– ¿Podemos ver el Informe? -preguntó Francis después de algunos saludos reducidos a mero formulismo.
– Aquí lo tenéis -dijo Ígur.
Francis lo cogió y rompió los sellos. Ígur se quedó de piedra al ver que lo abría y lo hojeaba.
– Está incompleto -dijo el Secretario de Bruijma.
– Creía que los únicos que tenían acceso a él eran el Emperador, el Hegémono…
– Una vez el Informe esté completo -le interrumpió Francis-. Pero ahora mi obligación es asegurarme de que no habéis omitido ningún aspecto, y hacia el final no veo más que eufemismos y lagunas.
La ira inmovilizaba a Ígur; entre tanto, el dignatario de la Agonía también hojeaba el Informe.
– No veo cómo podéis juzgar la precisión y el final del relato de una situación que no conocéis.
– Hay muchas maneras de no conocer una situación -dijo Francis con una sonrisa severa-, y en cualquier caso siempre se pueden hacer preguntas. Por ejemplo: ¿Cuáles son los plazos temporales de los episodios? ¿Por qué no se han recogido muestras de materiales? ¿Qué le sucedió al Magisterprasdi Hydene? -Ígur no reaccionaba, y el dignatario prosiguió-: No confundáis la opinión pública con vuestro compromiso hacia el Imperio. Quisiera que os percatarais de la bondad de las observaciones y las preguntas que os he formulado, y otras que os podría formular. ¿O es que preferís tener esta misma conversación con Su Ilustrísima el Agon del Laberinto o con Su Excelencia el Príncipe Bruijma? No os lo recomiendo.
– Lo que hay aquí consignado -dijo Ígur- es lo único que objetivamente puedo dar por bueno.
– No me hagáis reír, Caballero -intervino el Primer Secretario de la Agonía; Ígur lo había visto en el Atrio del Laberinto, y le había parecido un individuo brutal-. El señor Secretario de Su Excelencia os ha hecho una pregunta, y si no la podéis responder eso os convierte en sospechoso de cualquier cosa. ¿Por qué la objetividad de que disponéis sobre el Magisterpraedi se acaba aquí? -señaló los papeles-. ¿Acaso lo habéis asesinado?
– ¿Por quién me habéis tomado, señor mío? -dijo Ígur levantando ligeramente la voz.
– No os excitéis. Caballero -dijo Francis-, y recordad lo que os he dicho. Ser el vencedor del Laberinto os confiere ciertas prerrogativas civiles, pero no os exime de rendir cuentas de vuestra parte del contrato de Entrada.
– En cualquier caso -dijo el Primer Secretario de la Agonía-, resulta curioso que el Caballero se considere de una especie inmaculada. Nadie que conociera vuestro historial se extrañaría de la suposición, muy lógica por otra parte, de que el Magisterpraedi Hydene se quedó dentro del Laberinto gracias a vuestra intervención.
– ¿Qué queréis decir? -dijo Ígur, a punto de ponerse a temblar de rabia; Francis intervino en un tono vagamente inclinado a conciliar.
– Señores, sugiero que dejemos esa clase de consideraciones para otro momento; y vos. Caballero -cerró el Informe y se lo puso en las manos-, os ruego completéis este documento de tal forma que ni los aquí presentes, ni nadie -recalcó con gravedad-, os pueda reclamar dato objetivo alguno. ¿De acuerdo? -Ígur hizo un gesto que no comprometiera a nada-. Muy bien, tenéis una semana más de plazo, pero no os volváis a equivocar, porque eso supondría incumplimiento de la cláusula de plazos. -Hizo una pausa-. Podéis retiraros.
Ígur dio un paso hacia la puerta, pero las palabras del Secretario de la Agonía lo habían envenenado e, incapaz de pasarlas por alto, se dio media vuelta y se les enfrentó de nuevo.
– Ignoro -dijo sin preámbulos- a qué historial mío os referís, ni qué podéis haber encontrado en él; todos los combates que he librado desde que accedí a la Capilla han sido en defensa legítima y en lucha leal, y las demás terminaciones que se me pueden imputar responden a órdenes concretas de mis superiores en la más estricta jerarquía imperial; yo no soy de la pasta del Caballero Milana, que tiene alma de Fonóctono, yo siempre me he regido por una línea de conducta clara y sin vericuetos.
– Caballero, os ordeno que os retiréis -dijo Francis con una dureza potenciada por haber hablado en voz más baja de lo normal.
– Al contrario -intervino el Primer Secretario de la Agonía-. Vuestra actitud es muy interesante, y creo que la ocasión merece detenimiento. Caballero, he estudiado vuestra vida en Gorhgró (la anterior no me interesa), y supongo que ahora os habéis referido a ciertos Fonóctonos que os atacaron en una ocasión, al Infante Galatrai y al Caballero Meneci; no sé -sonrió- si me dejo algo. -Ígur se mantenía a la expectativa-. Me imagino que hasta que encontrasteis al Magisterpraedi, algún otro infortunado o infortunada debió salir mal librado después de topar con vos, pero la imputación es más dudosa; de los dos casos que os acabo de contar me consta que a estas alturas la justicia se ocupa de ellos… no os preocupéis, es tan lenta que os haréis viejo antes de que os alcance, y si por lo que fuera, yo qué sé, que os convirtieseis en un personaje tan famoso que los trámites se acelerasen, no dudo que por esa misma razón encontraríais defensa para salir bien librado. -Hizo una pausa para comprobar el efecto que producía su discurso-. Supongo que eso que llamáis, ¿cómo ha dicho? -se volvió hacia un Francis exageradamente impertérrito-, una línea de conducta clara y sin vericuetos, incluye además de vuestra habilidad con la espada proclive a enviar al otro barrio al primero que os moleste, el insulto más obsceno y el intento de estafa a un compañero vuestro en la Empresa del Laberinto. -Ígur se sofocó de rabia, porque no tenía réplica; el dignatario prosiguió con una benevolencia irónica-. Claro que de eso habéis sido exonerado quién sabe cómo, por retractación o por reparación, y además seguro que pensáis, ¿que importa, en medio de tantas cosas, una pequeña distracción más, una grieta más en el edificio de la rectitud? Pero imaginemos que no lo pensáis, y que vuestra autorredención moral pasa por la, por cierto, no demasiado prudente, investigación acerca de vuestros amigos Omolpus, Debrel, Comisca y Morani. -Ígur sufrió un gran sobresalto, porque era la primera vez que desde las altas instancias del Imperio se desenterraba la cuestión, y en décimas de segundo no consiguió imaginar si iba a ser recriminado por haber desobedecido la orden de matar a Debrel y Guipria o por buscarlos ahora-. ¿Os sorprende que se sepa? Recordad el antiguo dicho: lo que no quieras que se sepa, no lo hagas… Pero volvamos a la cuestión: os consideráis en deuda con vuestros amigos, y os habéis propuesto descubrir dónde han ido a parar. Eso os otorga el resplandor del Caballero, ¿no es así? Muy bien, hablemos: con un espíritu más bien dudoso, tildáis a un cofrade vuestro, al Caballero Milana, de tener espíritu de Fonóctono, ignoro por qué, con qué base y, si la hay, con qué pruebas, no demasiadas imagino, porque si las tuvierais habríais recurrido a las vías oficiales en lugar de al insulto irresponsable; y bien, vos que os erigís en justiciero, ¿qué habéis hecho de verdad para encontrar a los amigos que ahora tanto añoráis? ¿Renunciasteis al Laberinto para salvar a Debrel y a su mujer? Está bien, dejemos el pasado: y ahora, ¿qué estáis dispuesto a sacrificar para volver a ver vivos a los seres queridos? ¿Vuestra elevación social? ¿Los beneficios del Laberinto?
– Ahora mismo -exclamó Ígur con aplomo-. Tomad vos mismo mi parte del Laberinto si sois capaz de traer a las personas que habéis nombrado, en buen estado de salud, y de garantizar que nunca más serán perseguidos. ¿Sois capaz de hacerlo?
El Primer Secretario de la Agonía soltó una carcajada.
– Muy bien. Caballero, ya veo que todo tiene un precio. ¿Vuestra parte del Laberinto por todo eso? ¿Y sólo por una parte, por ejemplo, por dos personas de esas cuatro, cuánto? ¿Y si os digo que quiero más, qué estáis dispuesto a añadir? ¿Vuestra pertenencia a la Capilla del Emperador? ¿Vuestro crédito? -Sonrió hablando más lentamente-. ¿Vuestro sello de Caballero?
A Ígur cada vez le hacía menos gracia la conversación.
– Dudo que estéis en condiciones de llevar a cabo tal intercambio -dijo.
– Me temo que moriréis con esa duda -dijo Francis fríamente, pero Ígur estaba tan ofuscado con el Secretario de la Agonía que ni lo oyó.
– Vos no sois mejor que yo.
– Os equivocáis. Caballero. Yo no tomo apariencias ni atributos que no me corresponden, no pongo mis afectos personales en ninguna balanza de intereses y, sobre todo, no tengo en mi haber la muerte ni tan siquiera de una mosca.
– ¿Pretendéis que me crea que no hay Fonóctonos en vuestra nómina? -dijo Ígur, consciente de la temeridad.
El Secretario de la Agonía rió abiertamente.
– Podría haceros procesar por lo que acabáis de decir, y ni tan sólo necesitaría la testificación del Señor Secretario del Príncipe, pero no lo haré, porque tengo un arma mejor en las manos, que es la verdad. No, Caballero, no hay Fonóctonos en mi nómina, ni en ninguna nómina afín a la mía.
Francis se consumía por dar por finalizada la conversación, y vio la ocasión en una pausa displicente del Secretario de la Agonía.
– Vais por mal camino, Caballero. Arrastráis vuestra ambigüedad como una cadena insostenible, porque la dimensión del héroe, si no puede extirparlas, la da la capacidad de olvidarse de sí mismo a la hora de soportarlas, y a vos os devora una furia retentiva más propia de un usurero que del espejo de consideración que pretendéis ser.
Ya más calmado, pero no menos inquieto, Ígur intentaba deducir de dónde podían haber sacado que se había propuesto encontrar a Debrel y a los demás; tan sólo recordaba haberlo hablado con Isabel Conti y con Cuimógino, y si uno de los dos, o los dos, le había traicionado, eso significaba que ya no podía fiarse de nadie. O tal vez es que vivía bajo una vigilancia tan sofisticada que no disponía ni de la intimidad de una conversación. Y, sin embargo, la posibilidad de tener a su alcance una información concreta, o quizá la solución a los problemas de sus amigos, lo consumía, y se dirigió de nuevo al Primer Secretario de la Agonía.