– ¡Deten la caída! -lo increpó perentoriamente, sereno y exigente-. ¡Detente inmediatamente! -Ígur se acurrucó contra el lado interior, completamente aniquilado, y sintió que sólo le quedaban fuerzas para precipitarse al vacío, y tenía que aprovecharlas antes de que le cayera encima un horror aún peor. Arktofilax lo notó, y lo estrechó con fuerza desde el peldaño superior-. ¡Respira con fuerza! ¡Vuelve ahora mismo! ¡Respira hondo!
Ígur se sentía capaz de desembarazarse de Arktofilax de un simple tirón, e invocó la respiración del Caballero; en el último momento, cuando ya se veía perdido, consiguió un dolorosísimo vuelco en su interior que lo dejó extenuado, pero con el equilibrio recuperado y ya camino de la tranquilidad.
– Ya está -dijo al Magisterpraedi, y lo miró interrogante.
– Es uno de los síntomas de lo que se llama el desarme laberíntico, un fenómeno perfectamente conocido, y evitable con un poco de práctica; lo pueden ocasionar las causas más diversas, y se trata de atajarlo al principio, con un pensamiento equilibrador, por ejemplo, si te asalta un desconcierto gravitacional, como te acaba de pasar, dedícate a pensar en la cohesión del mar, o carga con todo lo que lleves encima con una sola mano, o aún mejor, cuélgatelo de un dedo; en el fondo es un problema de respiración, como has podido comprobar y que, por cierto, has resuelto por instinto de manera brillante, pero se trata de no tener que llegar a tales extremos, porque puedes debilitarte innecesariamente.
– Me ha parecido un trastorno de la personalidad.
– ¿De la personalidad? -Arktofilax esbozó un gesto vago-. Llámalo como quieras -lo miró afectuosamente-; quizá has llegado a conclusiones propias.
La observación era un interrogante mal encubierto, e Ígur lo aprovechó.
– El problema más grave que tengo es con el tiempo.
Ambos estaban de cara a la pared, procurando no mirar el mostruoso espacio interior del Cadroiani y, sobre todo, su horrible escalera rebajada en espiral.
– El tiempo se ha enrarecido -dijo Arktofilax en voz baja-. Hemos perdido los ciclos referenciales, no tan sólo los días y las noches, sino más que nada las mareas sociales: remesas laborales, de alimentación y de reposo. Estamos a merced de nuestros relojes interiores, de una inercia de las pautas hacia una masa sin pautas.
– Eso es evidente -dijo Ígur con impaciencia-. Pero hay algo más. ¿Cuántas horas hace que no dormimos? ¿Cuándo comimos por última vez? ¿Cuántas horas hace que subimos escaleras?
– ¿Horas? -dijo el Magisterpraedi con una sonrisa-. ¿Horas de cuáles?
– Horas de las del reloj.
– ¿De qué reloj? ¿De éste? -Le mostró la esfera de cuarzo líquido-. Esto no sirve de nada aquí adentro. Estamos dentro de otros parámetros.
– No lo entiendo -dijo Ígur.
– No es comprensible dentro de los parámetros comunes.
Se enzarzaron en una discusión sin salida sobre la naturaleza de las cosas que no se pueden expresar con el lenguaje de que el hombre dispone, y si tales cosas existían o no, es decir, si el lenguaje es una herramienta incompleta que hay que abandonar cuando se llega a ciertos terrenos, o bien si es posible ampliarlo para explicar cosas que de otra forma parecen inexplicables, o bien si todo eso es una falacia y el lenguaje es dominio del cerebro, y de todo lo que se le escapa no hay que preocuparse porque realmente tanto da que exista o no, porque la mente (y el cuerpo incluso, en otro concepto de hombre) nunca lo apreciará.
– Pero es innegable que yo acabo de encontrarme mal -dijo Ígur.
– Tú has sufrido una resquebrajadura, has visto una sombra, porque posiciones ambivalentes hay muchas, pero la explicación completa ya no te pertenece.
Ígur no se daba por vencido.
– El lenguaje se modifica continuamente, tanto en un sentido como en otro; hay artes antiguas que se olvidan, y la ciencia y la técnica obligan a ocupar parcelas nuevas.
Artofilax negó con la cabeza.
– Todo eso no son más que minucias. Apariencias. Es tan absurdo como aquella imagen del mundo comprensible finito, como una especie de bolsa de ser con los límites como burbujas entrando y saliendo de la nada.
– Entonces el problema no tiene solución.
– Tal y como tú la quieres no -concluyó Arktofilax, y puso la mano en el hombro de Ígur-. ¿Estás bien para continuar?
Prosiguieron, y el camino parecía inacabable; cuando no habían recorrido ni una quinta parte, se detuvieron, e Ígur quiso especular sobre qué podían encontrar en la parte superior del Cadroiani.
– Si ahora estamos dentro de un objeto del interior del cuadrado que hemos dejado atrás, iremos a parar fuera de aquel espacio, ¿no?
Arktofilax sonrió.
– No sabes si estamos dentro o fuera, y no te lo recrimino. Si abrimos un boquete aquí -tocó la pared-, saldremos al interior del cuadrado, y no creas que es más correcto decir saldremos que entraremos.
Ígur se refugió en las frugales lecturas de la Ley del Laberinto.
– Entiendo que hay dos maneras básicas de recorrer un Laberinto, siempre que no tenga techo y el perímetro sea accesible: por dentro, Laberinto negativo en el que, como en un recipiente, se utiliza el vacío y es lo que lo resuelve, mientras que lo sólido hace los obstáculos, y el Laberinto positivo, el mismo pero transitado por encima: se recorre lo lleno y por lo lleno se resuelve, y el vacío lo interrumpe; recorrer el Laberinto sólido, cuando se hace por encima, tiene la ventaja visual de que hasta un cierto punto es posible prever el recorrido.
– Sí, pero también puede ser, si el constructor ha sido inteligente, que haya aprovechado esa aparente facilidad para introducir otros engaños. ¿Así crees que arriba encontraremos un Laberinto positivo?
– No lo sé -dijo Ígur-, pero no sería incoherente con la geometría del conjunto, y reforzaría la idea de acceso interior al Cadroiani y salida hacia el exterior, con la expectativa cualificando el camino: entrada-interior-negativo hasta el Cadroiani, salida-exterior-positivo después del Cadroiani.
– ¿Y ahora mismo?
– Ahora sería el punto de inflexión -tocó la pared y señaló el vacío-: Laberinto lateral con énfasis en las dos inclinaciones del hiperboloide: estrechándose hasta el punto central, ensanchándose hacia el desenlace.
– No está mal pensado, una buena montaña psicocósmica -dijo Arktofilax-. Veremos si los constructores te habrán hecho caso.
Continuaron el ascenso, y hasta que, unas horas más tarde, no hubieron sobrepasado ampliamente el punto medio, no pudieron apreciar que el espacio entre el límite del hiperboloide y el techo no era continuo, como podía parecer desde abajo, sino que estaba sostenido en primer término por una delicada columnata circular y, más atrás, por un muro igualmente circular, concéntrico, igual que la columnata, con la planta del hiperboloide. A medida que subían y disminuía la distancia, apreciaron que lo que parecían columnas finas eran en realidad poderosos cilindros de no menos de cinco metros de diámetro, y el efecto etéreo era producto de su gran esbeltez, porque el techo estaba a más de cien metros del extremo del hiperboloide. Finalmente llegaron arriba, y a Ígur le faltó poco para conmoverse cuando al emerger de una barandilla baja y ancha su vista se expandió por una vasta superficie plana al alcance de sus pies. A pesar de que el ámbito, de una meliflua luz dorada, era menos luminoso de lo que parecía desde abajo, el contraste convertía el gran agujero oscuro del Cadroiani en un recuerdo maligno.
– Allí hay una puerta -dijo Ígur, después de un recorrido visual por la pared cilindrica.
– Antes tenemos que asegurarnos de que no haya ninguna otra oculta tras una columna, incluso que no haya ninguna en una columna.
La verificación les llevó un rato, y volvieron a la puerta del principio. No había ninguna indicación, y la abrieron después de las precauciones habituales contra un posible incidente atmosférico. Una vez más, el aire era respirable, y se dirigieron a un larguísimo pasillo, casi tan largo como el último anterior al Cadroiani, en cuyo final había aún otra puerta.
– De momento -dijo Ígur- parece que los constructores optan por la simetría simple.