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Ígur siguió a Sadó con la mirada. Su sola presencia, al no tenerla segura (y, en realidad, pensó, era bastante dudoso que jamás la hubiera tenido), le producía un desasosiego agridulce, y a la vez pensaba en Fei. Pero en este caso le guiaba un anhelo ennoblecedor y tendente a la emoción, no por menos angustiante menos apasionado. Resolvió que tenía que encontrarla de la manera que fuese.

– Me voy -anunció, sin pensar si interrumpía alguna explicación; por otra parte, aunque la fiesta se celebraba en su honor, vista la atención personal que despertaba, su presencia no le parecía imprescindible. Madame Conti lo miró con lástima divertida.

– ¿Quieres que te vaya a buscar a Ismena? ¿No? ¿Quizá a Destoria, no la recuerdas?

– A quien quiero ver es a la Reina de los Dos Corazones.

La expresión de Madame Conti mudó de inmediato.

– Ya te he dicho que eso no es posible.

– Pues adiós.

Poco después, respiraba el aire atronador de la noche roja de la metrópoli.

Desde el momento en que se sumergió en la redacción del Informe, Ígur se encontró con una retahila de esas horas muertas que el espíritu ocupa en las divagaciones más obsesivas y estériles. Por imperativos del trabajo se vio obligado a rehusar los convites que de las instancias más inesperadas le llegaban. Tan sólo recibía las felicitaciones, y ocasionalmente alguna visita de Mongrius, que le causaba un desasosiego extraño, difícil de situar. Posiblemente le parecía que Mongrius no había evolucionado, y una conversación con las mismas expectativas vitales de antes, ahora que todo había cambiado tanto, le impacientaba y le aburría.

En cambio, seguía con voracidad los medios de comunicación. Aunque la primacía de las noticias era para los conflictos entre los Príncipes, la persecución de los Astreos y la postura del Hegémono, la conquista del Laberinto ocupaba diariamente la atención de los más destacados comentaristas, y cada noticia que aparecía, cada apreciación de fondo, por casual o apresurada que fuera, enfrentaba a Ígur con el recuerdo de lo que había leído acerca del triunfo de Bracaberbría y la fortuna de Arktofilax. Nunca había dejado de tener presente que a partir del Laberinto su misión se había acabado, pero le llegaba la hora de pensar en serio qué es lo que esperaba después, qué había deseado para el día siguiente de salir y, lo que era más difícil y quizá más grave, por qué había querido hacerlo. ¿Por vanidad? ¿Para ganar poder? ¿Para sobrevivir a los sentimientos? Por diversos mecanismos se convocaban en torno a él fuerzas contrapuestas, vacíos imprevistos y terribles, aumentando éstos a un ritmo imparable, porque no sólo no se resolvían las ausencias de Omolpus, Debrel y Guipria, y la definitiva de Lamborga, sino que ahora se le añadían las de Cuimógino y Fei. En momentos de debilidad pensó en contactar con Silamo, pero si eso no había sido posible con Cuimógino y con Marterni, las posibilidades con el discípulo de Debrel no parecían mejores. También pensó en ponerse en contacto con la Equemitía de Recursos Primordiales, donde en comparación con la frialdad con que lo trataban los hombres de Bruijma, Ifact se le habría antojado casi de la familia, pero tal y como estaban las cosas, quien sabía cómo se habría interpretado, y no era cuestión de herir la susceptibilidad del Príncipe.

Poco a poco, con cualidades diferentes y con intensidades fluctuantes, el deseo de Sadó y la nostalgia por Fei pasaron a primer plano. Al día siguiente de haber visto a Sadó por la tarde, la cita en el Palacio Triddies era una obsesión omnipresente, y la dejó morir en el reloj. Al día siguiente hizo lo mismo, pero al tercer día, por la noche, ya no podía más, y puesto que el Informe, además, ya estaba prácticamente acabado, volvió al Palacio Conti.

Nada más entrar a los dominios de Isabel, Ígur notó que un exceso de presencia (y en las actuales circunstancias, dos veces en tres día debía de serlo) jugaba contra su consideración social. Madame Conti lo saludó con una efusión mucho más distraída que el día anterior, y sin desprenderse de los parásitos que como de costumbre la acompañaban. Ígur incluso tuvo que librar una pequeña batalla de atenciones para lograr un aparte con ella; con prisas le preguntó por Cuimógino.

– ¡Ah, sí! ¿Querías verlo, verdad? -Se volvió, dispersa, sonrió a uno que pasaba-. Sí, ayer estuvo aquí y se lo dije. Espera, ahora no me acuerdo. -Una nueva carcajada a la observación de otro-. Sí, dijo que hoy vendría.

– Muy bien -dijo Ígur, no demasiado convencido-. ¿Y Sadó, dónde está?

Madame Conti echó una ojeada alrededor.

– No sé, hace un momento estaba aquí. -Y se dio media vuelta para irse-. No la veo, pregúntaselo a esa chica.

Ígur abordó a la camarera que le había indicado la anfitriona.

– Sí, Caballero -dijo ella-. ¿Dónde estaréis, aquí? Ahora mismo voy a decírselo.

Ígur se sentó en una silla cerca del centro de la sala. Allí se quedó solo y aburrido en conjeturas circulares, y ya hacía rato que maldecía y pensaba en largarse cuando apareció Sadó, con una camiseta y unos pantalones negros ajustados que le daban la deliciosa agilidad de la improvisación.

– Ah, ¿eres tú? Es que no me lo han dicho -dijo, con decepción distraída, mirando a su alrededor-. No te esperaba, no puedo estar contigo.

Ígur la agarró del brazo con firmeza.

– Oye, móntatelo como quieras -intentó suavizar la presión con una sonrisa-, pero no me iré sin que hayamos hablado.

– Tienes razón. -Soltó una carcajada-. Soy una desconsiderada, el vencedor del Laberinto se merece más atención. -Volvió a mirar a su alrededor, como si meditase la solución a un problema complicado-. Vamos a ver, lo malo es que ahora… Mira, ahora no puedo, pero -se le iluminó la mirada- podemos hacer una cosa. Ve a mi habitación y espérame allí -afirmó con la cabeza, entusiasmada, como si así esperase incitarlo al mismo estado de ánimo-; hay lectura y películas. Entretente, y en menos de una hora estaré contigo.

– De acuerdo -accedió Ígur, arrepintiéndose tan pronto ella hubo desaparecido como una exhalación, arrepintiéndose también de no haber preguntado qué tenía que hacer durante esa hora.

Se instaló en el cuarto indicado, y pasaron más de cuatro hasta que ella compareció, con señales de haberse pasado alcohol y quién sabe qué otras cosas por el cuerpo y por el maquillaje.

– Ya no me acordaba de ti -dijo con fastidio nada más verlo, y anunció que estaba muy cansada.

– Muy bien, pero por lo menos me escucharás.

Más que hacerse escuchar, y sin proponérselo, Ígur despertó en ella un interés imprevisto por hablar de los últimos tiempos; después de hacer el amor medio por autoobligación, era él quien hubiera dado cualquier cosa por apagar la luz y que se hiciera el silencio, y ella quien, sin que ninguno de los dos supiera cómo ni por qué había comenzado, explicaba enamoramientos y aventuras sexuales recientes.

– Un día que no me apetecía ver a nadie, resulta que vinieron…

Tras dos o tres sobresaltos, completamente desvelado, Ígur se había instalado entre la curiosidad y la congoja de pasar la noche en esa tesitura. Ella dejaba a veces en la ambigüedad la conclusión de una vivencia, y el Caballero no siempre se atrevía a pedir la explicación fatídica:

– ¿Y con ése también fuiste?

Si lo hacía y la respuesta era que no, Ígur se tranquilizaba de repente, como si se desmantelase una amenaza, y caía, distendido, en una leve desilusión siempre espoleada por una pizca de desconfianza, que la lógica de actitud de ella no conseguía erradicar (porque, ciertamente, ¿qué interés podía tener en ocultar un capítulo entre tantos otros como exhibía?). Pero normalmente la respuesta era que sí, lo que sumía a Ígur en una morbosidad dolorosamente excitante, en el más furioso vértigo de anhelo de emulación, que intentaba camuflar, no siempre con éxito, aunque el resultado del intento no parecía importarle a la interlocutora, que, acabó pensando Ígur, quién sabe si ni tan siquiera era consciente de ello. Después de más de cuatro horas de confidencias, Sadó cayó dormida como una cría, pero Ígur, insomne a su lado, no dejaba de mirarla imaginando por aquel cuerpo, entonces aplacado con la expresión más inocente, el paso de tanta energía sensual, cómo tanta locura podía haber dejado un residuo detectable a la vista, y procuró distraer la indigencia de ánimo intentando recuperar los pensamientos de poco antes, conciliarlos con las recientes revelaciones, acordar el pensamiento de un determinado día pretérito, en que él no sabía lo que simultáneamente hacía Sadó, con lo que ahora había descubierto. No es que le hubiera hablado de mucha gente; mientras Ígur estaba en el Laberinto, Mongrius, Boris Uranisor y Neder Rist habían pasado por sus dominios; pero tal y como ella se había expresado, era de imaginar que la nómina fuera bastante más larga. Empezaba a clarear, e Ígur se debatía entre el deseo y el pesar junto a la placidez durmiente de Sadó.

Al día siguiente, Ígur se despertó solo, y con sensación de haber dormido tres minutos, y ya intentaba salir del Palacio Conti lo más desapercibido posible, cuando la camarera más antigua lo interceptó el pasillo de servicio.

– Caballero Neblí, tengo órdenes severas de no dejaros salir sin que desayunéis como es debido. -Ígur esbozó un gesto de resignación cortés-. Además, se han recibido dos recados para vos.

Poco después, ante un desayuno que le pareció excesivo (ya que además tenía más bien poco apetito), Ígur abrió las transcripciones de dos mensajes del Cuantificador. La primera decía así: