Qué dice la respiración del Fidai?
– Dice que pudiendo proporcionar cuarenta y cinco elecciones, ¿qué constructor se quedaría sólo con dieciocho? Te propongo que, con tantas pruebas a favor de una cosa o de otra, escojamos el 7.
Una mezcla de náusea y cansancio sobrecogió a Ígur. ¿Cuántas horas llevaban ahí metidos? Y lo curioso es que no tenía ningunas ganas de dormir. ¿Por qué el dilema entre el 6 y el 7? ¿Por qué no entre el 4 y el 5, o el 2 o el 8? Recordó las advertencias de Cuimógino, y le parecieron del todo infundadas. Hasta ese momento no había nada terrible en el Laberinto, en todo caso absurdo y tedioso. Se ocuparon de la serie.
– Existe una cuestión inicial. ¿Empezamos por la derecha o por la izquierda?
– Siendo la primera cifra impar -dijo Arktofilax-, y no habiendo indicación alguna de que se trate de una clave exiliada, empezaremos por la izquierda.
– Entonces la serie es: siete a la izquierda, cinco a la derecha, tres a la izquierda, uno a la derecha, ocho a la izquierda, seis a la derecha, cuatro a la izquierda, dos a la derecha y nueve a la izquierda.
Recogieron los útiles y comenzaron por la primera bifurcación. Siempre en terreno plano, los pasillos trazaban una ligera curva variable que impedía en todo momento ver el principio y el final. La perfecta regularidad y sorprendente estado de limpieza del trazado, que cambiaba sutilmente de radio y de dirección, hacía que los caminantes acabaran con la impresión de no moverse de sitio. Las bifurcaciones aparecían a intervalos diferentes, y Arktofilax optó por marcarlas por si tenían que retroceder. A partir de la cuarta serie, cuando los grupos eran pares, las confluencias estaban cada vez más separadas, y cuando llegaron a la última serie de los nueve a la izquierda parecía que el Laberinto era un continuo. Pasada la última bifurcación, al final de una amplia curva el trazado del pasillo se enderezó con suavidad, casi asintóticamente, y poco a poco fue ofreciendo a cada paso una perspectiva más lejana por delante, hasta que se convirtió en una recta, en cuyo final, a kilómetros de distancia, las cuatro aristas coincidían en un punto.
– Este trazado me recuerda la teoría según la cual el Laberinto reproduce las visceras maternas, y recorrerlo hace revivir un recuerdo primigenio -dijo Arktofilax, y rió-. En este caso el paralelismo es bastante explícito, pero no en el aspecto tocológico, sino en el digestivo, muy de acuerdo con el nombre que daban a la teoría los exégetas Asiáticos anteriores a Eraji, Copromaquia, o tráfico de los intestinos: aterrizaje por el aire en el interior de la boca, trituración, por tanto aumento de entropía, por tanto desorden estructural, y finalmente paso ordenado por los intestinos enrollados, el último de los cuales -señaló adelante- es recto. Los Astreos lo han resuelto de la forma más simple: Si la Entrada coincide con la Salida, se trata de un laberinto sexual; si no, de un Laberinto digestivo.
– Como emblema -dijo Ígur- no me parece apropiado. En el circuito digestivo no hay posibilidad de elección.
– El emblema tiene una dimensión más amplia. Es el conjunto de los circuitos ventrales lo que cuenta: la orina, las tripas, el sexo. En realidad, se puede ampliar a todo el cuerpo, porque también intervienen, en forma de impulsos nerviosos asociados a las funciones, la boca, la respiración, el oído, el olfato…
– De donde se deduce que el Laberinto es todo el cuerpo, en el cual el pensamiento, introducido por el impulso exterior, ha de encontrar el camino de salida por el órgano apropiado, en forma de acción.
– Eso está bien dicho -dijo Arktofilax-; más propiamente, si tenemos en cuenta el escenario donde se ordenan los impulsos, en ambos sentidos de la palabra, tanto de poner orden como de emitir las órdenes, el Laberinto es el cerebro, y en ese caso sí, más que en el de las vísceras, hay una buena equivalencia estructural, en primera instancia respecto a la forma, y también respecto a la complejidad electiva del funcionamiento.
Ígur continuaba obsesionado por los relojes. Se habían detenido a comer, pero no a dormir. ¿Qué día era? ¿Qué les pasaba a sus relojes biológicos? Miró a Arktofilax con recelo, pero procuró no exteriorizarlo. A medida que se acercaban al final del pasillo, se distinguía un pequeño ensanchamiento redondeado y, frente a ellos, un acceso igual que el de la Entrada. En poco más de una hora llegaron hasta allí.
– Esta puerta no contiene ningún enigma -dijo Ígur cuando estuvieron delante, y cuando iba a abrirla, Arktofilax lo detuvo.
La estancia, perfectamente semiesférica, tenía una falsa linterna que recibía una luz tenue que imitaba la natural, y la iluminación se complementaba con tiras de cuarzo líquido de un rosa dorado extrañamente evocador.
– Un momento, antes tenemos que atarnos y ponernos mascarillas -dijo el Magisterpraedi-. Veo la puerta muy bien acolchada.
– ¿Qué teméis, una descompresión?
Arktofilax esbozó un gesto de incertidumbre, y una vez preparados, abrió la puerta; tal y como pudieron comprobar enseguida con los aparatos, ningún fenómeno atmosférico extraño les esperaba al otro lado, pero sí una visión impresionante, porque estaban, efectivamente, en el interior del inmenso hiperboloide del Cadroiani, de casi cuatro kilómetros y medio de diámetro en la base, no menos de dos en el punto de máxima estrechez, presumiblemente la misma medida en la coronación que en el suelo, y una altura posible de siete mil metros, apenas divisables en su totalidad desde el perímetro de la base. Pasada la primera conmoción visual, los expedicionarios comprobaron que no había ninguna otra puerta aparte de la que acababan de cruzar, y que les había conducido al nivel del suelo, y que en la superficie interior, de piedra verdosa iluminada por tiras de cuarzo líquido, se elevaba, perfectamente excavada en espiral de idénticos intervalos, una escalera ascensorial sin barandilla ni descansillos, y con el paso y la altura justos para una persona de pie. Arktofilax miró a Ígur con una media sonrisa.
– Confío en que los de Cruiaña seáis buenos montañeros.
Empezaron a subir la escalera, y en principio Ígur lo encontró excitante, pronto tedioso, y cuando calculaba que habían recorrido un uno por ciento de la distancia, procuraba distraerse con juegos geométricos y cálculos sobre el tiempo que les costaría llegar hasta arriba. El techo del Cadroiani, si se le podía llamar así, parecía totalmente plano, y tenía una difuminada luz lechosa de un gris entre marronoso y azulado que impedía apreciar, y menos a tanta distancia, en qué medida estaba separado del borde superior del hiperboloide, ni si era plano o abovedado. Ígur se fijó en el trazado de la escalera, tanto en el recorrido que les quedaba como en el que dejaban atrás, y poco a poco, al principio para distraerse, pero más adelante con una obsesión que tenía algo de vicio y algo de pesadilla, cayó en ofuscaciones geométricas, por ejemplo, cómo era que, siendo constante la inclinación ascensorial de la escalera y, por tanto, que si no fuera curvada se vería de principio a fin incidiendo la mirada en el mismo ángulo sobre los peldaños y sobre el techo, no era también así aunque el trazado girase, y el absurdo de pensar que entonces se vería igual un tramo superior que otro ya dejado atrás, lo que no resistía la menor reflexión de una mente entrenada en las leyes más elementales de la perspectiva, ni diluía la certeza de que, cuando una banda gira, uno de sus lados está más cercano del punto de vista que el otro y, en el tramo que queda por encima, eso sitúa el borde más alto que el interior en la línea de visión, de forma que los peldaños son invisibles y el techo visible, y, aún más arriba, llega un momento que incluso la pared interior del trazado es invisible, y tan sólo se ve un fragmento del techo, que en lo más alto se convierte en una simple línea que se adivina más por analogía que por contundencia visual. Los ejercicios geométricos de Debrel asaltaron la memoria de Ígur, y empezó a fijarse obsesivamente en el techo de la escalera, que reproducía el mismo escalonado del suelo de forma que superpuestos habrían casado a la perfección, hasta que se le ocurrió que no estaban subiendo hacia la punta del hiperboloide, sino que descendían al fondo caminando por el techo, y los verdaderos peldaños los tenía sobre su cabeza; un pensamiento que había empezado como una especulación curiosa se convirtió en un monstruoso vértigo geométrico, y de repente se dio cuenta de que no había manera de salir de allí si no era lanzándose al vacío (lo que, por cierto, desde aquella altura era más que suficiente para abrir un boquete en el suelo), y se sintió aniquilado por el pánico más irrebatible que había sufrido nunca. La curvatura interior del Cadroiani se convirtió en un bombo que daba vueltas y vueltas, y las añoranzas más placenteras que Ígur mantenía desaparecieron reducidas a la indigencia; las piernas se le negaron, y se tuvo que parar sin poder contener la debilidad y el temblor. Arktofilax, que iba delante, se percató y se dio la vuelta rápidamente.