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La fiesta del Palacio Conti tenía por motivo el decimocuarto aniversario del establecimiento de Isabel, y la presencia del vencedor del Último Laberinto fue subrayada de manera especial. Sadó llevaba un vestido azul brillante muy vistoso, y sus rasgos destacaban con un esplendor excepcional a juzgar por cómo compartía con la dueña y el Caballero Neblí el centro de atención. La sala central estaba iluminada y a rebosar como en las mejores ocasiones, y bebidas y comida corrían a placer servidas por camareras desnudas y violentamente enjoyadas. Había casi trescientas personas, y los grupos se tejían y deshilachaban con movimientos sinusoidales. Ígur fue a parar al principio entre unos desconocidos que parecían saber muy bien quién era él; más tarde llegó Boris Uranisor, y se les sumó; justo se apagaban las enhorabuenas por el Laberinto cuando Sadó se aproximó, después se alejó, cortesías repartidas por igual, para estrellar a Ígur en el infierno de las suposiciones, en la interpretación de señales, en el aprecio y comparación de efusiones. Ígur era consciente de que si daba alas a los sentimientos podía acabar no pensando en nada más, y de repente lo vio como inevitable. Se fijó en las mujeres presentes en la sala, que eran muchas y muy bellas, y eso aumentó su comezón, porque todo ayudaba a la magnificencia de Sadó; todo, en las demás, le llevaba a pensar en ella, y tanto en lo que tenían en común, donde claramente el resto perdía la partida, como por contraste, donde cada diferencia se le antojaba un defecto de la otra, de la comparación siempre salía mal librada la mujer recién conocida, y la imagen de Sadó neuróticamente magnificada. Al cabo de un rato, ella se integró al círculo de Ígur, y toda la atención del Caballero se centró en sopesar si él era objeto de su predilección o de indiferencia premeditada, y no distinguió ni una cosa ni otra, a pesar de que la perfecta amabilidad de Sadó, igual para con todos, lo inclinaba a la segunda opción; cada consideración suya le parecía dolorosamente brillante, una saeta bellísima que lo hería un vez y otra, del derecho y del revés analizaba cada frase, y perduraba en su memoria como grabada con un fuego inextinguible, e imaginaba una selva de intenciones y motivos, conmovido por las favorables y angustiado por las negativas, donde la racionalidad proclamaba que no debía de haber más que palabras casuales dichas sin pensar. En su delirio posesivo, Ígur la veía capaz de pactar un suicidio de amor y traicionarlo por el anhelo de una emoción más fuerte, entre formas de felicidad brutales, casi dolorosas, y desde donde enamoramiento y vanidad se entremezclan en una locura difícil de precisar, la veía pasar de una aparente timidez a la carcajada más abrumadora. Poco a poco la gente se apartó, y se las ingenió para poderse quedar a solas con ella; entonces le propuso buscar un reservado, y ella aceptó.

– Sólo un rato -dijo, sin perder de vista el exterior.

– No tengas tanta prisa -dijo él un poco molesto, y condujo la conversación para hablar de Cuimógino; con medias palabras dio a entender lo que sabía, imaginando que se trataba de un capítulo reciente. Ella salió por donde no esperaba.

– ¡Ah, Cuimógino! -dijo con desinterés-. Ya me acuerdo, lo conocí cuando yo tenía quince años, en el palacio de unos amigos de mi padre, en el Lago de Beomia. Era un moralista de baja estofa que vino a darme lecciones, y me dije espera y verás dónde van a parar tantos principios y tantas pretensiones. No te lo puedes imaginar, después se enamoró de mí, y le tuve que parar los pies.

A partir de ahí enlazó con el amigo de su padre, uno de los hombres de su vida según dijo, y continuó, a través de asociaciones temporales o temáticas, con historias y más historias del pasado, con una ligereza alegre que ponía a Ígur frenético; pero por más increíble que fuera una explicación, desde los más desenfrenados excesos hasta el más sospechoso intento de moderación o abstinencia, él estaba siempre dispuesto a creérselo todo con la meticulosa y retentiva fe de los desesperados, esa fe única, insistente y temeraria que se practica implacablemente, con el más devoto desprecio a la sensatez más elemental; incluso cuando, impulsada por el morboso anhelo de precisión de Ígur, ella rectificaba un punto, entre distraída y divertida y sin darle importancia, y también un poco como si quisiera exhibir que no ocultaba nada, él la creía con la misma capacidad evocadora y aún con más resquemor del que, un instante antes, había dedicado a creer lo contrario, y cuando ella descendía a una cuestión lateral, Ígur se recreaba repetidamente en un detalle, viendo mil y un agravios comparativos en su contra, lanzado a establecer a partir de ahí una absurda competición entre actitudes pretéritas de ella, de la que él siempre salía perdiendo, a magnificar las ambigüedades imaginando mucho más de lo que después resultaba haber habido.

Al cabo de un rato, ella quiso reincorporarse a la sala, y allí la siguió Ígur, desaforado por la novedad que le ofrecía la presencia de determinados personajes. Porque estaba descubriendo que los progresos de Sadó no habían sido tan sólo cosa de cuando él estaba en el interior del Laberinto, por ejemplo la relación con Firmín o Poldino, sino de mucho antes, y, lo más doloroso, de los tiempos en que ellos habían iniciado su intimidad, por ejemplo un asunto con Silamo que ella situó sin reparos en el terreno de las frivolidades olvidables. La cena era informal, e Ígur y Sadó proseguían la conversación con intermitencias.

– Porque cuando Boris y tú… -decía él, por ejemplo.

– Ah, el asunto con Boris duró poco -respondía ella-, en cambio, con Constanz…

Y llegaba entonces un nuevo sobresalto: ¡de manera que con el Duque también! Y cuando ella se extendía en un punto que anteriormente había quedado tan sólo esbozado, o que se había saltado, él se estrellaba en la comparación de cómo se lo había imaginado, intentando inútilmente conciliario, o bien, si alguna otra cuestión (que podía ser únicamente la ubicación temporal de un affaire) quedaba oscura, Ígur se debatía enfermizo entre el anhelo de pedir que lo aclarase, para zanjarlo de una vez y no tener que pensar más en ello, y el miedo a la posible dimensión de las revelaciones que se sucederían; si se dejaba llevar por la primera opción, por descontado procurando no ponerse en evidencia y a tal fin disfrazando la pregunta con cualquier interés lateral, o con una entonación desenfadada, se armaba de valor y se lanzaba como quien afronta un peligro terrible, y si optaba por callar, aquel punto pasaba de la tranquilidad provisional del instante a convertirse en un argumento más para la fantasía obsesiva en torno al que, después, en la conversación, transitaba con precaución, como por las inmediaciones de una bomba de relojería que tarde o temprano iba a explotar.

– Parece que el Caballero Neblí tiene preocupaciones más graves que la política y el destino de la Falera -dijo Boris al cabo de un rato, porque la conversación giraba en torno a Bruijma, diversas Agonías y la posible caída del Hegémono, pero Ígur se hundía cada vez con más fruición en su conversación privada.

– Barón -respondió-, el destino del Imperio está trazado a partir del día en que las ciudades decidieron sujetarse al Hegémono en lugar de hacerlo al Emperador; por tanto, lleváis razón, hay cosas que me interesan mucho más.

El silencio afectó a unas siete u ocho personas.

– ¿Podemos saber de qué se trata? -dijo un chico más joven que Ígur, que a él le pareció el súmum de la impertinencia.

– No creo que el Caballero tenga intención de contarlo -dijo Boris mirando a Sadó-; y tampoco considero, viendo la dimensión de su desinterés, que sea preciso que lo haga.

Ella rió, y se volvió hacia Ígur.

– ¿Cuál es la dimensión de tu desinterés?

El buen humor se generalizó, pero como Ígur no veía la necesidad de abonarlo, lo encaminó todo a irse a dormir con Sadó, y se sorprendió cuando ella lo aceptó sin poner obstáculos ni hacer alusiones a otros compromisos. Cuando la fiesta empezó a vaciarse, dijeron adiós a Madame Conti y se retiraron.

– Que los sueños os sean breves -dijo Boris desde la puerta.

Ígur vio que lo llevaban por un camino inusual.

– ¿No te lo he dicho? -se justificó ella-. ¡Me han cambiado de habitación! La de ahora está mucho mejor.

– ¿Ah sí?

Se sobresaltó por un momento, y deseó que Madame Conti no hubiera cometido la torpeza o hubiera tenido la mala fe de darle la que había pertenecido a Fei; no fue así, aunque la habitación, con una amplia ventana exterior a Suroeste, se le pareciera mucho. Una vez allí ella se desvistió con una rapidez y una familiaridad que Ígur interpretó como desinterés por cargar de erotismo la situación. Además, el trayecto hasta la habitación le había traído a Fei al recuerdo y se pusieron a hacer el amor tan mecánicamente que el conjunto, con el agridulce añadido de la agotadora conversación de la fiesta, arrolló a Ígur hacia una náusea tierna que no por conocida le resultó menos dolorosa. Ígur pudo contemplar como si fuera un espectador (o con más frialdad que un espectador) la muriente majestad de la adormecida belleza delirante de aquellas facciones trastornadas por el placer, asistió a los latidos del cuerpo espléndido como si fuera otro y no él quien participaba de todo ello, se deleitó en la distancia con una especie de odio que, curiosamente, contribuía a su propio goce. En tal tesitura, Ígur presenció la culminación como un homenaje a su desesperanza.