– Mirad -dijo Ígur sin poderse contener, porque los había tan recientes que excitaban algo más que la curiosidad morbosa.
– Esto sí que no lo esperábamos, ¿eh? -dijo Arktofilax con gravedad.
Recorrieron aquellos quinientos metros más lentamente que ningunos otros. La aguas estaban repletas de ahogados, muchos más de los correspondientes a las expediciones reconocidas, y asaltaba con fuerza la evidencia de las incógnitas. ¿Había habido Entradas clandestinas al Laberinto? ¿En qué grado de furtividad? ¿Había tolerancia por parte del Imperio? ¿De qué sectores procedía? ¿A qué precio?
– Aquí -dijo Ígur-, la estructura del conjunto aún debe corresponder al Protocolo de Teseo.
– Esto es una metaestructura -dijo Arktofilax-, incluida dentro, o por encima si lo prefieres, de la estructura exegética de los Protocolos.
Aquí es donde hubiéramos ido a parar si llegamos a cometer algún error que parece ser clásico a juzgar por la gente que lo ha cometido -sonrió con ironía-, posiblemente ligado a la posición de la segunda figura, que podría haber estado agachada en lugar de sentada. El Apótropo de esta parte debe de ser el piloto naval Canopus, y el premio al rodeo es una trampa hidráulica, espejismos del Lago de Moeris, donde, para contemplarlos, Poseidón conserva los frutos obtenidos.
La ambigüedad dialéctica de Arktofilax alarmó a Ígur.
– Ya tengo ganas de pasar de la Apotropía de Poseidón a la de Helios -dijo, ajeno a la mirada tranquila del Magisterpraedi.
El camino trazó una nueva inflexión, y tras la bifurcación a la derecha se volvió plano otra vez. Ígur caminaba detrás, y le pasaban por la cabeza pensamientos desbocados, repentinos asaltos de certezas temerarias, como que su compañero no era más que un espejismo, o que cuando se diera la vuelta su silueta no sería más que una armadura vacía. Poco después de la bifurcación a la derecha, Arktofílax se detuvo y señaló otra vaguada.
– ¿Querías una Apotropía de Helios? Aquí tienes la de Dioniso.
Ígur se acercó con una aprensión agridulce, y lo que vio, tal vez por acumulación, le heló la sangre aún más que el Laberinto hidráulico. Ante él se extendía un vasto conjunto de bloques de piedra o, más posiblemente, de hormigón plástico plomado, colocados en posturas caprichosas entre grandes masas de arena; sin duda, pensó Ígur, formaban parte de un Juego tridimensional cuya solución conducía a un movimiento de las piezas que abría caminos o los borraba para siempre; el resultado era la visión de un número difícil de precisar, pero que a Ígur le pareció no inferior a doscientos, de cuerpos triturados que ofrecían un espectáculo de individuos y huesos semimomifícados que sobresalían a medias entre bloques de piedra o los escalaban perpetuados en posturas de desesperación. Arktofilax se detuvo junto a Ígur.
– Esto sí que es peligroso -dijo-. Esta parte del Laberinto está toda ella fuertemente conectada, y, si los Entradores ineptos han hecho saltar ciertas trampas, puede ser que esté obturado hasta el camino correcto. Cuando uno falla en una cuestión primordial no tan sólo se pierde a sí mismo, sino que convierte el Laberinto en una pieza definitivamente inexpugnable.
– ¿No habría afectado al conjunto del mecanismo? -preguntó Ígur pensando que, si fuera así, ya no se habría abierto la puerta de la
– ¿Qué habrían ganado? ¿Te encuentras con ánimos de retroceder? -Sonrió-. No conocemos los mecanismos internos de seguridad, ni si hay diversas fases de construcción en conflicto entre ellas. Quién sabe quién es toda esta gente atrapada. ¿Entradores clandestinos? ¿Condenados a quienes, tal vez para comprobar la eficacia del mecanismo, quizá simplemente para hacerlos desaparecer sin publicidad, se ha obligado a recorrerlo sin guía ni preparación? ¿O es que el Laberinto tiene otra Entrada?, quién sabe, una trampa urbana, ¡el castigo de una cabina de Juegos en la que los perdedores son engullidos por un mecanismo que los propios empleados desconocen hasta dónde conduce! Incluso podría ser que fueran los cadáveres de los obreros que trabajaron en la construcción, a quienes los arquitectos no permitieron, sin duda con la bendición del Emperador, que salieran para divulgar el secreto.
Continuaron hasta un ensanche del camino, que acababa en una especie de glorieta de tonalidades rojizas que a Ígur le hizo pensar en el interior de un gran paladar nervado de sangre. En un rincón había dos sillas, y el efecto resultaba tan absurdo que Ígur se resistió a sentarse, como si se tratase de objetos malignos; pero el Magisterpraedi lo hizo sin ningún reparo, e Ígur se quedó mirándolo con un desasosiego paralizador. ¿Por qué dos sillas y no tres, o una, o cuatro? Ígur miró atrás con aprensión, después adelante. ¿Quién más estaba dentro del Laberinto? Por todas partes sentía ya presencias inminentes, y sin embargo miraba a Arktofilax y sentía un vacío absorbente. Desde donde no había nadie, se temía espiado, y al lado del Magisterpraedi se encontraba abrumadoramente solo.
– ¿No deberíamos dormir? -preguntó.
– Dentro del Laberinto no se duerme -dijo Arktofilax sin mirarlo.
– ¿Por qué?
– Porque todo el Laberinto ya es en sí mismo un sueño -dijo el Magisterpraedi, y le dirigió una mirada que lo dejó helado, porque había en el interior de sus pupilas un tenebroso reflejo rojo.
Ígur no se contuvo.
– Vuestros ojos…
Arktofilax apartó la mirada.
– Es el reflejo de estas paredes, juntamente con las emanaciones ferruginosas. A los tuyos les pasa lo mismo.
– ¿Emanaciones ferruginosas? Nunca había oído nada tan absurdo. Voy a mirarme en un espejo. -Buscó en la bolsa.
– No lo hagas -dijo lentamente Arktofilax, sin moverse y con tanta gravedad que Ígur se quedó inmóvil. Aunque la entonación había sido completamente pausada, la advertencia pesaba absoluta.
– ¿Por qué?
Arktofilax se levantó y se alejó unos pasos.
– Ya veo que no has llegado al final de la Ley del Laberinto -dijo vuelto de espaldas-. Sabrías que uno de los cinco preceptos del último tramo es que, por más extraño que te sientas, por nada del mundo te mires al espejo.
Ígur no se atrevió a preguntar por qué, ni cuáles eran los otros cuatro preceptos. Pillado en falta una vez más, y sin derecho ni tan sólo a recelar de la existencia de tales preceptos, no le quedaba más que intentar deducir de los acontecimientos de qué insólito fenómeno estaban siendo objeto, y confiar en la experiencia y la bondad de su compañero; pero precisamente ése era el punto de conflicto, porque Arktofilax se volvía un poco más a cada instante una horrible fuerza desconocida, irracionalmente inhumana, e Ígur sentía crecer en su interior un instinto de protección que le aconsejaba eliminar al Magisterpraedi antes de que fuera demasiado tarde; pero enseguida rechazaba tales pensamientos amparado en la lógica y el sentido común de un Caballero de Capilla: a pesar de eso, la comezón persistía, incluso aumentaba. Así prosiguieron hasta llegar a la última bifurcación; a partir de ahí el camino se volvió mucho más estrecho, pero sin perder el carácter de pasillo con pavimento, techo y paredes. Arktofilax continuaba delante, e Ígur no perdía de vista el movimiento de su cuerpo, hasta que de repente se encontró buscando, casi esperando, algún gesto contrario al funcionamiento establecido de las articulaciones, el giro maligno que revelase de una vez por todas su naturaleza alterada, no humana.
– Magister -dijo-, este camino es diferente. ¿No será que en la última bifurcación nos hemos equivocado?
Arktofilax se volvió a medias, sólo hasta quedar de perfil.
– El Final del Laberinto siempre reserva una incógnita. Seguramente será la de la Penúltima Puerta.
Poco después, efectivamente, llegaron a un recinto redondo donde se acababa el camino. No se apreciaba abertura alguna, pero todo el perímetro estaba cubierto de incisiones geométricas en materiales vidriados, y en el centro, en el suelo, había una inscripción dentro de una mándorla que apuntaba al pasillo de llegada. Ígur, una vez más, leyó en voz alta:
1 Del Seis que sale el Cinco
4 Encabeza el Nombre de cinco letras.
6 Del segundo la primera
1 Para fecundar el Final.
Arktofilax exploró la estancia, mostrando mucho más interés por los dibujos que por la inscripción. Ígur intentó desentrañarla por su cuenta.
– El Seis que sale el Cinco -dijo en voz alta- deben ser las seis estrellas que provienen del pentágono estrellado, y la inversión de los términos informa que salimos del recinto. El nombre de cinco letras es Teseo, y del segundo la primera quiere decir la primera estrella del segundo grupo, es decir Thuban, el corazón del Dragón.
– Son los Epagómenos -dijo el Magisterpraedi, absorto como si no lo hubiera oído.
– Perdón, ¿qué decís?
Arktofilax se volvió con expresión preocupada. Su cara y sus ojos mostraban una normalidad que desarmó a Ígur de las sospechas pasadas.
– Estamos ante la terrible trampa geométrica final, y fíjate bien porque aquí sí tenemos posibilidades de dejarnos el pellejo. La clave son las cifras que encabezan los versos. 1461 son los años necesarios para repetir el mismo calendario egipcio coincidente con un determinado estado del cielo; el cómputo proporciona un año de 365 días, dividido en doce meses de treinta días más los cinco Epagómenos, que son los días dedicados a Osiris, Isis, Horus, Neftis y Set; he aquí el Código 5 de la inscripción anterior. Pero de este calendario sobra un año, que se obtiene de la diferencia entre el año natural, de 365'25 días aproximadamente, y el de 365 días justos. Efectivamente,