– Me imagino que no se os escapa -dijo Ígur decidido a ver hasta qué punto su posición era fuerte- que no es fácil distinguir el límite entre lo que supone hablar del interior de Laberinto y no hablar. Quiero decir, si alguien me pregunta cómo ha ido dentro del Laberinto y yo le respondo que muy bien, eso ya es un comentario cualitativo, y no sé si será considerado violación del Protocolo de confidencia. ¿O quizá se me obliga a recluirme hasta nueva disposición?
El representante del Príncipe sonrió.
– En absoluto, Caballero. Sois libre de ir adonde queráis y de hablar con quien os plazca. Lo único que os está prohibido revelar son las características concretas del Laberinto, las descripciones a través de las cuales cualquiera pueda reproducir sus trazas. Creo que el sentido común y la prudencia son el mejor camino para distinguir los límites entre una cosa y otra, y nada más que sofística de la peor ralea os puede llevar a error.
– Tenéis total libertad para desplazaros -añadió el Secretario administrativo de la Agonía-, de iniciar y de cerrar negocios, y hasta de cambiar de estado social o jurídico, siempre que dentro de siete días tengamos el informe completo.
Y así concluyó la entrevista.
Esa tarde, nuevas comisiones urbanas, con delegados intercomerciales de diversos principados, contactaron con Ígur para invitarlo, como otras habían hecho los dos días precedentes, a actos sociales y cenas multitudinarias, pero rehusó con cortesía y avisó al Palacio Conti de su visita a las nueve de la noche.
Por la tarde, desde la terminal del Cuantificador, Ígur intentó ponerse en contacto con sus amigos. Con pocas esperanzas de conseguirlo, tecleó los códigos de Debrel y Guipria, lo que no había intentado desde su huida. La pantalla emitió la respuesta temida: 'Desconocido.' Si para el Cuantificador no existían, su vida no era nada. Ígur se sintió terriblemente vacío; sus piernas tenían la indecisa debilidad de las convalecencias otoñales, y, procurando evitar la proclividad a la lágrima que se anunciaba, decidió ponerse en contacto con Cuimógino.
Buscó su número personal y lo tecleó. La pantalla se iluminó: 'Resevado.' Optó por el Departamento de Coordinación Interior de la Secretaría de Relaciones con los Príncipes de la Hegemonía. La respuesta, 'Ocupado'. Recordó el ofrecimiento de Marterni, que era el Secretario, y la respuesta fue aún más descorazonadora: 'Restringido a Código Superior. Consultar Información General.' Consultó, y la pantalla se iluminó de nuevo: 'Ocupado.' Parecía evidente que el Imperio no quería hacer ningún movimiento a favor del vencedor del Laberinto antes de recibir el informe.
Al atardecer el sol, como los pájaros, se retiraba hacia el Sur, y el buen tiempo se había perdido aquel año para Ígur dentro del Laberinto, así que sin haber catado su esplendor le oprimía ya la oscuridad de las horas rojizas y su tufo a retroceso; severidad de condensación que pregona que el enfriamiento no ha hecho más que comenzar enmagentaba de tiniebla los reflejos que aparecían en el Puente de los Cocineros, esa cosa seca, desértica, agreste, que sucede a las lágrimas aunque no las haya habido. Pero en cierta manera, y a pesar de la iluminación del Palacio Conti, reducida a la mínima expresión, evocaba por contraste las horas más brillantes, era lo más parecido a volver a casa, y cuando Ígur abrió con el sello la puerta de servicio, al temor a lo imprevisto lo había desplazado como emoción primordial una impaciencia que él había estimulado recreándose, viendo con cierta sorpresa cómo lo refería a la alegría pretérita.
– El Caballero Neblí ya ha llegado -anunció la camarera de siempre, e Ígur fue conducido a la Sala Central; allí, la iluminación al cincuenta por ciento daba a la reunión un aire deprimido más que íntimo, que encogió a Ígur.
Madame Conti avanzó como era su costumbre.
– Querido Caballero -sonrió con los brazos abiertos-, la bondad se hace esperar. ¿Cómo estás? ¿Cómo te ha tratado la Falera?
Lo abrazó. Ígur miró a su alrededor, y no conocía a nadie. Desde un ángulo se acercó Sadó, y a Ígur le dio un vuelco el corazón. Sadó, prodigiosamente diferente y a la vez igual a sí misma, decepcionante por el momento tan esperado y también más bella que ninguna otra vez.
– La Falera lo ha tratado muy bien -dijo ella con una sonrisa radiante, y le acarició la cabeza recreándose-; está más guapo que nunca.
Ígur se sintió intimidado.
– Después hablaréis -intervino Madame Conti con una voz tan fuerte que el propósito evidente de convocar a la concurrencia resultó efectivo-. Amigos -dijo, con empuje de discurso-, hoy rendimos homenaje al vencedor del Ultimo Laberinto, al que ha visto lo que entra por los ojos y, quemada la voluntad, es intraducible en palabras, ¿no es así? -Lo miró riendo-. Claro que es así, ¡ya ves que sé de qué hablo! Ver hasta qué punto el Laberinto es algo que uno encuentra porque otro lo ha puesto ahí, o que uno se inventa sin saber por qué forma parte de la propia existencia, ¿no es así? -rió de nuevo-, ¡claro que sí! O ver si es el Laberinto quien interpone en el camino de uno, y quién, cuándo y por qué ha dispuesto esa secuencia de Laberintos y no otra, y qué oportunidad tiene un hombre solo, por más invencible Caballero que sea, de alterar el orden de los Laberintos, yo diría que ninguna -risas de una parte de la concurrencia-, ¿no os parece?, que nadie recuerda cómo se estableció pero que todos han acatado igual que se desayuna por la mañana.
Hubo aplausos y risas, y mientras las camareras repartían copas, Isabel se abrazó a Ígur y se lo llevó aparte.
– Isabel -le dijo él.
– Dime, rey mío -le susurró al oído.
– Quiero que sepas que el Magisterpraedi…
– ¡Shhh! -lo interrumpió ella guiñándole un ojo-. Es el momento del antiguo dicho: 'El ya lo sabía'…
Ígur disimuló la sorpresa; eso no era como la alusión a los Fidai, hasta aquí llegaba la dispensa transgresora de Madame.
– Necesito tu ayuda.
– Dime, cariñito mío. ¿Qué quieres que haga por ti? -Lo miró con los ojos entreabiertos, remedando sensualidad.
– Ayúdame a encontrar a Cuimógino. Tengo que hablar con él, y no hay manera de localizarlo.
Madame Conti rió.
– Él sabía que al final te interesaría. Lo malo es -esbozó un gesto de desprecio- que el señor Jamini es un gato de tejado en la Administración. ¿Me entiendes? El puede encontrarte, pero tú a él no. ¿No me entiendes? -Hizo un gesto con el que daba la cuestión por zanjada-. Lo único que puedo decirte es que cuando venga por aquí, si viene, porque ahora hace días que no viene, le diré que quieres verlo.
– ¿Y Fei, dónde está?
Madame Conti lanzó una rápida ojeada a su alrededor para ver si alguien lo había oído, e impuso silencio a Ígur con una presión firme en el brazo.
– No vuelvas a pronunciar ese nombre en público. ¿Es que no sabes lo que está pasando en Gorhgró? Fei es la mujer más buscada de la ciudad, y será una suerte si a estas alturas no ha caído en manos de Bruijma.
– Pero ¿por qué?
Madame Conti se impacientó.
– Fei es hija de un noble astreo ajusticiado, y su hermano es el Jefe de los Fonóctonos de La Valaira, y le atribuyen todos los atentados de los últimos meses. Ella misma está acusada de contactos en las más altas instancias.
– ¿Dónde está? -insistió Ígur.
– Escondida. Bien escondida, espero.
– ¿Sabes dónde?
– Te aseguro que saberlo no es recomendable para la salud. -Ígur la miró con insistencia-. Aunque lo supiera, es lo último que te diría. -Cambió de tono-. Joven Caballero, ¿por qué no te diviertes con todo lo que el mundo te ofrece hoy? No sé a quién me recuerdas, buscando siempre la vía más angosta, siempre por el escollo más difícil. Créeme, olvídate de Fei.
Ígur volvió hasta donde Sadó conversaba con unos individuos, y se acercó a ella.
– Tendrás mucho que contarme, supongo -le dijo, tomándola por la cintura.
– ¡Ya lo creo! -dijo ella con una carcajada a la que Ígur correspondió, pero que le inquietó un poco.
– Entonces, esta noche…
– Esta noche, imposible -dijo ella con el mismo tono desenvuelto y alegre-, tengo un compromiso.
– ¿Un compromiso? -a Ígur se le heló la sangre, porque no se lo esperaba-. ¿Y mañana?
– Mañana tampoco puedo -dijo ella, y se volvió para corresponder a la observación de un amigo que Ígur no había oído-. Quizá pasado mañana por la noche… espera, no sé… ¿Y mañana por la tarde, cómo te va?
– De acuerdo, mañana por la tarde -dijo Ígur, desconcertado.
– Pero aquí no -bajó la voz-, mejor en el Palacio Triddies, porque aquí… la verdad es que no me va demasiado bien, ¿podríamos dejarlo para más adelante?
– ¿Para más adelante? -Ígur no acababa de creérselo-. ¿Para cuándo?
– No sé, ven pasado mañana y quedaremos para más adelante.
Y, sin darle tiempo de replicar, se fue con uno de los individuos con quienes estaba hablando antes. Madame Conti, que no se había alejado demasiado y lo había oído casi todo, tomó a Ígur del brazo.
– ¿Qué quieres? -le dijo, paseando la mirada tanto por la concurrencia como por el mobiliario y por su propio cuerpo-. Todos los movimientos de la naturaleza llevan al abandono de las culminaciones afortunadas -e Ígur se dio cuenta del estado de desolación en que la actitud de la cuñada de Debrel lo había dejado- que las energías que las han hecho posibles designan como felices, por más que esas energías pretendan mantenerse; el destino de las diosas es ser abandonadas por el dios, y es inútil resistirse. La perpetuación de la felicidad entre dos, querido, es una recreación morbosa del anhelo por el paraíso perdido, y a partir del punto en que deje de ser una idealización sentimental, ¿me entiendes?, para convertirse en un deseo con esperanzas de realizarse, se volverá fuente de delirios. -Ígur no tenía ganas de escucharla, pero Madame Conti se lo llevó aparte con una insistencia en la proximidad física que le molestaba-. Pasado el punto álgido, el sol vuelve al Sur, como ahora. ¿Me entiendes, querido? No seas loco, y deja que Sadó siga su curso.